Después de años (no es ninguna exageración: Barack Obama comenzó su camino rumbo a la Casa Blanca en febrero de 2007), la campaña por la presidencia de Estados Unidos ha llegado a su fin. Dentro de una semana, el electorado estadunidense acudirá a las urnas y el reinado de George W. Bush, que ha dejado en ruinas el sistema financiero, la credibilidad e incluso el espíritu de su país, alcanzará su conclusión. Pero no sólo eso va a cambiar. Durante la semana tuve el gusto de platicar con Rob Riemen, intelectual holandés que, de visita en México, aprovechó para hablar del significado del 4 de noviembre. “Si gana Obama —me dijo Riemen— será un momento de auténtica transformación”. No exagera. Incluso para sus detractores, lo que ha logrado Barack Obama es historia pura. Su campaña ha conseguido una ventaja consistente en las encuestas gracias a un impresionante esfuerzo de registro de votantes y de un manejo sin precedentes de los nuevos medios de comunicación. Como ocurre en las mejores campañas políticas, el esfuerzo de convencimiento del votante potencial ha rebasado al candidato para convertirse en un movimiento con dinámica propia. Desde hace tiempo, la campaña de Obama dejó de tratarse únicamente del senador para volverse un esfuerzo histórico, encabezado por los jóvenes, por llevar a la Casa Blanca a una nueva generación; por llevar al primer político sin ataduras emocionales ni ideológicas a las arenas de Normandía o al lodo vietnamita. Sería, en efecto, el principio de una transformación.
Como en aquellas búsquedas del tesoro que nos organizaban los padres cuando éramos niños, la llave de la Casa Blanca está escondida, para Obama o McCain, en nueve estados. La campaña por la presidencia en 2008 se ha concentrado desde hace meses en dos zonas geográficas de Estados Unidos: el suroeste y el llamado “cinturón del óxido”, los estados industriales del noreste. A esas dos regiones habría que sumarle a Florida, un estado clave e impredecible y los hermanos Virginia y Carolina del Norte, donde comienza el Sur. La elección se decidirá en esas entidades y no en otras. Quien consiga el triunfo ahí será el próximo presidente de Estados Unidos.
Comencemos por el suroeste. La campaña de Barack Obama se dio cuenta muy temprano en la contienda de la importancia de la región. A pesar de que en 2004 los demócratas habían perdido los tres grandes estados en juego —Nevada, Nuevo México y Colorado— Obama se concentró en seducir a los dos grupos de importancia en la zona: los jóvenes profesionistas que desde hace algunos años han decidido dejar las grandes ciudades en ambas costas del país para echar raíces en el suroeste (más barato y con mejor calidad de vida que las monstruosas Nueva York, Seattle y Los Ángeles) y los hispanos, que representan una cuarta parte de electorado de la región. Ahora, ambos grupos han optado por Obama en números considerables. Vayamos, pues, al día de la elección. Si Obama gana los tres estados del suroeste el 4 de noviembre, ganaría aunque perdiera Florida, Pennsylvania, Ohio y Michigan. En ese sentido, Colorado, Nuevo México y Nevada son la trifecta soñada para el candidato demócrata. A poco más de una semana de la votación, las encuestas en los tres estados favorecen a Obama, con la sola y cautelosa excepción de Nevada, donde McCain aún tiene ciertas posibilidades.
La zona industrial del noreste guarda, junto con Virginia, la verdadera llave de la Casa Blanca. Con el lastimado estado de Ohio —ninguna entidad ha sufrido lo que Ohio durante la recesión de los últimos años— como emblema, el llamado “cinturón del óxido” tiene, en su mayoría, una sola y enorme preocupación: la economía. Si el bolsillo de los habitantes de la región —en su mayoría blancos, conservadores, de clase obrera— está en paz, la región se vuelve susceptible a lo que en Estados Unidos se conoce como la política de la guerra cultural, es decir, la política entendida como la lucha por los valores morales de una sociedad. Fue precisamente desde ese ángulo que George W. Bush derrotó a John Kerry en Ohio en 2004 (Bush usó el matrimonio entre homosexuales para puyar a los votantes conservadores, que al final le entregaron el estado y la elección). Esa era seguramente la apuesta de John McCain con Sarah Palin: llevar la contienda al terreno de los valores, no de la realidad económica del país. Y la apuesta quizá le hubiera rendido dividendos de no ser por la histórica crisis financiera. En Ohio, por ejemplo, las encuestas le daban una ventaja a McCain hasta principios de octubre, cuando la coyuntura lo maniató. Desde entonces, Obama se ha consolidado en la región. El 4 de noviembre, Obama necesita ganar dos de la tercia que conforman Michigan, Ohio y Pennsylvania. Si lo consigue, sería el próximo presidente incluso si perdiera Florida y todo el suroeste. De ese tamaño es su ventaja.
Naturalmente, un escenario de pesadilla para Obama implicaría perder tanto el suroeste como los estados industriales del noreste. Si eso ocurre, necesitaría ganar Florida y Virginia o Carolina del Norte para llegar a la presidencia. Hasta hoy, 28 de octubre, Obama mantiene una ventaja en dos de esos tres estados. Incluso en Florida, que resulta un estado natural para McCain, Obama ya presume de un margen de tres puntos en los sondeos. En Virginia, un estado fundamental, la ventaja es de siete puntos, mientras que en Carolina del Norte la diferencia está dentro del margen de error. Si Obama gana dos de esas tres piezas del tablero, la elección se habrá terminado.
Así las cosas. Para Barack Obama, los caminos rumbo a la Casa Blanca son muchos. Las combinaciones que le dan el triunfo son tantas que se necesitaría de un tsunami estadístico para que John McCain lo derrotara. La noche del 4 de noviembre, el lector deberá observar la costa este de Estados Unidos. Mi intuición es que los resultados del resto del país serán irrelevantes. Antes de la hora de la cena, Barack Obama será el siguiente presidente de Estados Unidos.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.