Buenas intenciones

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Entre los temas malditos de la filosofía está, desde tiempo inmemorial, la explicación de lo que pueda ser una intención. Las dificultades que plantea esta cuestión son evidentes. La conducta humana se presupone movida por un propósito, de lo contrario no sería racional. Por lo mismo, se la tiene por intencionada; pero como no tenemos forma de saber acerca de ese propósito sino a través de la acción manifiesta que lo pone en acto o, cuando menos, a través de un signo de esa acción, ¿qué pasa cuando la acción de un individuo no se corresponde con los signos que la revelan? A menudo la “intención” de un individuo no se explicita por medio de sus gestos y acciones sino todo lo contrario. ¿Cómo podemos juzgar acerca de las intenciones de un individuo si su conducta nunca llega a ser suficientemente explícita? La sospecha, el recelo, la desconfianza o la precaución que suelen acompañar nuestra reacción ante la conducta de otro surgen a raíz de esta inadecuación esencial entre los signos manifiestos de una acción y las intenciones que –supuestamente– la sustentan. Las penas de amor –¿me ama? ¿no me ama?–, las promesas –¿este tipo es de fiar?– y los compromisos de palabra y hasta algunos gestos efusivos u hostiles fundan otras tantas incertidumbres sobre la intención.

Tan difícil resulta saber con certeza cuáles son las intenciones de un individuo que ya son muchos los que consideran que más exacto sería tener a todos los actos humanos por inintencionados, lo que equivale a pensar que no son actos libres ni responsables, sino que se componen de respuestas más o menos automáticas o instintivas o pulsionales a ciertos estímulos o complejos de estímulos. La propia idea de pulsión –una fuerza que no tiene objeto, ni razón, ni dirección representable– sugiere que la intención es una ficción entre las muchas que propone el yo a la conciencia para calmar la angustia que, de otro modo, se desencadenaría si el sujeto pensara que no controla sus acciones en ningún momento. El concepto darwiniano de instinto apunta a lo mismo: el hombre es un mamífero animal más y, como el resto de los animales, está total y absolutamente dominado por fuerzas naturales que nunca controla del todo. La libertad, como hace ya mucho tiempo advirtió amarga y resignadamente Lévi-Strauss, es tan solo una ilusión heredada de los ilustrados.

Así pues, no se desmerece la condición humana porque asumamos una irrenunciable naturaleza animal sino todo lo contrario, como intuyó Nietzsche hace casi ciento cincuenta años cuando observó que reconocernos en la condición animal tiene la ventaja de que nos permite olvidar el pasado y despreocuparnos por el futuro, lo que nos convierte en Übermenschen, hombres capaces de amar nuestro destino. Sin embargo, la reserva racionalista ha sido demasiado fuerte, de ahí que innumerables filosofantes continúen porfiando sobre la definición y el significado o la naturaleza de la “intención”.

La intención, por otra parte, es atendida en el derecho, que discrimina entre la culpa y el dolo y distingue así entre actos intencionados y simples meteduras de pata. En el juicio de una falta cualquiera, por ejemplo, las penas suelen considerar agravante la alevosía –por haber intención o premeditación– y atenuante la torpeza física o mental –por lo contrario–; pero en cualquier caso tienden a evitar juzgar a un individuo “por sus solas intenciones”. En este punto la moral y la costumbre no se adecuan al derecho.

En efecto, estamos en una época poco racional. Cuanto más se desplaza la racionalidad hacia la esfera de la eficacia técnica, menos razonables nos hacemos a la hora de administrar las relaciones sociales cotidianas. Por consiguiente, hace ya algún tiempo que el juicio popular, expresado a través de los medios masivos de comunicación, se inclina peligrosamente en favor de los prejuicios y da más pábulo al cálculo imposible de una intención que a la pobre (pero ciertamente más fiable) certeza que suministra un acto manifiesto. Se concede la libertad al violador que manifiesta su “intención” de contener sus impulsos, por ejemplo, sometiéndose a la libertad vigilada o a una castración química y se valora su intención en nombre de una supuesta ecuanimidad psiquiátrica que se autoinviste de la capacidad de sopesar esas intenciones por medio de pruebas proyectivas. Se ausculta una “intención de voto” en un sondeo electoral o la “intención de compra” en un estudio de mercado cualquiera, se reclama a un docente que exponga sus “intenciones” a la hora de impartir su disciplina y así en opiniones, atuendos, lecturas y hasta en la valoración de la conducta vial: quien se examina para obtener la licencia de conducir ha de tener en cuenta, en las pruebas de circulación, las posibles “intenciones” de los demás conductores. Más aún, el examinador se arroga la capacidad de valorar si el examinando ha tenido sufcientemente en cuenta esas intenciones en la prueba. Y, por último, se juzga a un político por sus “intenciones” expuestas, por ejemplo, en un debate televisado pero rara vez por sus actos o por la efectividad de su gestión. La malla burocrática que mantiene firmemente amarradas las democracias modernas hace innecesario el balance de una gestión, de modo que, para optar, sólo nos queda el contraste de las intenciones. Y, como la encargada de hacer pública una intención es la publicidad, en política, como en materia de automóviles, la única diferencia es la publicidad.

¿Qué si no una “intención” es lo que se juzga en el programa de investigación nuclear de la República Islámica de Irán? No se valoran ni las declaraciones de sus autoridades ni los informes de los expertos que visitan las plantas atómicas iraníes sino sólo las “intenciones” más o menos agresivas de Ahmadineyad y su gobierno. Asimismo, cuando Hugo Chávez protesta airadamente contra la decisión de la vecina Colombia de abrir bases en ese territorio para libre disposición del ejército norteamericano afirma que considera esta decisión un gesto hostil contra la Venezuela bolivariana sin invocar acción alguna sino una supuesta intención oculta detrás de la medida. La intención ha sido desde siempre un signo en la diplomacia pero ahora también es tenida lisa y llanamente por acto.

La sanción histórica de este sesgo característico de la cultura contemporánea es el reciente Premio Nobel de la Paz concedido al presidente Barack Obama quien, por lo demás, en la larga campaña preelectoral que lo llevó a la candidatura del Partido Demócrata norteamericano, demostró ser el paradigma del político sin programa pero cargado de “buenas intenciones”. Su célebre motto: Yes, we can, es una consigna abstracta y bastante mesiánica que, cuando mucho, afirma que se ha de sostener el compromiso con una expresión de voluntad: “Podemos hacerlo…” ¿Podemos hacer qué? No importa, como tampoco importa lo que hayas conseguido cuando exclamas I got it! , expresión habitual en la harto voluntariosa sociedad de inmigrantes que forman los EE.UU. y que, en los abominables doblajes españoles, se convierte en un literal y absurdo ¡Lo he conseguido!, como si conseguir –es decir, cumplimentar la intención de un acto– fuera un logro por sí mismo.

El insólito premio otorgado por la Academia de Ciencias sueca a Obama, un presidente que hasta ahora sólo ha expuesto o dispuesto una amplia batería de intenciones de paz pero, en rigor, no ha cumplimentado ninguna, refleja el desplazamiento del juicio sobre la acción a la intención y, muy pronto, a la intención del juicio. ¿Cómo interpretar esta tendencia? Así como se premian las intenciones de Obama pero no sus realizaciones, hay que valorar la “intención” de la Academia Sueca al premiarlo: dar aliento a las inciaitivas de paz, empujar a la Administración demócrata fuera de las tentaciones belicistas de los republicanos, dar un apoyo internacional que Obama difícilmente logrará entre el electorado norteamericasno con sólo que los terroristas islámicos vuelvan a cometer alguna otra atrocidad.

El desplazamiento del acto a la intención es, por otra parte, muy peligroso. De un acto uno se hace responsable, de una intención, no. Porque ya se sabe, todas las intenciones son buenas. ~

 

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(Buenos Aires, 1948) es filósofo, escritor y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros títulos, 'Filosofía y/o literatura' (FCE, 2007).


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