La posibilidad de la compasión

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En la segunda de las conferencias que J. M. Coetzee atribuye a su personaje de ficción Elizabeth Costello se afirma que la atención que prestamos a los animales estámovilizada por la compasión, sentimiento que faltaba a los alemanes y que les impidióidentificarse con los seres humanos que eran trasladados como ganado para ser exterminados en los läger en tiempos del nazismo. Como no podían (o no querían) sentirse como ellos, los alemanes no vieron nada malo a su alrededor, lo cual les permitióconvivir durante años con un régimen aberrante e inhumano.

Es significativo que en su manifestación más pura, este extraño sentimiento –la compasión– aparezca asociado a nuestra relación con seres con los que no podemos tener comunicación simbólica alguna como no sea el vínculo imaginario en virtud del cual pensamos que los animales nos quieren, nosdesean, nos extrañan o nos son fieles, del mismo modo como nosotros queremos, deseamos, extrañamos y nos forjamos lazos de fidelidad con nuestros semejantes. A falta de un lenguaje común, por mucho que nos apiademos de ellos, nada nos permite asegurar quelos animales sienten lo mismo que nosotros. Asípues, nuestra relación con ellos, incluso aquella que los tiene por objeto de nuestra compasión, se sostiene en una conjetura acerca de su sensibilidad.

Pero es que la compasión, como sentimiento que nos inspira la desdicha del otro, pese a ser un temple altamente valorado, es ella misma una ilusión, un estado de ánimo del que no podemos dar cuenta y razón puesto que nombra un tipo de experiencia casi imposible: sentir en carne propia el sufrimiento de los demás, algo ciertamente imaginable pero que no parece realizable en los hechos. La compasión es un sentimiento y los sentimientos dan mucho de que hablar, pero no informan nada acerca del otro, cuyo estado real es siempre un misterio. Y, si no, pregúntese a cualquier enamorado: nadie puede saber si de veras es amado –de ahíque las pruebas de amor sean interminables y siempre insuficientes; y, cuando son negativas, inapelables. Una razón más para rechazar toda posición que se sostenga en la dimensión más subjetiva de los sentimientos, como, por ejemplo, la identidad nacional o genérica, las creencias religiosas o las preferencias estéticas; y no digamos la devoción por un determinado equipo de fútbol. No puedo saber cómo o cuánto sufre el otro, no puedo establecer la naturaleza de su penuria, ni puedo calcular la envergadura del dolor que siente sino por mediación de alguna teoría subsidiaria acerca de la condición miserable en que se encuentra o por una explicación que interpreta las causas y condiciones de ladesgracia ajena. Cuando mucho, puedo asociar el sentimiento que me inspira el otro con una experiencia propia porque me reconozco en sus gestos. Pero ¿cómo pensar mi propia compasión como pasión compartida?

La compasión no puede definirse como una facultad que unos poseen y desarrollan –como el gusto– y que otros tienen bloqueada o adormecida; y tampoco es algo que se puede cultivar o educar. Cuando mucho, se puede formar la sensibilidad de las personas o hacerlas más abiertas o atentas, pero no se puede aspirar a mucho más. Y, en cambio, la compasión síparece una ilusión narcisista, porque por medio de ella me atribuyo la mágica capacidad de colocarme en el lugar del otro, de ser el otro y de sentir como él; y de paso me doy a mímismo la posibilidad de redimirme moralmente porque me permite ocuparme de su desgracia.

En virtud de este carácter imaginario, parecería que ser compasivo o “empático”, como suele decirse, es de la misma naturaleza que no serlo, ya que se funda en una misma ilusión proyectada sobre el dolor o el sufrimiento, que es la esfera más hermética e inaccesible de la experiencia ajena. Y así, casi sin apercibirse de ello,  el compasivo juega a lo mismo que el sádico, el psicópata o el asesino que, sin embargo, no parecen experimentar “empatía”alguna por sus víctimas. En efecto, aunque el compasivo y el monstruo no hacen lo mismo, sus respectivas acciones –unas buenas y las otras muy malas–, pese a que se oponen por su contenido y propósito manifiestos, se sostienen en una misma ilusión ilegítima: la posibilidad de representarse la (no) sensibilidad del otro y de actuar en consecuencia. Asípues, por absurdo que parezca, la compasión resulta tan común (y tan inexplicable) como la crueldad, lo que explica que nadie se extrañe si algún compasivo se convierte de pronto en un monstruo o de que algún monstruo de pronto se permita un gesto de bondad.

La prueba de que una idea acerca del otro determina lo que podamos sentir acerca de su esfera más íntima la da la conducta de los españoles durante la conquista y colonización  de las Indias Occidentales. La doctrina de la Iglesia católica según la cual los aborígenes americanos carecían de alma –y, por tanto, no sufrían como el resto de los seres humanos– permitiódesculpabilizar a los conquistadores y les autorizóa cometer las mayores atrocidades sobre las poblaciones autóctonas americanas. Pensar en los indios americanos como en seres sin alma, es decir, como animales, liberóa los dominadores hispánicos de la carga moral de la compasión y les permitióentregarse libremente a la crueldad. Exactamente lo opuesto de lo que afirma Costello/Coetzee, para quien la única manera de evitar la crueldad con los animales es reconocerles alma, aunque esto implique negar la evidencia. Werner Herzog retratómagistralmente la ilusión animista a la que apela Coetzee, en su documental sobre el llamado Grizzly Man, un enamorado  de los osos de Alaska que, en su afán de  humanizarlos, achicódemasiado la distancia natural que lo separaba de ellos y acabódevorado por un oso.

¿Quépensar entonces acerca de la compasión como base de algunos programas que dan a los individuos la posibilidad de convertirse en compasivos profesionales? En una conferencia pronunciada hace algún tiempo en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, Zygmunt Bauman sembróla duda sobre el llamado “trabajo social”cuando sostuvo que hoy en día el trabajador social profesionalizado, es decir, el individuo que se dedica a paliar de forma sistemática y organizada el sufrimiento de los demás  –pongamos por caso, el enfermero o la asistente social, el médico que acoge a los inmigrantes ilegales llegados en las pateras o la trabajadora social que hace de mediadora en el conflicto  que enfrenta a dos pandillas de delincuentes de los suburbios o que atiende a los drogadictos que vagan por las calles de las grandes ciudades–, es el último eslabón de una cadena de exclusión de la marginalidad; mejor dicho, es la pieza que completa un complicado engranaje que sirve para “proteger”a la sociedad tardocapitalista de los desechos humanos que ella misma produce y, por lo tanto, es cómplice en la consolidación del sistema de la injusticia y la exclusión sociales.

Bauman no duda de las motivaciones altruistas o solidarias que mueven a los compasivosprofesionales, pero sídel papel que cumplen los programas de asistencia social, y con ello actualiza una célebre irreverencia de Sigmund Freud: la descalificación –como imposibilidad lógica y antropológica– del cristiano amor al prójimo que estáen la base de la mayoría de las actividades “benevolistas”de nuestra época y que ha inspirado desde tiempo inmemorial la práctica de la caridad y los programas de reparación y atención sociales. Estemos o no de acuerdo con el pesimismo de Freud, se ha de reconocer que, en efecto, bajo la pantalla de la caridad y el amor al prójimo y la explícita voluntad de hacer el bien a los demás muchas veces se esconden propósitos egoístas o sectarios, cuando no los designios de alguno que odia en secreto a sus semejantes y más de un monstruo conspicuo: el fraile pedófilo, la maestra jardinera maltratadora, la enfermera que golpea a los ancianos que tiene a su cuidado, el cirujano sádico o el cocinero que se queda con la comida de los indigentes que ha de alimentar, etc. ¿Significa esto que debemos deslegitimar la ayuda profesional a los demás? No, tan solo implica que, si queremos aprender más acerca de nuestras motivaciones mejor intencionadas, hay que ir más alláde los efectos positivos  que reportan.

La defensa obstinada deuna experiencia imaginaria –la compasión–, por otra parte, no nos libra de cometer actos crueles y despiadados y en cambio distorsiona –porque las relativiza– nuestra idea de la justicia social e individual y la representación del bien más alládel amor de uno mismo, que quizásea la única experiencia de la que todo el mundo, sin excepción, puede dar cuenta cabal. ~

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(Buenos Aires, 1948) es filósofo, escritor y profesor de estética en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros títulos, 'Filosofía y/o literatura' (FCE, 2007).


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