Su disfraz de bailarinas nocturnas huele a sexo y tinto[i]. Se balancean por los andenes como meseras de cabaret. Los taxistas, camioneros y buseteros[ii] se desvían para verlas, muy pocas veces para tomar tinto. En la noche son celebridades de la calle. Salen cargadas de perfume de catálogo, calientan agua y venden tinto en termos de colores.
De día son mujeres normales, con necesidades y afanes cotidianos. En la noche son dueñas de su tiempo y su cuerpo. Se entregan al frío y las luces de los carros. Bailan agarradas de una señal de tránsito y se desvisten con cada tinto, son el show y el centro de miradas con ganas o reproche. Con la regla de mirar y no tocar logran vender más de 12 tintos[iii] por cambio de semáforo.
Las acusan de ser prostitutas, de vender droga y licor a conductores. A veces hasta de ladronas. Nada se les ha comprobado. De lo único que son culpables es de poner sus cuerpos al servicio del tinto y de ocupar el espacio público que de nueve de la noche a cinco de la mañana nadie usa. Su gran idea nació de años de desempleo. La noche que a otras mujeres convirtió en taxistas, policías, vigilantes, putas o ladronas, a ellas las marcó como tinteras. Fueron expulsadas por otras colegas de 20 esquinas en Bogotá. Su carácter fue más blando que sus nalgas. Un año después la experiencia inyectó litros de silicona a su fortaleza, se quedaron con trasero firme y una importante calle en el norte de Bogotá, la capital de Colombia.
Van más de cinco años de trabajo con un día de descanso entre semana. Unas veces llueve, otras el frío congela el tinto. Pero dejar de trabajar no es un lujo que puedan darse, de la venta de hoy depende el trabajo de mañana. Los termos no se venden solos, deben pararse en la esquina, mover las piernas y seducir los carros. 500 pesos colombianos (70 centavos de dólar) cuesta un tinto pequeño, el azúcar viene incluida. Con una mano saludan, con la otra baten el termo y con la boca invitan a los conductores a parar. Caminan, corren, se agachan y saltan en medio del tráfico como agentes de tránsito con tacones puntilla. Se deslizan por las líneas blancas del pavimento siguiendo una ruta de producción: son coreógrafas del sexo con sabor a café, mientras una sirve la otra cobra. Quedarse quietas les afecta las ganancias. Son reinas de un carnaval sin orquesta,
Son cuatro mujeres. Ocho piernas y dos ollas de tinto las que se alistan desde las cinco de la tarde para trasnochar. Crearon un lenguaje propio. Las señas son la mejor herramienta en distancias cortas y sitios oscuros. Parecen un grupo de mudos contando historias. Silban con la experiencia de un cotero de mercado. En la calle se reparten en 50 metros de vía, se trepan el pantalón por encima de la cintura, se destapan los tobillos y arrechan a los mirones. Son sensuales, miran con ganas y sirven el tinto en vasos desechables como si se tratara de whisky. Saludan, preguntan a sus clientes cómo les fue en el día, cómo se encuentran, qué les afecta. Si otro cliente no interrumpe, pueden estar más de media hora escuchando tristezas, alegrías y esperanzas de conductores que prefieren trabajar a dormir. Ninguna es de Bogotá, se conocieron en la calle y solo en la calle se ven. Los mismos termos, los mismos tintos y las mismas ganancias.
De las cuatro una insiste en ser la diferencia. Es quien pone las ollas, paga el gas y distribuye las ganancias. Sus voluptuosas piernas, unas correas en cuero que trepan hasta las rodillas y un pantalón que parece reventarse con la firmeza de su trasero, la convierten en una extravagante líder. Fue la primera en pararse en esta esquina y tocar el pavimento con dos termos en la mano. Le dicen Patricia.
Duerme cuatro horas diarias. Las otras 20 las reparte entre la cocina y la calle. Sabe leer pero escribir le cuesta trabajo. No tiene educación y sus diplomas se podrían ubicar con dos imanes en una nevera pequeña. Se independizó bajo amenaza. A los 17 compró juego de alcoba y se convirtió en mujer. Su primer orgasmo fue su primer embarazo. La cédula de mayoría de edad la recibió en una sala de maternidad y la soledad de ese parto la acompañó hasta su segunda hija. Dos veces la convencieron, dos veces la dejaron y otra está por ocurrir. Se enamora fácil. Se confiesa una vez por semana y no paga penitencias; incluso cree que los curas son sensuales y misteriosos, dice que por eso los ve a solas, para hablarles al oído. Es un amor de novela que le asegura santas calenturas. Cuando llegó a la esquina la confundían con prostituta, ella no se defendía porque eso le acercaba conductores y por la pena de equivocarse le compraban tinto.
La noche le permite vivir bien, no alcanza a darle prestaciones, subsidios, primas o vacaciones. Como gerente de este bar de café no se puede dar lujos. Debe estar primero, salir de última y no cobrar horas extras. Hay ocasiones en las que se queda quieta mirando la calle hasta donde le alcanza la vista, como si esperara a alguien, como si alguien la llamara. Esta diva del café con nalgas de acero ve su vida como un regalo que aún no ha desempacado. Le falta un millón de tintos para retirarse.
[i]En Colombia le decimos tinto a un pequeño vaso de café caliente.
[ii]Buseteros: es una expresión para denominar peyorativamente a los conductores de bus que infringen, con mucha frecuencia, normas de tránsito.
[iii]12 tintos son doce vasos pequeños de café.
Periodista colombiano. Vago cronista bogotano y fiel seguidor de las aventuras de Marvel Comics. Reportero de noche y escritor de día