Carleton Beals. Disidente solitario

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“Nosotros los latinoamericanos le debemos mucho a Carleton Beals”, comentó en una ocasión Carlos Fuentes durante una gira de conferencias por Estados Unidos. La deuda a la que se refería es muy desconocida. Carleton Beals –periodista estadounidense, escritor y corresponsal en Latinoamérica, intérprete de la revolución mexicana para sus compatriotas– ha sido casi completamente olvidado en su país. Pero en el momento álgido de su carrera, entre los años veinte y los cuarenta, Beals suscitó controversias con sus críticas a lo que consideraba políticas imperiales de Estados Unidos en Latinoamérica. Los escándalos en los que tomó parte, y que con frecuencia provocó, se han desvanecido. Y son ignorados por casi todo el mundo con la salvedad de los pocos que advierten en la obra de Beals un elemento profético o un legado. 

 

Entre sus contemporáneos, Carleton Beals fue considerado el decano de los corresponsales estadounidenses en Latinoamérica. “Carleton es uno de los tábanos más valiosos del mundo… debería ser subsidiado y alentado”, escribió en 1933 el historiador Hubert Herring, también director del Comité de Relaciones Culturales con Latinoamérica de Estados Unidos. El libro de Beals Mexico. An Interpretation fue “el mejor libro sobre México obra de un estadounidense”, escribió en 1924 Ernest Gruening, entonces director del quincenal liberal The Nation. Ese mismo libro fue citado en un panfleto impreso para la campaña presidencial de Plutarco Elías Calles en 1924, que también lo ensalzaba como “el único estudio auténtico del México actual en inglés”.

Algunos representantes de las autoridades estadounidenses se mostraron más críticos. “Beals pertenece a un grupo de estadounidenses que viven en la ciudad de México, que son comunistas en sus ideales y antiamericanos en la práctica”, dijo el embajador estadounidense en México James Sheffield, que ordenó a su equipo que abriera un archivo de vigilancia sobre el periodista en 1942. De hecho, además de sus artículos para The Nation, TheNew Republic y el New York Times, entre otros, Beals realizaba informes sobre políticos latinoamericanos para el embajador soviético en México y la agencia de noticias soviética APRA. Y en 1928 cruzó las líneas de los marines estadounidenses en las accidentadas montañas del norte de Nicaragua para entrevistar a Augusto César Sandino, el legendario líder rebelde que se enfrentó a las tropas estadounidenses durante siete años.

Entre sus amigos en México estaban los comunistas bohemios Diego Rivera y Tina Modotti; exiliados como el fundador del APRA peruano, Victor Raúl Haya de la Torre; izquierdistas estadounidenses como Bert y Ella Wolfe y, posteriormente, el estudiante cubano y líder comunista Julio Antonio Mella. Mella moriría en el hospital a causa de las heridas provocadas por los disparos de agentes cubanos en la ciudad de México una noche de enero de 1929.

A día de hoy, cuando por azar es recordado en Estados Unidos, Carleton Beals es normalmente tenido por un radical cuya obra es demasiado subjetiva para ser tomada en serio. Por ejemplo, el historiador Mark Falcoff, de la conservadora Heritage Foundation, culpa a Beals de haber dejado un “triste legado” de excesivo negativismo entre los periodistas estadounidenses que cubren el papel de Estados Unidos en el continente americano.

Es cierto que Beals desplegó un cáustico escepticismo en su obra periodística y sus libros. Sus descripciones de las políticas y acciones estadounidenses en Latinoamérica son coloridas acusaciones. Los diplomáticos estadounidenses que las llevaban a cabo son señalados en sus crónicas por haber cometidos crímenes en los que, según sugiere, ningún hombre con conciencia habría participado, y mucho menos dirigido. Tal fue el caso cuando denunció públicamente –en una conferencia celebrada en Washington en 1926– a Henry Lane Wilson, el embajador estadounidense en México, que en 1913 le dijo a Victoriano Huerta que el gobierno de Estados Unidos no pondría trabas a un golpe militar contra el gobierno electo de Francisco Madero. La aprobación del embajador Wilson, acusó Beals, le colocaba entre los que eran moralmente responsables de la toma de Huerta y el asesinato de Madero.

El desdén de Beals era tan genuino como su espíritu independiente. No era ningún apparatchik, sino más bien un disidente solitario, enervado por las pruebas que reforzaban sus sospechas de la duplicidad de Estados Unidos en Latinoamérica, en México, Nicaragua o Cuba, desde el asesinato de Madero hasta Bahía de Cochinos.

La vocación de disidente solitario, por muy bienintencionada que sea, es con frecuencia irritante y cansada. Eso le da esa apariencia triste a la que hace referencia Falcoff. Los críticos que no son vistos con buenos ojos son frecuentemente tildados de cansinos y antipáticos, y esta caracterización, junto con los desaires de los expertos cuyas opiniones obtienen el favor de los poderosos, es lo que el disidente recibe a cambio de decir que el emperador va desnudo.

La simpatía que Carleton Beals sintió durante toda su vida por Latinoamérica se inició en diciembre de 1918, cuando llegó a la ciudad de México a bordo de un tren procedente de Culiacán, en un vagón cargado de cerdos. Con veinticinco años, había cruzado la frontera desde Arizona con su hermano de diecisiete, Ralph (que más tarde sería un famoso antropólogo especializado en México), tras salir de la cárcel en San Francisco.

Carleton había estado encarcelado durante casi un año por haberse negado a ser reclutado por el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Su hermano no quería sufrir la misma experiencia. Ambos jóvenes estaban imbuidos por los ideales de su madre, Elvina Beals, una pacifista que sería candidata socialista a senadora por California en 1920. (En ese momento, el líder del Partido Socialista Americano, Eugene Debs, estaba en la cárcel federal de Atlanta cumpliendo sentencia por haber pronunciado un discurso contra la guerra; con todo, en las elecciones estadounidenses de 1920 recibiría casi un millón de votos.)

“Lo que mandó a un hombre a México fue la maldita guerra, la gran expedición patriótica y noble que salvó al mundo para la democracia”, escribiría más tarde Carleton jocosamente. Su hermano Ralph recordaría: “Estábamos hartos de una vida de sospechas, de perder amigos, de un intolerante espíritu guerrero, y [México] parecía una aventura gloriosa”. 

Con doscientos dólares entre ambos, cargaron equipamiento de acampada, se subieron a un maltrecho Ford y se encaminaron hacia el sur. El vehículo era en realidad propiedad del Partido Socialista, que se lo había prestado a Elvina para los viajes políticos de la organización. Como ella no sabía conducir, Ralph le hacía de chofer. Pero ahora, la preocupación por sus hijos le pesaba más que la lealtad al partido, y pidió a Ralph que llevara a Carleton –un pésimo conductor– a lo que serían años de exilio autoimpuesto en México.

Carleton describió el viaje en una jovial crónica, Brimstone and Chili, publicada por Knopf en 1927. Airada y cómica al mismo tiempo, la narración en primera persona sigue a Carleton y Ralph a medida que se acercan a la frontera mexicana después de que su Ford se haya estropeado definitivamente en Arizona. Caminan arrastrando los pies trabajosamente por los cálidos e inhóspitos baldíos del norte de Sonora, y después, tras perder un par de burros que han comprado para cargar su equipo, se encaraman a trenes de mercancías en dirección al sur hasta Culiacán y la ciudad de México.

Arruinados, los hermanos se separaron en Culiacán, donde Ralph encontró trabajo en una fábrica de bombillas. Carleton, resuelto a llegar hasta la ciudad de México, viajó por tierra, por la Sierra Madre occidental, con una reata de mulas que transportaba sal y otros suministros que los muleteros vendían a las amas de casa que salían corriendo de sus cabañas con tejado de paja.

En este viaje, Beals descubrió lo que durante el resto de su vida sería su pasión por compartir la vida cotidiana de los pobres. Quizá su propia pobreza fortaleció su capacidad para comprenderles y revestir sus vidas miserables de una noble dignidad. Como periodista, Beals intentaría, al dirigirse a los pobres, “permitirles subir unos cuantos peldaños”, y cuando tratara a los ricos y poderosos, “hacerles bajar otros tantos”, recordaría su viuda. Esta predisposición tenía por origen la pasión socialista y reformista que heredó de Elvina. Pero fue durante su quijotesco viaje de 1918, mil quinientas millas hasta la ciudad de México a través de las tierras altas mexicanas, donde tuvo contacto con pobres rurales, cuando se vio reforzada su profunda –aunque ingenua e idealizada– devoción por los oprimidos.

En la ciudad de Topia, Carleton se hospedó con una familia de campesinos en un momento en que la ciudad era azotada por una epidemia de tifus. “En muchas casas, toda la familia se encontraba enferma y la gente moría como en un agujero oriental asolado por la peste, los cadáveres eran sacados por la puerta hasta la calle por la persona que más capaz fuera de moverse”, escribiría posteriormente Beals, que se dedicó a cuidar a sus anfitriones mientras éstos perecían y ayudó a cavar la tumba del más joven de ellos, una muchacha de dieciséis años.

A principios de diciembre, Beals llegó por fin a la ciudad de México, sin dinero, hablando sólo rudimentos de español. La barba rubia desgreñada le daba un aspecto desaseado. Llevaba la camisa y los pantalones mugrientos y deshilachados, y los pies cubiertos de llagas. Ni siquiera los asiduos de las cantinas del centro histórico de la ciudad, donde se hospedó inicialmente, querían saber nada de él, que vagaba por las calles con sus huaraches improvisados.

La guerra revolucionaria seguía en marcha mientras Beals trataba de abrirse camino en la ciudad. “Desde la ciudad de México –escribió– veía los fuegos de centinela del rebelde agrario Emiliano Zapata que ardían refulgentes en la imponente Milpa Verde. El pintoresco Desierto de los Leones, aproximadamente a una hora de la capital, era todavía territorio de Zapata. En una ocasión fui hasta allí con un destacamento especial de soldados federales. Colgados de árboles y postes telegráficos, algunos cadáveres dilatados y secos por la acción del viento se mecían lentamente a la brisa.”

Incapaz al principio de comprender las sutilezas de la convulsión revolucionaria mexicana, las primeras impresiones de Beals acerca de la ciudad de México fueron radiantes y reflejaban su alivio tras los meses de privaciones y penoso viaje a través de los desiertos y las cordilleras desde la frontera hasta la capital. Tras pasar la noche en una buhardilla en el céntrico Hotel Juárez, salió a pasear por el parque de la Alameda:

Algo en esa escena mexicana calmó mis nervios e hizo desaparecer todo miedo por el futuro. Ya no me sentía el paria, el expulsado. Tenía dinero suficiente para pasar una noche, quizá dos. El sol brillaba esplendorosamente sobre mí.

La masa de vegetación semitropical y las suaves extensiones de césped verde, los deliciosos bronces, los caminos trazados de acuerdo con el estilo francés, las fuentes con sus salpicaduras, todo era lírico, relajante. Me entregué sensualmente a la caricia de la brisa, semejante a la de una amante, y la belleza de las sombras sobre la hierba frondosa. Dormité entre los gritos de los limpiabotas, los vendedores de naranjas, caramelos y helados, y el gorjeo de los canarios […] Alrededor del parque se erigían edificios, el majestuoso e inacabado Teatro Nacional, iglesias, arcadas, palacios embaldosados, campanarios. En las alas del viento viajaba constantemente el repiqueteo de débiles campanas, pasaban hermosas mujeres, los carruajes y los coches bajaban por la avenida.

Empecé a soñar, un sueño extravagante. Me quedaría allí en la ciudad de los aztecas y los conquistadores y viviría y alcanzaría el éxito. Ganaría dinero. Disfrutaría de la vida y conseguiría mujeres, la preciosas mujeres que pasaban junto a mí.

Carleton alquiló una habitación en una casa de huéspedes de la calle Dolores que daba a una manzana de restaurantes chinos y tiendas de alimentación. El conserje le permitió quedarse durante tres meses, estancia que “pagó” dando clases de inglés a sus hijos. Más tarde, un diputado al que conoció en la calle le invitó a su casa y le regaló un traje y un sombrero decentes.

Estas primeras experiencias positivas despertaron en Beals un afecto por los mexicanos que sentiría de por vida. Naturalmente, se percató de algunos de sus defectos, pero en sus escritos acerca de México se advierte un tono claramente respetuoso, incluso admirativo. “Mitad poeta, mitad músico, y que siente en términos de belleza y de un misticismo que lo impregna todo, [el mexicano] es habitualmente amable en sus relaciones con los demás”, escribió en 1923. “Por encima de todo es comprensivo, cortés, generoso, de una hospitalidad sin límites. Su gran dignidad latina se derrite rápidamente si encuentra a una persona que es simpática; y el extranjero es tratado con mayor amabilidad en México que en ninguna otra parte del mundo.”

Menos de un año más tarde, en 1919, Carleton adquiriría un cierto estatus social, primero como profesor de inglés, después como director de la Escuela Americana. En su tiempo libre, no tardaría en ejercer como profesor voluntario y ofrecer charlas semanales sobre Shakespeare mientras tomaba té con pastas en los elegantes salones de las esposas de los petroleros, ejecutivos y diplomáticos estadounidenses destinados a la capital azteca. Un año más tarde, fue invitado por el Primer Jefe de la nación, el mismísimo Venustiano Carranza, a enseñar inglés al Estado Mayor del ejército mexicano.

Este rápido ascenso empezó con los anuncios de clases privadas de inglés que publicó en El Universal. Para su sorpresa, su lista de estudiantes creció rápidamente: le respondían hombres de negocios, aburridas esposas aristocráticas y otras gentes ociosas. A mediados de 1919, se acercó a él George Poltiol –un joven profesor de inglés, británico expatriado– para proponerle que fundaran un negocio juntos. Entre ambos alquilaron dos grandes salas en la esquina de las calles Independencia y López, instalaron lámparas, escritorios y pizarras y abrieron lo que llamaron “El Instituto Inglés”. Seis meses después de su llegada como mendigo vestido con harapos, Beals anotó orgullosamente que ganaba el doble de lo que cobraba contando barriles de petróleo en la Standard Oil Company en Richmond, California, un año antes.

Poco después de fundar el Instituto Inglés con Poltiol, Beals empezó a hacer amistades, entre la comunidad de expatriados bohemios, con jóvenes escritores y artistas que informaban de la Revolución mexicana para el periódico izquierdista de Nueva York The Masses, y también con estadounidenses de más postín, como diplomáticos y hombres de negocios. Su relación con este último grupo se intensificó cuando un miembro del comité de la Escuela Americana en la ciudad de México le propuso que pidiera una plaza de profesor allí. Para su sorpresa, no sólo fue aceptado al instante, sino que unos meses más tarde sería nombrado director.

Su trabajo y sus relaciones se multiplicaron rápidamente, y Beals mostró la prodigiosa capacidad que más tarde le permitiría ser tan prolífico, compaginando como podía las clases privadas con sus responsabilidades en la Escuela Americana y los cursos que seguía impartiendo en el Instituto Inglés. Mientras tanto, había empezado a trabajar en un libro, un extenso ensayo político que se convertiría en Mexico. An Interpretation, publicado en 1923 por la editorial neoyorquina independiente propiedad de Ben Huebsch.

Aunque Beals formaba parte de esta comunidad de expatriados americanos, era consciente de que no iba a integrarse en ella. Carleton se movería por círculos sociales muy distintos durante toda su vida, y esa costumbre era ya evidente durante esos años en la ciudad de México. “El cotilleo de los tés tuvo el beneficioso efecto de arrastrarme a la bebida –escribió–. La relación con las buenas señoras del Club Shakespeare era demasiado profiláctica, y mi afición por las amistades buenas, honestas y nada intelectuales se reafirmó violentamente.” Con frecuencia, recaía en lúgubres cafés chinos en su querida calle Dolores para beber cerveza y tequila hasta altas horas de la noche.

A finales de 1919, Carleton compartió cócteles en un café con un miembro de la guardia personal de Carranza, que le dijo que tanto a él como a sus compañeros les vendrían bien unas clases de inglés militar. Carleton se mostró de acuerdo inmediatamente y pronto se halló dando clases a unos veinte jóvenes oficiales, “una alegre muchedumbre salida de los barracones”, en las oficinas del Secretario de la Guerra, situadas sobre la entrada norte del Palacio Nacional. Esta nueva función dio a Carleton un asiento de primera fila en el régimen de Carranza, que por aquel entonces se pudría desde dentro a medida que generales corruptos se apoderaban de los despojos del poder para su uso personal. Su clase estaba al lado de las oficinas de los generales Barragán y Urquizo, que compartían el cargo de Secretario de la Guerra. Barragán, recordaría Carleton, se mostraba licencioso ante el distante e ineficaz Carranza: era un “presuntuoso militar de menos de treinta años, un petimetre y un fanfarrón que se pavoneaba por la ciudad con un bastón con la empuñadura de oro y mujeres de mala reputación, que acabó poseyendo una hilera de mansiones en el elegante Paseo de la Reforma, que desafiaba descaradamente las regulaciones de tráfico precipitándose por las calles con los pies recostados en la ventanilla de su coche.”

Carleton también conoció a Carranza, y mantuvo con él algunas entrevistas en el despacho presidencial durante las que aquél le recibió con el rostro entre sombras. Encontró al patriarca de cabello cano “gélido e inescrutable tras sus pobladas patillas y gafas azules”. Tenía el despacho adornado con estatuas de Napoleón y Porfirio Díaz, durante cuyo mandato Carranza había sido senador. La elección de estos héroes políticos dio a Beals “una sutil clave para comprender la inflexible obstinación [de Carranza]”. En la primavera de 1920, el que fuera aliado de Carranza y entonces enconado enemigo suyo, el general Álvaro Obregón de Sonora, le retó abiertamente desde el exterior como líder de lo que sería la “revolución reivindicativa”.

La división había surgido cuando Obregón anunció su candidatura a la presidencia en 1919, convirtiéndose en contendiente del sucesor que Carranza había designado a dedo, Ignacio Bonillas, en el pasado embajador de México en Washington.

Más acuciante era la incapacidad de Carranza para cumplir las promesas de redistribuir la tierra entre los campesinos, o para aprobar a legislación que permitiera subir los sueldos de los trabajadores y reconocer sus derechos. La corrupción galopante en su gobierno, el “espíritu de saqueo que infectaba todos los departamentos”, como afirmaba Beals, había destruido su credibilidad. Además, la mayor parte de los altos cargos del ejército querían que Obregón, un militar, fuera el presidente.

Como los funcionarios gubernamentales vendían moneda extranjera con grandes descuentos a sus amigos y se embolsaban sobornos a cambio de petróleo, concesiones de madera y minas, los planes para construir escuelas quedaron aparcados y los profesores no recibieron sus sueldos. El movimiento obrero, liderado por la Casa del Obrero Mundial, fue eliminado, y se mandaron tropas federales a interrumpir huelgas y encarcelar a los líderes obreros. Carranza, un revolucionario reacio, más un político civil que un líder militar, no fue capaz de manejar la presión por un cambio radical a que la Revolución había dado pie ni de meter en cintura a los generales ladrones que estaban librando –y perdiendo– la guerra. Beals observó cómo, uno a uno, sus alumnos oficiales iban desapareciendo misteriosamente de las clases. En abril de 1920, cuando las tropas de Obregón estaban cercando la capital, sólo quedaban tres. Los demás habían huido o se habían unido a las filas de Obregón.

La capacidad de Beals para situarse en lugares que le dieran acceso a una visión de primera mano del liderazgo revolucionario mexicano le permitió comprender las verdaderas fuerzas que estaban en juego en el levantamiento popular de un modo sin parangón entre los periodistas estadounidenses en México. Podía apoyarse en la observación directa de las burdas y ladinas maniobras movidas por la avaricia y la codicia de poder, fraguadas por jefes y generales y sus respectivos parásitos. A lo largo de los años veinte, Beals describiría, en notas para The Nation, The New Republic y Current History, y en sus tres primeros libros sobre México, cómo esas fuerzas interactuaban con una convulsión social más amplia y el levantamiento de las masas mexicanas hacía que el tren de la revolución se tambaleara durante una larga noche de caos y derramamiento de sangre.

A medida que las fuerzas de Obregón se acercaban a la capital, Beals encontraba las oficinas de la Secretaría de Guerra “en la más salvaje confusión”. “Las oficinas de la Guerra estaban siendo arrasadas –escribió–. Soldados y funcionarios andaban gritando de aquí para allá como becerros; lo estaban robando todo, viejos clarines y tambores rotos, cubiertos de polvo; broches, muebles, máquinas de escribir, archivos. Esta bacanal de saqueos de última hora estaba teniendo lugar en todos los edificios públicos. El gobierno había perdido completamente la cabeza.”

Obregón entró en la capital rubicundo, jovial y sudoroso con una camisa azul y pantalones rojos, montado a caballo, como un héroe conquistador. En el desfile de cuatro millas que le seguía había fieros batallones de indios yaqui, campesinos zapatistas con sombreros de fieltro gris cabalgando tras banderas piratas negras y cadetes a paso de la oca con uniformes negros y rojos. El Paseo de la Reforma estaba repleto de un extremo a otro, lleno de masas que no dejaban de gritar: “¡Viva Obregón! ¡Viva la Revolución Reivindicadora!”

La caída de Carranza y la toma de Obregón fue, para Beals, un regalo de los dioses. Convirtió a México en una importante fuente de noticias para los estadounidenses, e hizo que las revistas con las que había colaborado con un discreto éxito le presionaran para que entregara más textos. Sus crónicas de la dramática toma del poder de Obregón se convirtieron en sus primeros artículos publicados en North American Review y The Nation.

Aunque fuera fuente de noticias, la muerte de Carranza también puso punto final a las clases de inglés que Beals daba a los miembros del Estado Mayor. Eso coincidió con problemas en la Escuela Americana. El consejo escolar, que consideraba que los gravámenes impuestos por el gobierno a las propiedades petrolíferas y mineras americanas eran excesivos, hizo pública una declaración en la que denunciaba la postura de México con respecto a Estados Unidos. Beals inmediatamente se desentendió de la declaración y afirmó que si los mexicanos dijeran tales cosas en Estados Unidos serían deportados. El consejo, nada convencido por sus argumentos, exigió y consiguió su cese.

Carleton, tras haber perdido sus dos trabajos casi consecutivamente y sin perspectivas claras, se halló de nuevo sin blanca. Él y su esposa Lillian, que se había reunido con él en México el año anterior, ya no podían pagar el alquiler y decidieron abandonar México. Carleton convenció a Lillian de que viajaran por España e Italia, desde donde él mandaría crónicas de las que vivirían. Ella se mostró escéptica y le propuso que volvieran a Estados Unidos, pero no tuvieron más opción cuando Carleton fue desairado por el cónsul estadounidense al tratar de conseguir el pasaporte. El cónsul, que hasta entonces no había conocido a Beals, pero que tenía noticia de su conflicto con los miembros del consejo de la Escuela Americana, le ofreció mandarle los papeles sólo a Washington y añadió: “No me siento inclinado a ayudarle en absoluto. No me gustan sus compañías.” Beals replicó: “Mis compañías no son en absoluto asunto suyo… Puede irse al infierno”, y salió dando un portazo. Por medio de un amigo abogado mexicano, finalmente, obtuvo un pasaporte mexicano. En agosto de 1920, Lillian y él, con sendos billetes de cuarta clase en el bolsillo, embarcaron en el Lafayette, un transoceánico amarrado en Veracruz para un pasaje de veintiún días hasta La Coruña, España.

Beals se quedaría en Europa dos años, en su mayor parte en Italia, donde sobrevivió con escasos ingresos procedentes de las noticias que mandaba a The Nation sobre el auge de Mussolini. Posteriormente escribiría un libro, Rome or Death, basado en sus observaciones allí. Pero la vida en Italia no era un proyecto viable para Beals, y cuando Ben Huebsch, un editor de Nueva York, le escribió que quería publicar Mexico. An Interpretation, Carleton volvió rápidamente a México para actualizar el manuscrito. El tema de México estuvo de moda en Estados Unidos durante los años veinte, de modo que el primer libro de Beals tuvo lectores y lanzó su carrera como escritor.

A lo largo de su vida, publicaría casi cuarenta libros en total, de los cuales seis estarían dedicados a temas mexicanos. Además de Mexico. An Interpretation y Brinstone and Chili, escribió Mexican Maze, un repaso a la vida mexicana de los años veinte ilustrada con dibujos de Diego Rivera; The Stones Awake, un intuitivo aunque un tanto torpe intento de crear Les Misérables de la Revolución mexicana; Porfirio Díaz. Dictator of Mexico, una biografía; y unas memorias de su vida cotidiana en Coyoacán en los años treinta, House in Mexico.

En la mayor parte de su obra, el tema central de Carleton Beals no fue solamente México, sino Latinoamérica en su totalidad. Mientras estaba instalado en México, su momento definitorio como periodista tuvo lugar, en realidad, en Nicaragua, a principios de febrero de 1928. Enviado por The Nation, viajó por tierra cruzando Guatemala y Honduras hasta Nicaragua, entonces ocupada por 5.000 marines estadounidenses que se enfrentaban a un ejército de pocos miles liderados por Augusto César Sandino. La misión de Beals, descrita vía cable por el director de The Nation, Oswald Garrison Villard, consistía en “Mandar noticias exclusivas Política americana Situación marines Sentimiento popular etcétera Contactar con Sandino si es posible”.

Beals se hizo con guías sandinistas que le llevaron hasta su líder, y su entrevista con el elusivo guerrillero se publicó en portadas de todo el mundo. Su vívido retrato es siempre citado en cualquier narración de la vida de Sandino.

Carleton Beals abandonó México definitivamente en 1934, tras casarse por tercera vez (se casaría en cuatro ocasiones en total) con Blanca Leyva y Arguedas, de veinte años e hija de un oficial militar peruano. Pero aunque a partir de entonces residiría en Connecticut, hizo frecuentes incursiones en toda Latinoamérica y escribió libros sobre Perú, Cuba y Centroamérica, además de algunos sobre temas estadounidenses. A finales de los años treinta y durante los cuarenta, Beals trató de explicar a los lectores norteamericanos Latinoamérica como un todo, con libros como America South y Rio Grande to Cape Horn. Su éxito como autor empezó a menguar tras Pearl Harbor, cuando el interés de los estadounidenses en noticias y análisis de Latinoamérica, nunca excesivo, se desvaneció definitivamente al tiempo que su atención se centraba en la guerra en Europa y el Pacífico.

Después de la Segunda Guerra Mundial, sus penalidades aumentaron a medida que el inicio de la Guerra Fría derivaba en la Amenaza Roja, que colocaba bajo sospecha a todos los periodistas de simpatías izquierdistas. A principios de los años cincuenta, cuando esta atmósfera represiva fue in crescendo, Beals pasó por una crisis personal: su matrimonio con Blanca se había venido abajo y sus editores le habían abandonado. Se recuperó a mediados de los años cincuenta y volvió a vivir un breve momento de esplendor, viajando a Cuba para informar sobre el movimiento revolucionario que amenazaba a Batista, al que Beals había conocido en 1933 siendo aquél un sargento que conspiraba para derrocar a la efímera junta reformista cubana, que había sido llevada al poder por un alzamiento estudiantil. Una vez Fidel Castro se hizo con el poder en 1959, Beals trabajó brevemente para la agencia de noticias cubana Prensa Latina, hasta que se desilusionó con la rigidez de su política editorial comunista y abandonó el puesto.

A pesar de las desventajas de su autoimpuesta condición de periodista freelance y de su aislamiento político, Carleton Beals fue probablemente, al menos para una generación, el más influyente periodista estadounidense que escribía sobre Latinoamérica. Denunció la postura de Estados Unidos en la región, fuera de manera manifiesta con el envío de buques de guerra o marines, o mirando para otro lado mientras los tiranos gobernaban siempre y cuando lo hicieran respetando los intereses estadounidenses. Desde su punto de vista, la coherencia de su crítica no era más que una respuesta a la avaricia sin freno y la duplicidad con que las empresas, los bancos y el gobierno estadounidenses trataban a las naciones de la cuenca del Caribe. Desde los años veinte hasta los sesenta, tiempo suficiente para que Beals pasara de ser un joven airado a un solitario malhumorado, este tema llegó a convertirse, para muchos en Latinoamérica y el resto del mundo, en un concepto organizador. Tras su muerte en 1979, la naturaleza cíclica de la política exterior de Estados Unidos y la conversión de Nicaragua, una vez más, en un objetivo, supusieron para Beals un modesto resurgimiento póstumo.

La historia olvidada de Beals es la de un joven romántico, hijo de la “generación perdida” de los años veinte, que se convirtió en escritor en un México revolucionario. Ausente de Estados Unidos mientras el país estuvo tomado por la xenofobia de los tiempos de guerra, la Amenaza Roja posterior a la Primera Guerra Mundial, la Prohibición y el escándalo de corrupción de Teapot Dome, Beals contempló su tierra de origen desde el exterior, en compañía de escritores y artistas también desafectos. Todos ellos han sido llamados “peregrinos políticos” o “la izquierda lírica”. Como esos estadounidenses que en los años sesenta se unieron al movimiento contra la guerra de Vietnam y los hippies, estos jóvenes disidentes volvieron la cultura de guerra de sus tiempos contra la élite estadounidense. Para algunos de ellos, México fue un refugio y un ejemplo. Para Beals, un punto de partida. ~

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