Castañón, lector de Francia

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Adolfo Castañón es un polígrafo que sabe y gusta de grafiar en diversos géneros: la erudición, el ensayo, la narración, el poema, la crítica, la traducción, etc., porque en principio es un multilector a quien sé que nunca pescaré en la situación de no conocer alguna obra de la que yo tenga noticia. Me gusta imaginar que desde mozalbete portaba ya las hoy famosas enormes y laterales talegas de cuero (las sacoches) cargadas a reventar de libros y revistas y papeles de todo género, y lo recuerdo con el rostro joven y enmarcado en melena a lo Beatle con el que llegaba a casa a comienzos de los años sesenta para, en tanto el calvados iba pasando de la botella a nuestras cabezas y oíamos letras y músicas de Joaschim des Prés, de Debussy, Satie, Brassens y Boris Vian, conversar de los ensayos de Montaigne o de la polémica de Sartre y Camus o el fond de cuisine o las esbeltas curvas de Brigitte Bardot. Y es que, además de ser lectores de otras literaturas y escritores de lengua española, también éramos, somos, afrancesados, e imaginariamente paseábamos siguiendo el tramo parisiense del Sena, “río que fluye entre orillas de libros” (Apollinaire dixit).

La lengua francesa sedujo a Adolfo desde que en su niñez sus padres volvieron del cine tarareando la música de Georges Brassens para la película Porte des lilas (de René Clair y de 1958) y luego, ya muchacho, fue explorando la laberíntica Librairie Française (la inolvidable, la del primer tramo de Paseo de la Reforma, abajo del periódico Excélsior) y leyendo desde Villon y Montaigne (que vendría a ser su autor de cabecera) a Roussel, a Sartre, Camus, Brice Parain y Saint-John Perse. Parecido a un Glenn Ford en moreno modo mexicano, hacía suspirar a señoras y señoritas (sus alumnas en una escuelita de la SEP en la colonia del Valle) recitándoles poemas amorosos de lengua francesa (y hasta quizá, el taimado joven Don Juan, llegó a leerles versos de Toi et moi, de Paul Geraldy, aquel todavía por entonces best seller de poderosa cursilería). En 1973, en su primer viaje a Francia, encontró a Marie de Beaugency en una comuna un tanto hippie, y los dos, navegantes ebrios de noche, de literatura y mutuo encantamiento, se desvelaron hasta el alba, en que Marie se sorprendió de que aquel muchacho que hablaba tan bien el francés de Alain Fournier y del Grand Meaulnes no era francés sino un mexicano afrancesado por las canciones de Brassens, por la prosa de Montaigne, por los versos de Baudelaire… y por el cercano rostro de quien iba a ser la mujer de su vida. Así, cuando Adolfo retornó a México sabía ya que, como dice Octavio Paz haciéndose eco de Reyes y de Lope, iba a ser un peregrino en su patria y, como dice él, “un itinerante de nacionalidad elegida, pues creo que la cultura francesa es, como la cultura cristiana o hebrea, una nación electiva.”

En este año 2009 Adolfo, autor de más de cuarenta títulos, ha publicado Algunas letras de Francia (ed. Veintisiete Letras, Madrid, abril de 2009), un libro que, más allá de ser una recopilación de textos suscitados por cualesquiera ocasiones, tiene, aunque no inmediatamente visible, la unidad que le confiere el hecho de ser un plural y vivo diálogo imaginario con autores que han elegido a Adolfo como a un oyente activo. Y yo he leído ese libro entablando a mi vez un diálogo con tales autores a través de la lectura de Castañón y marcando con lápiz rojo algunos párrafos, de modo que al final resultó una galería de breves retratos. Entre otros:

Montaigne, el “inventor de una máquina verbal hecha de artefactos suasorios y de finos mecanismos lingüísticos”, el primer ensayista propiamente dicho, de “infatigable sumisión a la realidad interior”;

Voltaire, “el hombre libre y el hombre libro, el hombre periódico que mató de risa al Antiguo Régimen y que inauguró la experiencia literaria moderna en el ejercicio de esa curiosa variedad de la seducción que es persuadir”;

Chamfort, el cultivador de agridulces perlas en forma de máximas, que “era pobre pero vivía entre los ricos y los nobles y los divertía pero los despreciaba y siempre hablaba para el más inteligente”;

Léon Bloy, el “católico a ultranza”, el de “la intransigencia helada y visionaria”, el prosista fulminante con su “arte de la injuria”;

Jean-Henri Fabre, “il Miglior Fabre”, el que “hizo de la observación un arte”, el biógrafo de los seres naturales, el espía de “los trabajos y los días de insectos y alimañas”, a mayor gloria de “la vida minúscula”;

Marcel Schwob, de “obra estricta y risueña”, fino narrador de las Vidas imaginarias, maestro de “una forma singular de fabulación que fecundaría a autores tan diversos y tan afines como Jorge Luis Borges, Jerzy Andrzejewsky, Juan José Arreola, José Emilio Pacheco y Julio Torri”;

André Malraux, “una combinación azarosa y contradictoria de reportero, filósofo y poeta”, un “soñador diurno, el de las grandes y hermosas ojeras, que no cierra jamás los ojos y vigila”;

Roger Caillois: perteneciente “a esa familia de espíritus que asumen la gramática como una disciplina intelectual superior y que consideran al lenguaje –camino y brújula– como un método privilegiado de conocimiento”:

Ramón Fernandez, el mexicano-francés, el crítico amoroso aunque afilado, el Don Juan de la lectura, para quien “las grandes obras de la literatura son mujeres fatales a las que resulta imposible no volver”;

…y otros, y otros que, leídos a través del privilegiado lector Castañón, exigen que los leamos y releamos.

ENVÍO

Adolfo amigo: Me pediste un prólogo para Algunas letras de Francia, y, aunque lo escribí poniendo en él más cosas de las que ahora van en este artículo, no dije entonces que a mi parecer allí brillan por su ausencia Stendhal y Flaubert y Baudelaire y Proust y alguno más de tus y mis autores, de modo que me los debes para una futura reedición de tan estimulantes páginas.

(Publicado previamente en Milenio Diario)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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