Chopin al piano / V

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De 1836 a 1847, la relación de George Sand, hembra fuerte, coleccionista de hombres ilustres tanto en el salón como en el lecho, y Frédrerick Chopin, de salud inestable y quizá un hombre sentimentalmente algo femenino, fue mucho menos “romántica” de lo que habría de pretender la dulce, la novelesca y hollywoodiense leyenda de la pareja. Ya en 1840 y en una melancólica carta a su amiga Delfina Potocka, declaraba él: “Hay más mentira que verdad respecto a lo que la gente supone acerca de mi vida con la Sand. Mi verdadera liaison con ella ha durado menos de un año, y de hecho ha finalizado desde que mi enfermedad se agravó en Mallorca. Es evidente que yo no le bastaba, y mi enfermedad le sirvió de pretexto para tranquila y hábilmente demostrarme que mi mala salud no nos permitía continuar con un verdadero lazo amoroso. Desde entonces me ha profesado un afecto meramente maternal…” Y ella, mientras trataba de engordar a Chopin prodigándole calientes panqueques de manzana (los célebres claphoutis), confiaba a la muy cuidada, tranquila y nada “romántica” caligrafía de su diario íntimo: “Cuando Fréderick y yo no estamos reunidos para la cena, para el almuerzo, para jugar al billar o para pasear por entre los floridos arriates, nos hallamos cada uno en su habitación, leyendo o reposando en un diván. De cuando en cuando llega a través de la ventana una ráfaga de piano chopiniano entreverada con los trinos de un ruiseñor.”

Así iban marchando las cosas en la curiosa liaison ciertamente más intensa en los salones que en la real historia hogareña del castillo rural de Nohant, donde los ya no apasionados amantes sino los sólo tiernamente amigos convivirían con los hijos de ella, donde la Sand despachaba novelas a todo vapor y donde Chopin, entre cada vez más frecuentes ramalazos de tos, improvisaba en el teclado y fijaba en el papel pautado sus maravillas musicales… pero donde los ahora examantes ya no se reunían en el lecho en el que (según los necesariamente ilusos poetas cantores del amor) dos cuerpos, atizados por sus correspondientes y tan apasionadas como a veces muy divergentes almas, se entrelazan, se consuman… y se consumen como crepitantes fuegos combatientes.

“Hay que reconocer que llevan una relación atroz —anota un día Delacroix, que los retrataba a uno y otra por separado y a veces dejaba el glorificador pincel para asumir la furtiva, la fría pluma—. Afloran pasiones crueles, enfados por mucho tiempo reprimidos; y, en un contraste que sería risible si no se tratase de un caso tan triste, la femme à plume suplanta a ratos a la mujer, que se entrega a digresiones como entresacadas de sus novelas o de homilías filosóficas.”

“Ocho años de obediencia —escribe un día Chopin— son demasiados”, pero la iniciativa de la ruptura se deberá a ella, que tal vez ya no sólo era fría hacia él sino además, y en compensación, se habría encendido interiormente por el hallazgo de otro ilustre artista coleccionable. Se sabe que el incidental motivo de la separación fue una riña de Sand con su hija Solange, por quien Chopin tenía una paternal simpatía, pero ya los dos estaban mutuamente hastiados, ya ni la música de Chopin ni los claphoutis de Sand ejercían para los dos sus encantos. La flemática despedida ocurrió en los comienzos de 1848, y así fue descrita en las muy posteriores memorias de una amiga de ambos, madame Marliani: “Ya vivían separados, pero la casualidad los acercó cuando después de una soirée chez moi en que casi no se habían visto, la casualidad los reunió en el portal. ‘¿Cómo estás?’, preguntó ella. Él lacónicamente respondió ‘Bien’. Y, sin más, subieron los dos a sendos carruajes que los esperaban, y partieron en direcciones contrarias”.

Unos días después de esa fría despedida sin siquiera un mitigante à bien se revoir, y durante el frío aunque revolucionario febrero francés de 1848, el rey Luis Felipe huía a Inglaterra, y Chopin, como muchos otros distinguidos parisienses, dejó París. Una vez más se exiliaba, ahora embarcándose hacia la “rubia Albión”, cuya capital, por cierto, no se veía rubia, sino negra del esmog que tradicionalmente la aquejaba y que no haría ningún bien a los pulmones del músico.

En Londres, al que llegó en febrero de 1848, Chopin se extenuó en recitales de salón, en los cuales, entre accesos de tos cada vez más desgarradores, tocó sus polonesas, sus mazurcas y marchas ante elegantes ingleses e inglesas que al final lo exasperaban preguntándole con muy somera discreción sobre cómo se hallaba esa gran escritora, madame Sand, o qué tan mal iba la política en la mártir tierra de Polonia bajo la rusa bota opresora… o pidiéndole la receta del claphoutis, que ya el artista recordaba tan indigerible como el recién “gustado” pudding inglés.

Chopin sólo resistiría la cortesía inglesa (a veces tan temible como el pudding) hasta noviembre de ese mismo 1948. Si bien tuvo la alegría de ser el protegé de sus discípulas, las ricas baronesa de Rothschild y Jane Stirling (quien además pretendía hacerlo su esposo), el gusto de encontrarse con admirados y admiradores amigos como el compositor Berlioz y la cantante Pauline Viardot, o de tener una efímera pero entusiasta charla con el novelista Charles Dickens, sus pulmones recibían mal el hollín de la atmósfera londinense. Así que en noviembre de ese mismo 1848, fatigado y muy enfermo, intuyendo que ya la muerte estaba requiriéndolo, retornó a París.

(CONTINUARÁ)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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