Fotografรญas: Scarlett Hooft Graafland

Con Scarlett por el Altiplano

La artista holandesa Scarlett Hooft Graafland viajรณ al altiplano boliviano, incluido el salar de Uyuni, en busca de inspiraciรณn para su trabajo fotogrรกfico. La acompaรฑรณ el cineasta y narrador mexicano Alain-Paul Mallard, quien escribiรณ la crรณnica de ese โ€œitinerario de colorโ€. Aquรญ un fragmento.
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Tras diez intensos dรญas por el Altiplano, vuelvo a reunirme en Uyuni con Scarlett y con Carlos. Al arrastrar mi equipaje desde la estaciรณn de tren, piso territorio conocido. Volver al Hotel Inti –¡el mural del adusto guerrero emplumado y la voluptuosa doncella inca!– es un poco como volver a casa. Desde su cama deshecha, con el torso desnudo, el propietario cambia los canales del televisor y vigila el pasillo por la puerta entreabierta. Me saluda, untuoso y sonriente, seรฑalando sin levantarse una llave en el tablero:

–Tome la 14, caballero, su cuarto de siempre. De allicito del estante tome su toalla y su papel higiรฉnico.

Scarlett ha retornado de La Paz con las manos vacรญas: la bruma luminosa continรบa atrapada en los meandros administrativos. Inflexibles, los aduaneros hacen gala de virtud. Ya se verรก.

 

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El Hotel Inti da a una amplia plaza que alguna vez tuvo veleidades de jardรญn. No tiene mucho de haber amanecido. Espero en una banca bajo el despejado cielo de fines de noviembre mientras Carlos lava a cubetazos la camioneta.

Los parterres triangulares de la plaza son grises desiertos bonsรกi. Uyuni es un pueblo sin รกrboles: la tierra es demasiado pobre y salina. A mediados de los aรฑos setenta, un vecino inspirado acudiรณ a la municipalidad para informar que si se cavaba un hoyo en el suelo, se lo llenaba con tierra traรญda de fuera y se plantaba un arbolito, el arbolito prendรญa. Tras constatarlo –el primer รกrbol de Uyuni verdeaba, efectivamente, en el patio de la casa–, la alcaldรญa y la ciudad entera acogieron la idea con enorme entusiasmo. Se hizo venir por tren, desde Cochabamba, fragante tierra negra. Se cavaron en la plaza hoyos de dos por dos por dos metros y se plantรณ una veintena de arbolitos.

La poblaciรณn se vuelca en mimos: les trae, con largueza, de beber. Por las noches se los envuelve en cobijas para protegerlos del frรญo. Los arbolitos, para jรบbilo general, comienzan a crecer. Soportan mal que bien el paso del invierno. Pero viven sobre recursos limitados. Sus raรญces crecen y se ramifican, la cofia abriรฉndose confiadamente paso en la noble tierra cochabambina hasta salirse del perรญmetro de seguridad. Y entonces se beben la sal de la tierra. Y se van secando, enroscando, muriendo envenenados ante la mirada impotente de los uyunenses.

Fueron rencorosamente arrancados. La gente se robรณ la tierra y los hoyos, llenos de basura, quedaron abiertos mรกs de una dรฉcada. Todavรญa hoy se los distingue.

En la plaza hay un inmenso tobogรกn de tres jorobas; un astroso montรณn de bultos, trapos y bolsas del que emerge una prehistรณrica mendiga a calentarse al sol; un mural torpe y colorido –ante un hirviente y solidario perol, mujeres bien arropadas ofrecen sopa a apuestos ferrocarrileros– que no se ruboriza de su funciรณn social. Dorado en el flanco poniente de la plaza queda el gran galerรณn del Coliseo Municipal. Las bardas ostentan caducas proclamas oficiales –“Por la refundaciรณn de Bolivia, sรญ a la nueva constituciรณn”– y retratos de Evo. Bajo estos รบltimos, pintas de oposiciรณn ponen en duda su hombrรญa.

Poco a poco la ciudad de Uyuni se va desperezando. Algunas muchachitas, de minifalda a pesar del fresco, cruzan la plaza en diagonal. Rumbo a la secundaria. Una se acerca. Envolviรฉndola como un perfume, una matinal nube de cumbia la precede y, sin prisa, pasa con ella de largo. Lleva un radiecito encendido en el bolsillo. La mochila en bandolera bota tรญmidamente en ritmo con los pasos de sus piernas cobrizas.

Carlos silba y me hace seรฑales desde el techo del vehรญculo. La patrona ya estรก lista para ir a desayunar. Sus maletas de cรกmaras, lentes, filtros, exposรญmetros aguardan en la acera. Acudo a ayudarlos a cargar el material.

 

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En las calles de Uyuni, hordas de perros variopintos retozan, ladran, se ayuntan, sestean a la sombra de las bardas, hurgan en los montones de basura, se disputan a gruรฑidos unos pellejos. Trotan, felices y mugrientos, en total libertad. Viven –se los deja vivir– con canina plenitud. Para ellos al menos, la desangelada Uyuni es el paraรญso terrenal.

Sentada al aire libre, Scarlett me describe el programa del dรญa, me muestra un par de bocetos. Bebemos cafรฉ con leche y establecemos una lista de materiales, que Carlos recoge y parte a buscar.

Desde la mesa del desayuno arrojo al gran perro tuerto que dormita una costra de pan. Craso error. De inmediato nos rodea, para horror de las turistas inglesas que se untan bronceador en la mesa de junto, una expectante jaurรญa, canina corte de los milagros.

Carlos retorna de las ferreterรญas con herramienta, materiales, con vรญveres y agua. Llenamos los tanques de gasolina y partimos nuevamente al salar.

 

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Estamos en mitad de la nada.

Con el visor de campo en la mano izquierda, Scarlett se pasea evaluando en silencio diversos parรกmetros: las siluetas lejanas de los montes –Isla Pescado; el volcรกn Tunupa en รณxidos y grises, imponente aun en su lejanรญa–, la claridad de lรญneas en la retรญcula de sal, el รกngulo de incidencia de la luz matutina. Se asoma al visor y, a partir de un elemento ausente que solo existe en su espรญritu, establece la composiciรณn. Dispone enseguida, y nos lo indica con largas zancadas y virajes en รกngulo recto, dรณnde habremos de trabajar.

Quiere pintar una suerte de alfombra colorida en la blancura del salar, cada polรญgono en un color diferente.

Soy yo quien se ocupa del trazado. Sugiero un rectรกngulo en secciรณn รกurea, que Scarlett descarta como mera frivolidad. Cinco por siete metros, y con eso basta, dice, e indica la orientaciรณn. Asรญ que armado de una larga piola de plรกstico, lรกpiz, martillo, clavos para calamina, y vaporosas nociones de agrimensura egipcia –la cuerda de trece nudos–, trazo el gran paralelogramo que habrรก de servir de lรญmite al color.

Las latas de pintura llegaron de madrugada, enviadas por Gastรณn desde La Paz. Fuimos a buscarlas a la estaciรณn de autobรบs. Pintura blanca, a base de agua, a la que Scarlett va agregando colorantes lรญquidos –violeta, bermellรณn, azafrรกn, ocre– en busca del tono adecuado. Con un palo de escoba, bate con vigor la pintura en el balde en el sentido de las manecillas del reloj. Reparo en ello porque yo suelo batir pintura en el sentido inverso… ¿Serรก, me pregunto, porque Scarlett es zurda? ¿O porque estamos al sur del Ecuador?

Carlos nos propone una pausa antes de comenzar a pintar. Ha preparado emparedados de sardinas con locoto y paltita. La sal la rascamos directamente del suelo, con una navaja, y la espolvoreamos sobre la palta, sobre las frescas rodajas de tomate.

De pronto, en el horizonte, un punto negro. Imposible a un principio saber si es hombre o vehรญculo, si se aleja o acerca.

Resulta ser una pequeรฑa pick-up  destartalada que a toda velocidad, en un giro abierto, circunda como un ave de presa la parcela con nuestro trazado. Carlos y Scarlett se miran con desazรณn. Bruscamente el piloto tuerce el timรณn y se acerca a nosotros en lรญnea recta, dispuesto a arrollarnos. Se detiene de un frenazo a escasos cinco metros.

Seguro de sรญ, un hombre enjuto, correoso, moreno en extremo se baja del auto sin cerrar la portezuela y su mirada recorre con recelo nuestros inocentes trazos y cuerdas, el trรญpode, las latas de pintura.

–¿De quรฉ comisiรณn vienen? –nos grazna sin quitarse los anteojos oscuros.

Lleva una gorra, una sudadera que alguna vez fue gris, guantes de carnaza, la bragueta abierta. (Mรกs tarde debatirรฉ con Carlos si graznรณ “comisiรณn” o “concesiรณn”.)

–De ninguna, estamos tomando unas fotos…

–Quรฉ, ¿son geรณlogos o ingenieros, o quรฉ? –pregunta hosco, autoritario.

Me embrollo un poco al explicar, con demasiado detalle, que Scarlett es fotรณgrafa, que es holandesa, que estamos preparando el terreno para sacar una fotografรญa, que los tintes serรกn solubles en agua…

Poco parece interesarle. Sordo, se empecina:

–¿Vienen por el litio?

Avizoro de pronto una posible salida: Gastรณn tiene dรฉcadas de merodear por el salar, conoce gente.

–Somos artistas, amigos de Gastรณn Ugalde.

El rostro inexpresivo, de justiciera deidad andina, se suaviza de inmediato: รฉl tambiรฉn es amigo de Gastรณn. Es vigilante y ha estado patrullando, haciendo decomisos. Nos conduce a la caja de su camioneta: largos troncos huecos de madera de cardรณn. Clara, agujerada.

–Esos palos tienen como cien aรฑos. Los han estado cortando allรก en las islas –seรฑala vagamente su mano enguantada– y no se los puede cortar. Solo se pueden recoger los ya caรญdos.

Fibrosa y resistente, el alma del cardรณn –el cactus gigante cuya silueta espinosa, en las islas del salar, se delinea por docenas contra el cielo– es la รบnica fuente de madera en la regiรณn. Refuerza con dinteles cacarizos los vanos de las puertas de adobe, da forma a algunos muebles toscos, sostiene, en delgadas vigas, las frรกgiles techumbres. El dilema: el crecimiento del cactus es lentรญsimo. Los testarudos รณrganos monumentales viven –acotan sin falta las guรญas de turismo, siempre preocupadas por vendernos lo excepcional– centenares de aรฑos.

Alfredo, que asรญ se llama el vigilante, trabaja por cuenta propia desde hace cuarenta aรฑos. De su rostro cuerudo deduzco que hoy pasa de sesenta, aunque acaso no –el Altiplano es inclemente–. Entonces no habรญa movilidades. Pero รฉl se puso a explorar y a vigilar el salar. Entraba en bicicleta.

–Esto no era nada. A nadie se le figuraba que esto es algo que hay que proteger, que es una joya de la naturaleza. A nadie le importaba nada el salar. Nadie venรญa. Se reรญan de que viniera yo envuelto en ponchos a dormir en las cuevas, con las vizcachitas. Esos carros como el suyo que entran ahora, no habรญa…

Sin transiciรณn nos envuelve en explicaciones deslavazadas sobre los lugares sagrados de los ancestros, alineamientos de ruinas alejรกndose en intervalos regulares desde el Tunupa hasta el volcรกn Licancabur. Y tan de improviso como llegara, se mete a su camioneta y azota la portezuela.

–Ahรญ me saludan al Gastรณn –grita ya maniobrando–, de parte de Alfredo, “el Loco” del salar.

Se va. Nos deja jugar, el Loco. El guardiรกn. Constatรณ a su manera que รฉramos inofensivos.

Comenzamos a pintar.

Trabajamos hincados, con brochas y rodillos. Scarlett ha dispuesto el esquema de color para toda la retรญcula. Carlos avanza con velocidad, cubriendo con el rodillo las grandes รกreas centrales de cada polรญgono. Scarlett y yo terminamos el trabajo a la brocha, lentamente, pintando los bordes con un respeto estricto de las crestas de sal.

Estamos en mitad de la nada: blancura y silencio 360o a la redonda. Hasta el horizonte, no hay otra cosa que una enceguecedora costra de sal, una planicie calcinada. Nada en que reposar la vista, nada que permita estimar distancias.

Al cielo del salar, por lo ordinario despejado –salvo en el horizonte–, lo cubre hoy por ventura una baja capa de nubes. Lo cual hace el trabajo llevadero. Coloreamos uniformemente los azarosos polรญgonos segรบn las indicaciones cromรกticas de Scarlett.

Pintamos.

Durante varias horas.

Al avanzar la tarde comienza a arreciar el viento. Desprende de las brochas y rodillos babas coloridas, hilos de pintura que ensucian zonas ya terminadas. Scarlett, para no arruinar con pringues amarillos su pantalรณn de mezclilla, lo ha vuelto sobre sรญ mismo como un guante.

Mi brocha estรก embadurnada de bermellรณn hasta la empuรฑadura. La inflexible costra de sal me tortura las rรณtulas aun cuando me arrodillo sobre una bola de trapo. Una voz silenciosa me repite que esto de colorear a brochazos el desierto es, a todas luces, un acto absurdo. Esfuerzos inรบtiles: las posibilidades de que algรบn despistado esteta pase por aquรญ son remotรญsimas. Tan cansino monรณlogo ocurre a ras del suelo.

Al fin, el รบltimo polรญgono se cubre de amarillo yema y, adoloridos, enderezamos la espalda. Despejamos brochas y latas. Trepamos al techo de la camioneta para ganar en altura un par de metros.

Y hela ahรญ, la alfombra mรกgica.

Majestuosa.

Si nos ceรฑimos a la etimologรญa, acabamos de ejecutar una pintura rupestre (del latรญn rupes, roca).

Arte rupestre en paint by numbers.

La primera impresiรณn del hipotรฉtico viajero que por azar tropezara con ella en la inmensidad del salar –hecho, cierto es, poco probable– serรญa que solo volando por los aires pudo la alfombra llegar allรญ.

Pero dejando de lado los cuentos orientales, algo resulta indubitable. El desierto, mirado desde el techo de la camioneta no es ya un pรกramo indiferente: converge ahora hacia el rectรกngulo colorido. Me viene a la memoria aquel cรฉlebre poema de Wallace Stevens en que el poeta, con un acto simple y modesto –colocar un frasco de vidrio transparente sobre un montรญculo natural– disloca de inmediato y radicalmente toda percepciรณn del entorno. Transforma el mundo natural en paisaje:

I placed a jar in Tennessee,

And round it was, upon a hill.

It made the slovenly wilderness

Surround that hill.

 

The wilderness rose up to it,

And sprawled around, no longer wild.

The jar was round upon the ground

And tall and of a port in air.

 

It took dominion every where.

The jar was gray and bare.

It did not give of bird or bush,

Like nothing else in Tennessee.

(Wallace Stevens, “Anecdote of the jar”, 1919)

 

La alfombra de Scarlett logra trastocar el desierto de manera anรกloga. El preciso rectรกngulo –paralelas y รกngulos rectos– impone geometrรญa humana, civilizadora, a un universo mineral de gran regularidad irregular que pretende engatusarnos con una sola e ilusoria lรญnea recta: el inalcanzable horizonte.

Hemos perdido la carrera contra el dรญa. Es demasiado tarde para hacer las fotos. El cielo es un manto gris, uniforme y sucio sobre la blancura de la planicie. La luz, pusilรกnime. Habrรก que retornar al amanecer en busca de un poco de carรกcter. Decidimos para ello no volver al lejano Hotel Inti, en Uyuni, e ir a pernoctar en alguno de los encalados caserรญos –Jirira, Chantani, Tahua– regados al pie del volcรกn.

Antes de partir, Carlos y yo hacemos un par de viajes en camioneta hasta la Isla Pescado, donde recogemos rocas con que erigir el mojรณn de inestable equilibrio que –cruzamos los dedos– maรฑana en la maรฑana nos permitirรก volver…

 

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Calcar.

Calcar la alfombra directamente del piso del desierto para hacer fabricar una alfombra real… Una alfombra ¡en lana de alpaca! que reproduzca el dibujo; que niegue con su textura la dureza de la costra de sal; que reinterprete y transforme el gesto cromรกtico dejado en el suelo; que permita enrollar y transportar un trozo de desierto…

Tal es la secuencia de ideas que el insomnio ha desgranado en la mente de Scarlett.

Se compra de maรฑana popelina blanca por metro en una minรบscula mercerรญa del mercado Antofagasta con la intenciรณn de cortar el rollo en bandas y coser una gran manta a las dimensiones requeridas para el patrรณn exacto de la alfombra futura.

Scarlett, al cortarse el cabello en un salรณn de belleza de Uyuni, entabla plรกtica con una mujer que la procura para practicar su inglรฉs. Se entienden, conversan, y esta pronto se ofrece para coser la tela. Puede tenerla lista, dice, dos dรญas mรกs tarde.

Transcurre el plazo. Griselda, maestra de inglรฉs y costurera a sus horas, nos ha cosido lado a lado cuatro franjas de popelina de siete metros de largo por uno treinta de ancho. “¡Uy!, resultรณ mรกs trabajoso”, cuenta Griselda al telรฉfono, “de lo que pensaba”. Las bandas de tela, de tan largas, eran pesadรญsimas y resbalaban en un montรณn informe al lado de la mรกquina, trabรกndola a menudo. Con un solo pase las costuras no iban a aguantar, asรญ que las hizo reforzadas. ¡Y Scarlett que habรญa previsto pespuntarlas a mano, con hilo y aguja de su costurero de viaje, bajo el desganado neรณn de su cuarto de hotel!

Ya caรญda la noche, acompaรฑo a Scarlett por las calles de Uyuni a buscar la tela. Un dejo de fritura inunda el aire. Es noche de mercado.

El marido de Griselda es militar en el denodado y aguerrido –tal es el lema– Regimiento Loa, que antaรฑo peleara en la traumรกtica Guerra del Pacรญfico. Tienen una casita en la zona residencial de los cuarteles, al poniente de Uyuni. Debe uno identificarse al pasar la valla de vigilancia.

Griselda nos pone entre brazos, por encima de la verja, un gran fardo blanco y resbaloso que insiste en desparramarse de un lado y otro de la reja. No pudo doblarla sola, se excusa, asรญ que doblamos la manta en la oscuridad de una calle sin alumbrado. Cada quien tira de una esquina –su hija de siete aรฑos nos ayuda– tratando en vano de impedir que la manta arrastre sobre los polvosos adoquines. Es verdad: es inmensa. Desde lo alto de la torreta de vigilancia dos centinelas observan. No pueden no pensar en una enorme bandera de la paz, que para la garra y el denuedo del soldado boliviano serรก sรญmbolo ambiguo.

Algunos billetes doblados cambian de mano. Griselda nos despide desde atrรกs de la verja. La niรฑa pregunta para quรฉ vamos a usar un mantel tan grande. Vamos a calcar, le explico, un pedazo de desierto. La explicaciรณn la satisface. Acepta, sin mรกs, su misterio.

El cabo de guardia se apoya sobre el contrapeso. La barrera se levanta y nos deja pasar. Partimos con el escurridizo bulto de popelina a cuestas.

 

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Nuevamente en el salar –es de maรฑana– tendemos y tratamos de tensar la gran manta blanca sobre la alfombra de colores. El bermellรณn se adivina, por transparencia. A cuatro patas, Carlos, Scarlett, yo mismo, vamos siguiendo a tiento con marcadores indelebles los bordes de los polรญgonos de sal. Calcamos con aplicaciรณn el desierto.

Volvรญ de mi rรกpida excursiรณn a Tupiza con los mapas mรกs precisos que el Instituto Geogrรกfico Militar dispone del salar de Uyuni. Los mรกs detallados son a una escala de 1:50,000. A tal escala, cada cuadrado de 2 cm en el plano representa un kilรณmetro cuadrado de terreno. El mapa militar No. 61321 que describe 500 km2 de salar es, sin embargo, un mapa vano. Su rigurosa cuadrรญcula estรก total y absolutamente vacรญa: en el salar de Uyuni no hay nada. Ergo, nada se puede seรฑalar…

En una turbadora parรกbola intitulada “Del rigor en la ciencia”, Borges postula un remoto imperio cuyo acucioso Colegio de Cartรณgrafos levantara un mapa al tamaรฑo del imperio mismo y coincidente en todo punto con este.[1]

La tarde declina.

Cuadrilla de enfebrecidos topรณgrafos bajo la batuta de Scarlett, calcamos directamente del territorio un mapa en popelina. La escala es uno a uno. Sobre la tela blanca, cruzada de lรญneas que recuerdan el dibujo en los flancos de la jirafa, aparece el mapa de la pequeรฑa parcela del desierto que coincide puntualmente con ella. Tan vano a su manera como el de los cartรณgrafos militares, es, por el momento, el mapa mรกs preciso que existe.

Lo doblamos. A tres, nos viene en falta un par de manos. Lo metemos a un costal. Ya lo leerรกn e interpretarรกn los tejedores de alfombras, sin riesgo de perderse en el desierto.

 

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Cortaรบรฑas y candados, detergentes, sartenes, elรฉctrica lencerรญa, tinajas de plรกstico, plantas medicinales. Dos o tres veces por semana, en bulliciosas hileras paralelas, se alinean por la calle central de Uyuni –la avenida Potosรญ– los toldos y tenderetes de un mercado. Pelรญculas piratas, quesos frescos envueltos en hojas, cobijas sintรฉticas con soberbios tigres o enternecedores cachorritos, escobas, jeans, emparedados de pollo y chancho, controles remotos y piedras de afilar se disputan la atenciรณn del paseante.

“Aquรญ todo es caro”, protesta Carlos enardecido tras pagar en tres bolivianos la bolsita de champรบ que en las aceras de La Paz cuesta, si acaso, uno. Porque hasta el remoto Uyuni las cosas –guantes de hule, galleta surtida, flores de plรกstico, coca del Chapare– hay que hacerlas llegar. Y eso se paga.

Caminamos, a la zaga de Scarlett esquivando gente, rodeados por los sonidos rotos de las transacciones, por las mรบsicas distorsionadas en los altavoces. A izquierda y derecha hay sandรญas venidas de Los Yungas, siete variedades de papa, electrodomรฉsticos descaradamente chinos. “Bolivia entera es un mercado” es una frase que uno escucha a menudo. Y es verdad que en las calles se consigue de todo: un setenta por ciento de la boliviana es economรญa informal.

Tropezamos casi con un carrito de especias. Una chola rolliza con una guagua dormida a cuestas las vende a granel. Hay cucharones sepultos hasta la mitad en bolsas de ancha boca arremangada. Los polvos coloridos, materias todas de la tierra, tienen mรกs o menos los mismos tonos que eligiera Scarlett para pintar su parcela de desierto. La chola –un destello de oro en su sonrisa– nos vende 250 gramos de pimentรณn molido, otro tanto de ajรญ amarillo y de comino en polvo.

Al dรญa siguiente, en el salar, una prueba con un puรฑado de ajรญ se revela concluyente: ¡son esos y no otros los materiales que deben intervenir en la pieza! Nada de pintura de agua o de aceite, no, sino temible ajรญ, fragante canela molida, llamativo pimentรณn, cosquillosa pimienta negra, espolvoreados todos sobre la resplandeciente costra de sal… Una manera de devolver a la tierra lo que se ha sacado de ella. Una ofrendaUna challa  en polvo. Y una vez fijado el instante en la placa fotogrรกfica, el implacable viento del oeste, las lluvias (que este aรฑo tardan en llegar), irรกn borrando el tapiz de especias, deshilachรกndolo, esfuminรกndolo, condimentando las lejanas lindes del salar. La intuiciรณn en el mercado de Uyuni aporta a la pieza –de inmediato resulta claro– la pizca de sentido que parecรญa faltar.

Pero ya no estarรฉ allรญ para mirarlo. Debo retornar hacia la insulsa Europa.

Carlos guiarรก a Scarlett por el hormiguero del mercado de El Alto y en cosa de una semana estarรกn de vuelta en Uyuni –nueve horas de brincos y de polvo, algรบn cambio de llanta– con la camioneta cargada de apretados, aromรกticos bultos. ~



[1] “En aquel Imperio, el Arte de la Cartografรญa logrรณ tal Perfecciรณn que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartรณgrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenรญa el Tamaรฑo del Imperio y coincidรญa puntualmente con รฉl. Menos Adictas al Estudio de la Cartografรญa, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inรบtil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el Paรญs no hay otra reliquia de las Disciplinas Geogrรกficas”, Suรกrez Miranda, Viajes de varones prudentes, libro cuarto, cap. xlv, Lรฉrida, 1658 (“Del rigor en la ciencia”, Jorge Luis Borges).

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(ciudad de Mรฉxico, 1970) es escritor y cineasta. Publicรณ el libro Evocaciรณn de Matthias Stimmberg (Heliรณpolis) en 1995, traducido al francรฉs y reeditado por Interzona en 2007.


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