Ilustración: Manuel Monroy

En las lindes de Europa

Los bosques europeos han sido tan intervenidos por el ser humano que ya son más cultura que selva. El autor de esta crónica se adentra en uno salvaje, más parecido a un bosque mítico que a uno real, y se topa con la modesta y prodigiosa naturaleza. 
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a Chantal Steinberg

Nos queda más que claro: el hosco carpintero que construyó los severos camastros del refugio de cazadores de Gruzki no los pensó para que uno se pasara el día tumbado.

De pie a las brumosas cinco de la mañana en vano afán de sorprender, bajo un cielo violeta y en un claro de hierba perlada de rocío, el desayuno de los jabalíes, habíamos luego pedaleado a Guszczewina y de allí a Narewka y a Janowo. Un amplio rodeo verificado de trecho en trecho, las sienes pulsando, por un indeciso dedo índice sobre las líneas de un mapa (escala 1:50,000) del Puszcza Białowieża.

El rodeo nos permitía burlar –sacarle la vuelta– al intratable reglamento de la Dirección de Bosques y entrar libremente, sin guía, a la “Reserva estricta”, mundo primordial de verdes silencios, bosque lleno de sombrío y húmedo misterio, como los que de niños recorrimos, temerosos, de mano de los hermanos Grimm.

Acaso no esté de más precisar, breve y esquemáticamente, que el área natural protegida de Białowieża, a caballo entre Polonia y Bielorrusia, es el único y último trozo restante de bosque primigenio europeo. Oscuras, venturosas razones de geopolítica medieval le permitieron atravesar los siglos intocada por el hacha y la sierra. El proteccionismo zarista haría de ella, harto más tarde, un coto de caza real: incluso en épocas de hambruna abatir furtivamente un ciervo se pagaba con la vida. Sufrió, sí, en las grandes, trágicas guerras del siglo XX. Y ya luego, concluidos los tomas y dacas tras la cortina de hierro, fungió como zona amortiguadora. Hoy el celo ecologista la mantiene a salvo de la depredación humana –encarnada también mínimamente (no está de más dejar las cosas claras) en turistas ofuscados, como nosotros, por un exceso de entusiasmo.

Abandonamos entre abetos, apoyadas en un tronco a veinte pasos del camino, las sólidas bicicletas polacas. Visibles, para hallarlas al volver. La reserva estricta de Białowieża es hoy un bosque sagrado. Un bosque en el que no penetran los hombres. Solo los iniciados; es decir, los investigadores acreditados. Carecemos de cartas cabales, por lo cual, antes de entrar, juntamos en el suelo una gran flor radial de piñas escamosas, ramitas de abedul y ciruelas salvajes: nuestra ofrenda a los dioses del bosque.

Y entramos a pie. Tomados, como Hansel y Gretel, de la mano.

El olor. El fresco olor a humus. La quietud. ¡Y los verdes! ¡Las vivificantes gamas de los verdes!

Avanzamos adivinando una senda de lo más perdidiza. El terreno, extensión septentrional de la llanura polaca, siempre a nivel. De apartarse Matiana a la rápida exploración al pie de un roble de alguna madriguera, la aguardo yo en un sendero apenas distinguible. ¿Los animales? Salvo la babosa y su lenta estela de plata, se esconden todos. Nos adentramos, sin cruzar presencia humana, en el umbrío corazón del bosque.

Un bosque explotado –y en Europa siempre lo son– es como un jardín de infantes: los árboles de cada sector tienen la misma edad y, por ende, el mismo diámetro, la misma altura, un espaciamiento regular. Uno cree ver natura donde todo es cultura. No así en el Puszcza Białowieża. El bosque primordial no se parece a un bosque: remite a la imagen mítica del bosque. Diríase, de primera impresión, un paisaje recién castigado por la tempestad: árboles desgajados, ramas por tierra, troncos inclinados cuya caída se ha visto postergada por objeción de los ramajes vecinos. La lógica pone orden entre los sentidos y la mente se desengaña: los troncos en todos los ángulos posibles, y los yacientes que hay que saltar de trecho en trecho, se descomponen bajo una mullida alfombra de musgo. Llevan seis, siete décadas en el pausado y arduo trance de pudrirse.

Rechina en algún punto una puerta embrujada. Difícil estimar la dirección del crujido, su distancia. Uno se detiene y constata, al barrer con la vista el enmarañado mundo inmóvil, que el silencio se ha tornado más denso. Aquí y allá el polen ejecuta su danza, suspendido en una áurea columna de luz.

Aquí y allá un sabio y paciente titán, de torturada corteza y vigorosas ramas, alza regio su copa, casi que solo. Las cervicales se comprimen en la nuca; ni así divisamos dónde culmina, en alturas sucesivas de hojas a trasluz, el olmo tres veces centenario. Contemporáneo de Pedro el Grande, pero también de El capital y del Apolo 8, un arbolón así es todo un ecosistema.

Cuando han cumplido su ciclo vital, los árboles de Białowieża gozan de un raro privilegio. Morirse de viejos. No soy el más riguroso con las cifras. Me sirvo ahora de una no por cuantificar nada sino para suscitar una imagen mental: si un bosque explotado alberga dos metros cúbicos de madera muerta por hectárea, en el bosque intocado de Białowieża el volumen cúbico de metros escala a cien.

Aunque pronunciar muerta a la madera es, en Białowieża, una falta de tacto… Cada árbol caído alberga o alimenta a fascinantes seres que nos confrontan desde la más radical alteridad. Deslumbrados por los mundos yuxtapuestos de los hongos, los líquenes, los musgos, avanzamos de un tocón hueco a un tronco yaciente y esponjoso, maravillados por las orejas en repisa de los poliporáceos, por el amorfo mixomiceto, por un siniestro manojo de deditos de viuda. Nuestra marcha en la húmeda hojarasca desperdiga un brincar de ranitas que solo se revelan en el súbito arco de su salto.

Dos categorías, leí en algún lado, bastan para clasificar a todos y cada uno de los hombres: se es o bien platónico o bien aristotélico. Otra radical alternativa de clasificación binaria se me ocurre: o se es micófilo o micófobo. El mundo de los hongos no admite medias tintas. Fascina o repele.

Como aristotélicos y micófilos que somos, Matiana y yo buscamos el saber contemplativo (episteme theoretiké) en la experiencia sensible: sentados sobre un tronco tapizado de verde musgo compartimos, a tímidos mordiscos, una seta de tallo y laminillas inmaculadamente blancos. Es una seta joven y esbelta, de palidez fin de siècle; su elegante sombrero perfectamente horizontal ornado con tres límpidas gotas.

Carne terrosa y húmeda. Carne de esponjosos dioses.

Masticar setas crudas en el bosque siempre altera un poco el pulso, sobre todo sin el manual en el bolsillo…

La intención tras nuestra afanosa marcha es observar al bisonte en libertad.

Miope y majestuoso, el bisonte europeo –Bison bonasus (Linnæus, 1758)– alcanza la misma altura a la cruz que su primo el Bison bison o bisonte americano: un metro noventa. Fue reintroducido a la vida silvestre en 1929 a partir de ejemplares en cautiverio provenientes de diversos zoológicos del continente, pues los soldados, famélicos, de la Primera Guerra cazaron y devoraron al último bisonte salvaje. A diferencia de su pariente del Nuevo Mundo, animal de las grandes praderas, el bisonte europeo vive en bosques espesos. Espesos, lo que se dice espesos, no le quedan ya muchos y es entre los robles centenarios de Białowieża donde prefiere guarecerse.

El mapa no mentía. Al emerger del bosque hacia la luz y el calor divisamos nuestro punto de destino: Kosy Most, una espartana plataforma de observación a un metro treinta sobre el nivel del suelo, de planta cuadrada y techo en cuatro pendientes. El quiosco da, por dos lados, hacia el bosque bajo y, por los dos restantes, hacia una marisma con pastos altos y una tupida cortina de juncos. Tras ellos, escondido, el desganado río Narew. Los animales del bosque acuden a beber en sus aguas dos veces al día, lo cual justifica la presencia de la rústica estructura: un balcon en forêt.

La lengua inglesa distingue con mayor convicción que el castellano, al diferenciar los peldaños de una escalera, entre steps y rungs. Subimos cuatro, cinco empinados rungs, que solo a un bípedo facilitan trepar. Bancas en tres flancos del quiosco, chaparros antepechos de tablas. Los maderos, resecos, se han tornado ya grises. Nadie parece haber venido de visita en un largo tiempo, aunque es verdad que las arañas tienden con insospechada rapidez sus hilos impalpables.

Escrutamos el paisaje, enmarcado como en cinemascope. Una vez más, los huraños bisontes refulgen por su ausencia…

Sobre los bastos tablones del piso hay tres estrellas irregulares y varios pequeños amasijos de oscuro fieltro: un Tàpies, en blanco sobre gris.

Un vistazo al techo esclarece las cosas de inmediato: cada salpicadura estrellada queda, en hilo de plomada, justo bajo un travesaño. Los blancuzcos astros de ácido úrico, deyecciones de un ave de presa; las grisáceas madejas ovales –me perdonarán que pavonee una palabra dominguera–, sus egagrópilas.

Sesenta millones de años atrás, una secuencia de genes se desactiva de pronto y las aves pierden los dientes que les legaran sus ancestros los saurios. No pueden, los pájaros, moler sus alimentos antes de tragarlos. Las aves rapaces desgarran apenas a sus presas con el pico para tragárselas enteras. Tras cada alimento, sus musculosas mollejas regurgitan en una pelote de réjection las materias no digestibles: pelos, huesos, dientes.

Del griego antiguo por vía del latín científico, la dominguera egagrópila se desmenuza en aigos (cabra) + agros (campo) –cabra salvaje– y pilos (lana, fieltro –en latín pilus, pelo). Y desmenuzar una egagrópila permite identificar, a partir de la dieta, a la rapaz en cuestión.

Matiana se sienta en una de las bancas. Se saca la mochila. Bebe un trago de agua.

Yo me acuclillo a escrutar los trazos de Tàpies en el ácido úrico.

–Mira, ten –me dice Matiana mientras hace girar a contraluz, entre pulgar e índice, una pluma jaspeada–. Estaba aquí. Colgada en la telaraña…

Me la tiende.

Me acerco y atrapo la pluma por el cálamo.

Una pluma pequeña, de perfil asimétrico. De ala, deduzco. Su estandarte, beige, va entreveteado en diagonal de negro. Algo de blanco raya las barbas inferiores.

La pruebo con una caricia en la mejilla de mi amada. Matiana sonríe. La pluma le desciende por el cuello. Cuando le ataca la clavícula, repele el dulce cosquilleo.

¿Una pluma de búho?

El plumaje de un búho es reputado por su suavidad. No es, su dulzura, sin porqué: suavidad rima con silencio. Ave de presa, el búho caza de noche y su vuelo debe pasar inadvertido. Cae del negro cielo, súbito y certero, un letal mazazo de silenciosas plumas concentrado en ocho garras de acero.

Fatigada tras seis o siete horas de trajín silvestre, Matiana se tiende de costado en la banca, a cortejar la siesta.

¿Asio otus (Linnæus, 1758)? Me acuclillo nuevamente ante la tríada de estrellas en el suelo y me pongo a deshacer egagrópilas. Son secas, sanas, inodoras. Procuran a la palma de la mano una agradable sensación de ingravidez. En la ganga opaca se adivinan, atrapadas, las órbitas gemelas de un cráneo de roedor.

Las egagrópilas de un ave nocturna arrojan esqueletos completamente desarticulados, pero casi completos. Dada la simetría bilateral que nos caracteriza a los vertebrados, los huesecillos van por pares, y de ahí deriva, en gran parte, el encanto del juego: ir ganando a lo amorfo invertidas parejas de femurcillos, de húmeros, la otra media quijada.

A un costado me arrulla el tenue compás de quien respira y duerme. Lo demás es silencio.

El trabajo –extraer huesos diminutos de un compacto amasijo de pelusa– exige una minuciosidad de miope y la paciente y precisa concentración del relojero: un incisivo de musaraña es casi tan grande como una cabeza de alfiler.

Silencio, denso silencio. Sol casi a plomo. Quieto el tupido juncal.

Cada pequeño hallazgo lo hala a uno hacia adelante. Se pierde noción del tiempo, consciencia del entorno. Solo una punzada de tortícolis, un entumecimiento en las corvas, me recuerdan que estoy ahí y entonces, acuclillado en un quiosco en las lindes del bosque primordial en el voivodato de Podlaquia. En los confines de Europa.

Súbito susurro de plantas.

Levanto la vista.

Algunos pastos altos se agitan furiosamente sin que sople la brisa. Ni una hoja se mueve en árboles y arbustos. Algo, y grande, hay entre los matorrales. A siete, ocho metros.

–¡Psssst, Matiana…! ¡Matiana! ¡Despierta! –digo por lo bajo, agazapado.

–¿Mmmmmh?

–¡Shhhhh…! Ahí hay algo. No nos ha visto…

–Mmmmhm –replica amodorrada, sin abrir los ojos.

Entre los pastos se asoma un par de orejas. Grises, ovales y erectas, de lo más expresivas. Y enseguida un largo hocico afilado. Dos orejas más, un segundo hocico olisqueando el mediodía. Dos lomos grises. Son dos… como perros inmensos, pero mucho más fuertes e imponentes que un simple perro, más robustos, como más salvaj…

–Matiana, ¡son lobos!

Matiana se pone en pie como un resorte.

El primer lobo detecta su brinco y tensa bajo el pelaje todos sus músculos. Nos mira erguido, alerta, con una intensa mirada toda en ámbar del Báltico. En décimas de segundo, tan fugaces como eternas, realiza su cálculo instintivo: Homo lupo lupus est. Con la más tersa fluidez se da la media vuelta y, sereno, de dos saltos se aleja. Su hembra lo sigue, dejando atrás como único rastro un doblarse de pastos, un ligero temblor en las blancas umbelas de cicuta.

Y un par de corazones palpitando encabritados.

Matiana y yo nos volvemos a mirarnos, incrédulos y febriles, primero atónitos y de inmediato buscando, abrazados, una recíproca validación verbal:

–¿Los viste? ¿¿¿Los viste???

Tras la maleza inmóvil, el sombrío rostro del bosque.

Olvidados quedan los lanudos bisontes, los impuntuales, tozudos jabalíes. ¡Lobos en libertad!

¡Lobos!

Perros primordiales que jamás venderían su inclemente dignidad salvaje por un poco de calor, un tazón de croquetas, el chillón muñeco de hule. Algo en mí habría querido seguirlos (de tener cuarenta años menos, me iría a vivir con ellos como esos niños salvajes de quienes tanto he leído). O, al menos, bajar a indagar en la maleza, a diez pasos, en busca de huellas en el lodo.

Teníamos la certeza de que se habían marchado. No obstante, una cautela atávica nos retuvo: el lobo tiene su reputación feral que mantener.

Volvimos por el bosque armando alharaca, mirando a menudo por encima del hombro, Matiana cantando a tope: “Promenons-nous dans les bois / pendant que le loup n’y est pas. / Si le loup y était / il nous mangerait, / mais comme il n’y est pas / il nous mangera pas…” Obviaba empero –no fuera a ser– la escalofriante parte en que la cantilena interpela directamente al lobo.

¿Que qué pruebas puedo presentar de haberme topado al lobo feroz?

Ninguna, no, pruebas no tengo: nos vimos frente a frente apenas un instante, el tiempo de leer en sus ojos la ambarina pureza de lo indomable. No sé qué verdad triste leyera él en los míos.

Solo puedo ofrecer evidencias circunstanciales: el dócil jaspeado de una pluma de búho, un montoncito frágil de diminutos fémures, fíbulas y escápulas, y, para la cóncava lupa del perito, cinco molares de musaraña, lirón o ratón del campo. Creer al escritorzuelo mentiroso que ahora escribe ¡lobo! exige, me temo, un acto de fe. ~

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(ciudad de México, 1970) es escritor y cineasta. Publicó el libro Evocación de Matthias Stimmberg (Heliópolis) en 1995, traducido al francés y reeditado por Interzona en 2007.


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