En El retorno de los chamanes (Península, 2015), el politólogo Víctor Lapuente (Chalamera, 1971) analiza el ascenso de una retórica populista y maniquea en los últimos años. Frente a las declaraciones grandilocuentes y las explicaciones simples de problemas complejos, Lapuente, profesor del Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, defiende el incrementalismo, la experimentación y la impureza ideológica.
En El retorno de los chamanes señala que, aunque estén en lugares distintos del espectro ideológico, los partidos populistas europeos coinciden en algunas características: una idea parecida del poder, el patriotismo, una cierta retórica, la creencia en un Estado fuerte.
Existen diferencias entre izquierda y derecha, pero hay otra dimensión que los une. Tiene que ver con la globalización, la eurofobia y el euroescepticismo. Pretenden cerrarse a la gobalización, que para ellos presenta una amenaza exterior. Un ejemplo revelador es la buena consideración de la que goza Putin no solo en partidos de derecha sino también en fuerzas de izquierda, a pesar de que no sea un ejemplo de respeto a los derechos humanos. Encaja con una visión de la política de Dios Pantocrátor, con la idea de un gobierno que juzgue y castigue a los culpables.
Muchos de esos partidos comparten un componente nacionalista.
La encarnación más común del chamanismo es el nacionalismo. En tiempos de crisis e incertidumbre, el mensaje nacionalista es ideal. Identificamos a un enemigo fuera de la tribu que es el culpable de nuestros males y ofrecemos una solución sencilla: cerrar las fronteras, recogernos en nosotros mismos.
Defiende la importancia de una política pequeña y cambios incrementales, frente a la búsqueda de grandes transformaciones sociales, y dice que no hay que esperar demasiado de la política.
Llevo muchos años estudiando los países nórdicos. A veces se habla de la diferencia entre los países anglosajones, muy partidarios del mercado, y otros modelos más estatistas. Pero la separación no funciona necesariamente de ese modo. Los países nórdicos adoptaron una peligrosa deriva estatista que casi los llevó al colapso: es lo que ocurrió en Suecia en los años setenta. Pero después no apostaron por las grandes transformaciones sino por una política más pequeña. Han encontrado respuestas a problemas con políticas que son muy igualitarias, aunque no buscaban serlo de forma directa. La igualdad es como el amor: si la buscas no la encuentras. Si sigues el espíritu de Robin Hood, como los demócratas estadounidenses, y solo quieres sacarles el dinero a los ricos, no consigues integrar a las clases medias altas en el Estado. No tienen la sensación de que es una empresa común sino una máquina para quitarles impuestos. Ven el Estado como un juego de suma cero. Esto ocurre si enmarcas el debate como una lucha de grupos sociales. Si ves el Estado como una aseguradora que resuelve los problemas, es mucho más fácil integrarse. “Sí, sé que usted querría una sanidad privada, pero veamos qué ocurre en Estados Unidos. Resulta no solo más equitativo sino más eficiente para una sociedad que la sanidad sea pública.” Creo que de esta manera es más fácil progresar, dejando de lado las grandes etiquetas y centrándose en las reformas concretas.
¿Cuál es el papel de la ideología?
Muy importante. En un país que practique una política pequeña, un cambio de gobierno de derecha a izquierda significa que la presión fiscal y por tanto los servicios sociales pueden subir un 2, 3, 4%. Se trata de que haya pequeños cambios pero que sean constantes: de ese modo, la ideología puede avanzar. En cambio, en otros lugares, se anuncian a bombo y platillo grandes reformas. Se dice: un 30% del pib en gasto público no es suficiente, tenemos que tener un gasto público del 50 o 60%. Es frecuente que acabes teniendo grandes discusiones teóricas, ideológicas, de las que nada sale. En Italia y en Grecia han cambiado los partidos en el poder, pero muchas políticas siguen siendo las mismas en el ámbito municipal o en el mercado laboral. La ideología importa, pero si la acotamos a una esfera muy particular que podría ser la que planteo en el libro: en qué gastamos el dinero, no quién presenta el telediario. La frase que se utilizaba para denigrar a algunos candidatos laboristas en las recientes elecciones primarias en el Reino Unido era decir que eran partidarios del whatever works: de lo que funcione. A mí me parece un enfoque sensato. Puedes hacer cambios ideológicamente sustantivos si no intentas que la ideología lo permee todo. Porque, en ese caso, la ideología contamina el conjunto y al final no se transforma en política, sino en grandes discusiones, declaraciones y frustraciones, y a veces en una reacción en sentido contrario.
El retorno de los chamanes tiene algo de metalibro: está lleno de relatos y ejemplos, de parábolas. Uno de los asuntos que aborda es la importancia de la retórica y de los intelectuales y los mediadores.
Hay quien piensa que la ciencia social es una danza con modelos y ecuaciones matemáticas, pero a veces es necesario hacer ejercicios detectivescos, de indagación, de introspección. Es fundamental el papel de los intelectuales. No tenemos un laboratorio que nos permita saber qué habría pasado en la historia de un país como España si los intelectuales –y habría que definir intelectual– hubieran sido distintos. Pero los momentos en los que la política se chamaniza o se vuelve muy ideológica, en los que se niega la evidencia, son los momentos en los que el debate está condicionado por analistas muy generalistas, que producen grandes frases como “la austeridad es el equivalente de la limpieza étnica”, “la tentación neoliberal”, que no sé qué es. Si pensamos en el periodo de entreguerras, es evidente que España tenía muchos problemas, aunque iba mejorando. El sufragio universal llegó antes a España que a Suecia. Progresaba como muchos países, dando palos de ciego. En España los intelectuales, un poco como en Alemania, empezaron a buscar situaciones maximalistas. Eso abona el terreno para que llegue un chamán. Se dedicaron a excitar los ánimos en vez de calmarlos, que es lo que debería ser su función. Esta idea es un esbozo. Todos los conceptos del libro están basados en autores. La reflexión sobre los intelectuales tiene un carácter algo más personal, y está vinculada a otros trabajos que he hecho con Benito Arruñada. Falta investigación sobre el tema. Deirdre McCloskey tiene cosas interesantes sobre este asunto, pero todavía queda mucho por hacer.
Esas políticas concretas y pragmáticas presentan la dificultad de convencer a la propia tribu: puede verlas como una traición.
Lo vemos ahora con el caso del laborismo británico. Los candidatos que dijeron whatever works fracasaron. No consiguieron convencer a los suyos, a los fieles. Frente a ellos, Corbyn, que combinaba medios y fines, venció. En muchas ocasiones ocurre eso. También depende del líder: un político como Tony Blair puede exponer los argumentos de manera convincente. Cuando yo estudiaba en Inglaterra, estaba en contra de la subida de las tasas universitarias. Lo oí y cambié de opinión. Me convenció de que era mucho más redistributivo, más justo socialmente, porque en realidad si no toda la sociedad está pagando a quienes van a la universidad, que son las clases medias y altas, y de que esa medida se puede compensar con becas… Hay gente, como Blair o Brown, capaz de convencer, y también los votantes son más sofisticados.
Es un problema frecuente en las primarias.
Hay un peligro en la extensión de las primarias. Favorecen que surjan pequeños chamanes de buena oratoria capaces de convencer a los suyos con un discurso muy cerrado. No quiero decir que las primarias provoquen polarización o radicalización. Pero desde luego tampoco lo contrario. Es un debate en el que hay que tener mucha cautela. Conviene ver a quién acabas favoreciendo, si beneficias a gente del aparato. Tiene que ver con un abuso del ideal democrático. Con esto no quiero decir que esté en contra de la democracia: al contrario, estoy muy a favor de la democracia. Pero eso no significa que haya que votarlo todo todo el tiempo.
Advierte de la necesidad de distinguir entre fines y medios, pero a veces no están claramente delimitados.
Por supuesto. A veces es muy difícil distinguir, pero nuestro ejercicio es precisamente ese.
Uno de los temas sobre los que más ha trabajado es la política municipal y la corrupción.
Cuando llegué a Suecia estudié la reforma municipal. Antes de la reordenación del mapa, había bastante corrupción. Salió un argumento parecido al de España: eliminar municipios tiene un coste sobre la identidad local, la democracia local… Se hizo un estudio que evaluaba la calidad de la representación democrática antes y después del cambio. Se descubrió que aumentaba la correlación entre las posiciones ideológicas predominantes en el electorado y los alcaldes o concejales que los habían gobernado. Antes no había una gran democracia, sino caciques locales: existían pequeños municipios que ayudaban a los notables locales, a que los servicios lleguen de manera más personalista. Era una estructura donde tener un alcalde que “se sabía mover” marcaba la diferencia. Otro ejemplo sería el de Alemania oriental y occidental. En Occidente unificaron los municipios, mientras que al régimen de Alemania oriental le venía bien tener pequeños municipios. Esto no significa que haya que cambiarlo siempre, pero en España llevamos oyendo hablar de amalgamar los municipios toda la vida y aún no se ha hecho.
A veces, para combatir la corrupción surge la tentación de poner muchas normas.
Tácito ya decía que un país corrupto tiene muchas leyes. Hay investigaciones que apoyan esa visión. Unas regulaciones relativamente pequeñas y sencillas son más eficaces. Por ejemplo, se habla mucho del cohecho impropio o propio, de si un regalo lo es o no. Al compararlo con Suecia, veo que, aunque depende de la institución, en la universidad no puedes recibir un regalo de más de treinta euros. Es una regla muy sencilla. Lo mismo ocurre con la transparencia. Hemos creado unas regulaciones, comisiones, funcionarios que ponen información en internet, toda una maquinaria burocrática. Son más efectivas las regulaciones sencillas, cortas y basadas en la evidencia. Un exceso de regulaciones favorece a los que saben cómo saltárselas. Cuantas más regulaciones hay, más favorecemos a empresas creadas para esquivarlas, que son las empresas que han fichado a los altos funcionarios que diseñaron las normas. Esto no quiere decir que yo esté en contra de la regulación: hay cosas que se deben regular.
Señala la importancia de una administración independiente. Y también que en otros países los funcionarios están sujetos a la misma legislación laboral que los otros trabajadores.
Una tendencia general en los países de Estado de bienestar más avanzado es la igualación entre los trabajadores del sector público y el sector privado, obviamente manteniendo garantías contra el nepotismo. Para eso no son necesarios los exámenes tan memorísticos y rígidos que hay en España, que a menudo no tienen mucho que ver con el trabajo que el funcionario debe hacer. Un Estado de bienestar se sostiene sobre una aceptación tácita. No les puedes pedir a los trabajadores del sector privado que paguen impuestos para que luego otra gente que no está sometida a la presión del mercado tenga una serie de privilegios. Hay que evitar la fractura entre trabajadores públicos y privados que existe en países como Italia o en América Latina. Habría que buscar que todo el mundo tenga condiciones parecidas.
Siempre se dice que la crisis es un momento idóneo para la reforma. Aquí ha habido una ventana de oportunidad, pero no parece que se haya aprovechado.
Existía una oportunidad para la reforma pero también para el pensamiento y “parlamentariado” chamanista. En la crisis, se creen más las teorías conspiranoicas y las historias causales simples: que Alemania nos quiere colonizar, como dice Podemos. La crisis de los ochenta en Dinamarca trajo la flexibilidad. Suecia tomó una serie de medidas que se tacharon de neoliberales pero que han consolidado el Estado de bienestar. Si la discusión en esos momentos hubiera sido “copago quiere decir neoliberalismo y cortar el Estado de bienestar”, quizá yo me habría opuesto. Es diferente si te lo planteas diciendo: para que el Estado de bienestar sea sostenible a medio plazo, a corto plazo hay que tomar una serie de medidas. Si queremos tratar casos graves, más caros, si queremos curar ese tipo de enfermedades, hay que tomar algunas decisiones. Ese tipo de razonamiento más empírico, más de costes y beneficios (que evidentemente aquí simplifico mucho), se debe plantear de manera que el ciudadano lo entienda. En España ha habido algunas reformas, impuestas desde fuera, pero en seguida se añadía la etiqueta de la austeridad, del recorte… Mientras España estaba en crisis, en Dinamarca, en circunstancias menos graves, se produjo una reducción del número de municipios, de trescientos a cien. Es decir, ha habido una oleada de reformas en algunos países.
¿Qué medidas funcionarían para despolitizar la administración?
Reestructurar el mapa municipal y confiar más en los profesionales, a través de figuras como los gestores públicos. Una medida muy similar sería empoderar más a los interventores. Las dos cosas pueden ir juntas, podría ser la base. Deberían reforzar más su independencia, tener más competencias gerenciales, no solo legalistas. España en su adolescencia democrática quería politizar y democratizar todo. Hay margen de maniobra para despolitizar la administración. Los cambios de gobierno todavía producen grandes cambios de estructura y de personal.
Analiza los países escandinavos y su condición de doble mito: para los partidarios del estatismo y para los partidarios del liberalismo. A veces sorprende la fuerza del populismo de extrema derecha en países con Estados de bienestar sólidos y que parecen haber asumido bien la globalización.
La visión optimista es que la segunda generación se integra mejor en esos países que en otros. Una escuela pública decente desde los cero años ayuda a la integración. Frente a esto hay una visión pesimista y los datos muestran que los partidos están rozando el 20%, como los demócratas suecos. Es un momento para preocuparse. El politólogo José Fernández-Albertos ha dicho que, como en estos países el Estado de bienestar es más universalista, en ellos los extranjeros tienen el acceso más fácil. El Estado de bienestar en España o Italia favorece al insider, al hombre mayor o pensionista, con trabajo indefinido, nacional… Quizá se sienten menos amenazados porque, digamos, los extranjeros no se benefician de jubilaciones a los cincuenta años. En un Estado de bienestar más universalista se puede producir este problema. En todo caso, esto demuestra tristemente una de las ideas fundamentales del libro: que ni los suecos ni nadie son especiales; tienen muchísimos problemas, han tenido un pasado horrible y han cometido graves errores. No tienen nada que los libre de chamanes. Pero también eso tiene un cierto mensaje de optimismo. Es una de las ideas del libro: España tampoco es un país condenado a que todo acabe mal y a lo inevitable y lo trágico.
Ha habido una profusión de soluciones mágicas. Pero también parece que los medios y los ciudadanos han exigido una manera de hablar de política más sofisticada y rigurosa que antes.
Veo las dos cosas, con cierta ambivalencia. Por un lado hay análisis muy serios, se pide a los políticos que sean concretos, y por otro se ha extendido la visión de los chamanes. No sé cuál de las dos tendencias se acabará imponiendo. No sé si cristalizarán o no. Ahora la situación econonómica es un poco mejor: no sé qué habría ocurrido si hubiéramos confirmado la dinámica de 2012, o qué pasaría si el paro volviera a dispararse, si creciera el número de hogares sin ingresos. Me preocupa que se produzca una fractura entre aquellos a quienes les va bien y otros más perjudicados que recurran a este nuevo chamanismo. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).