“Recuérdalo bien”, escribe Cristóbal Serra, “quien se aferra a la fama, suele morir infame”. No será su caso. A pesar de que ha recibido reiterados elogios por parte de escritores insignes como Octavio Paz, Juan Perucho, Juan Larrea, José Bergamín o Pere Gimferrer (que en 1985 lo incluyó en su versión de Los raros), el autor mallorquín vive aislado no solo geográficamente.
En su obra adquiere un papel fundamental la ironía que inspira al mundo y sus escrituras. La figura de Serra plantea una paradoja: siempre se le ha considerado un raro, cuando no ha sido esta su intención. Evita las extravagancias porque suficiente tiene con centrarse en la literatura. Y ese recogimiento, la sencillez que debería ser propia de cualquiera que se dedique a las letras, es lo que extrañamente lo convierte en alguien inusual, hasta cierto punto un “olvidado”.
De algún modo podría identificarse con Jonás, que, cuando se vio llamado a ser profeta en Nínive, y contra el mandato de Dios, huyó en dirección a Tarsis. Una tempestad hizo que se sacrificara pidiendo que lo lanzaran al mar para calmar la furia divina. Así fue como los marineros se volvieron creyentes. Aquella tormenta frenó la marcha de Jonás y le obligó a misionar entre paganos, en contra de su voluntad.
“La palabra profeta significa ‘uno que se desgañita’ por dar a conocer verdades espirituales”, explicaba Serra durante su discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universitat de les Illes Balears, en 2006.
El profeta, en primer lugar, es un hombre religioso y, en segundo lugar, es un científico dotado para predecir o adivinar los acontecimientos. Le califico de científico porque, rigurosamente hablando, sus atisbos no guardan relación alguna con la religión, pero sí sus denuncias. La profecía es pues una especie de apropiación de la historia, es comparable a la previsión de un boletín meteorológico.
Y no hay que confundir la religión con la moral, ni a los místicos con los santurrones.
Añadía también: “Si he escrito tantísimas invenciones quiméricas es porque he creído que, en materia de comunicación, un artista no se mide por el éxito, por la difusión material de su obra. En cambio, he creído que los solitarios, los aislados, son los más auténticos comunicantes.”
Cual eremita urbano, Serra apenas sale de su céntrico piso en Palma. A veces recibe visitas (no siempre tangibles, y no me refiero a las musas) y durante sus conversaciones, rebosantes de cultura, se ríe igual que un niño, con esa picardía que también aparece en sus libros. No le gusta la charlatanería literaria, mucho menos el peloteo que precede en ciertos ámbitos al reconocimiento. Citando a Emanuel Swedenborg –“que fue tan científico como visionario”–, recuerda que ya dijo que “los eruditos saben mucho menos que los simples”. A sus casi noventa años, Serra lee y escribe para sí. “Prefiero filosofar por mi cuenta a que otro me psicoanalice.” Lejos de quienes consideran que no les queda nada por aprender, él es un sabio todavía capaz de ilusionarse y de la carcajada.
“Tengo escrito en mi parca ‘autobiografía’ que soy de los que, por su timidez, han sido antes traductores que escritores. En mi caso, el primer libro que publiqué no fue creación personal, sino la versión del Librito del Tao. Atrevida empresa porque jamás supe chino. A partir de entonces, he escrito siempre como un hombre común y no como un hombre de letras profesional”, cuenta.
Hace unos años se comercializó una camiseta con la caricatura que el historietista Álex Fito hizo de Cristóbal Serra. A su alrededor, los epítetos que la crítica le ha atribuido: micrólogo, asnomaníaco, serpentino, ermitaño, lacedemónico. Mientras que él no sale de casa, la gente lleva por la calle su rostro estampado en la ropa, convirtiéndolo en un icono pop para minorías.
Creador de las Nótulas –a las que también llamó cuchicheos, volatines, ventoleras, guiños o borrones–, halla en el aforismo la extensión perfecta. “La gran inteligencia es sintetizadora y la pequeña inteligencia es discriminadora”, escribe. Y también: “Cuando la Quimera tiene su nombre, deja de ser quimérica”, “La música del rebuzno carece de contrapunto”, “La muerte es la hiedra de los huesos”. En 2002, Tusquets publicó sus Efigies, en las que Serra busca la “sabiduría mínima” y elige a veintiséis autores con quienes comparte semblanzas. Carlos Edmundo de Ory, Heráclito de Éfeso, Ramon Llull, Juan Ramón Jiménez o Chesterton forman parte de una selección en la que la filosofía y la poesía –y tal vez sí, cierta peculiaridad– convergen.
Como cuenta Basilio Baltasar en la introducción de Ars Quimérica (donde la desaparecida editorial Bitzoc recogió la obra casi completa de Serra), tres sucesos le convirtieron en lo que es. Por una parte, las secuelas de la Guerra Civil. Por otra, la enfermedad que lo recluyó en su casa del Puerto de Andratx, cuando el Mediterráneo aún era sinónimo de mar y de brisa, y no de turismo, hoteles y apartamentos en la playa. En el aire, flota esa sal mallorquina con la que sazonaría su creación. Allí, anclado en la bahía, descubrió el velero de la acuarelista inglesa y exquisita madame Flower, cuya biblioteca saciaría su curiosidad adolescente y le abriría esos caminos literarios que Serra ha recorrido también como profesor y traductor.
Biblioteca Parva es un homenaje a sus maestros invisibles. La ocultación de William Blake, Léon Bloy, las visiones de A. K. Emmerick o el diario íntimo de Joubert –la experiencia interior– se complementan con la literatura profética, especialmente del Libro de Jonás, víctima de esa ironía que, según Serra, se trasluce también en la figura de Jesús.
Dice:
Me sedujo siempre el Evangelio, porque Jesús predica, pero no nos da nunca una conferencia para agotar el tema. Queda todo un poco péndulo. Usa la paradoja, el proverbio, la hipérbole; esgrime la ironía (como dije), dejando caer más de una pulla.
Si calibramos su enseñanza, vemos que esta no va dirigida solo al intelecto, no puede ser explotada dialécticamente. Como maestro, es el más huidizo de los docentes.
Lao Tse es un pícaro; Chang Tse, un humorista. Escribe: “El más internacional de los pueblos –el judío– es asimismo el más pueblerino.” Jonathan Swift, Melville y Michaux –y cómo no, la Odisea, la Divina Comedia y el Quijote– lo acompañan de algún modo a lo largo de su Viaje a Cotiledonia, adonde regresaría con Retorno a Cotiledonia, un lugar imaginario que a menudo nos resulta familiar, habitado por furios, bilibús, oniritas, zafacocas y marimondinos. Advierte en el prefacio: “En previsión de posibles malentendidos, aseguro una vez más que he sido huésped de Cotiledonia por espacio de varios años y que allí contraje el mal hábito de dar importancia a las naderías de aquella civilización.” Y en otra ocasión: “La inverosimilitud, que hace posible una narración un tanto fantástica e inofensiva, esconde siempre segundas intenciones.”
Ejemplo de ello se encuentra en las Fábulas de La Fontaine o el Disparatario de Lear, también hitos del universo de Serra, quien ha escrito sus conversaciones imaginaras con Bernard Shaw y Léon Bloy.
Puedo decir que, en mis creaciones literarias, me he dejado guiar por el Vidente de Patmos y el manifiesto de Kandinsky, que aconseja: “el artista debe ser ciego a las formas ‘reconocidas’ o no ‘reconocidas’, sordo a las enseñanzas y los deseos de su tiempo”. Aunque se haya subrayado que en mis primeros libros (Péndulo, Viaje a Cotiledonia) hay ecos del surrealismo y del dadaísmo, puedo asegurar que, en los momentos de más subido irracionalismo, estos libros no descartan el ejercicio de un deliberado raciocinio. El logro de un estilo, como toda humana comunicación, no es puro esmero.
Uno de los recursos más llamativos en la obra de Serra es la figura del asno. En su memoria de investigación, Josep M. Nadal Suau apunta que existe una conexión íntima entre la vindicación de este animal manso, fuerte, bíblico y la lectura atenta y desinhibida que Serra hace del gran texto judeocristiano, cuyo resultado es una parodia indirecta del historicismo: “Serra desconfía de la razón, el poder y la historia.”
Leer a Serra es leerlos a todos a través de su ingenuidad solo aparente, que se convierte por escrito en una risa infantil y gamberra –la “divina malicia” de Nietzsche, apunta él– sobre temas, si no inmutables, sí tratados por fin de otra manera: a su manera. Sin ser necesariamente irreverente, encarna la absoluta libertad interpretativa. Y su alejamiento de los cánones es lo que lo hace imprescindible.
No solo Nietzsche aconseja la sal sazonadora. Nada menos que San Pablo, su enemigo dialéctico, y los evangelios sinópticos requieren: “que vuestra conversación sea siempre amena, salpicada de sal, sabiendo responder a cada cual como conviene”.
Esta sal no será confundida con el Espíritu (en mayúscula), que congrega, desgraciadamente, a tiesos, envarados y fúnebres dogmáticos. Se trata de una actividad cerebral que no segrega algo grave y serio, sino humor. Con decir que admite fantasías, locuras, elucubraciones, quimeras, ya está dicho todo.
En estos tiempos en que la contraseña es el utilitarismo, puedo decir que he buscado la salvación en el trabajo inútil e inadvertido, en el sentido taoísta no-calculador.
Leer a Serra sorprende siempre y tal vez su exceso de originalidad le resulte intolerable al lector acomodaticio y, efectivamente, utilitarista. Solo así se explica que se le siga considerando un raro. José Carlos Llop lo definía como “ascético, individualista acérrimo y configurador de un misticismo intransferible, con un único lujo de sociedad –aparte de la inteligencia– que es el humor”. Ahora Llop añadiría que debe de ser un fastidio acabar catalogado de raro: “Tal vez deberíamos darle la vuelta al concepto”, plantea, “¿y si la rara es la cultura española, que no tiene estómago para digerir lo que se sale de la norma?”
No sé si será verdad que nadie es profeta en su tierra. En cualquier caso, lo que está claro es que la tierra de Cristóbal Serra es, sin ninguna duda, la literatura. ~
(Palma de Mallorca, 1977) es escritora y periodista. En 2010 ganó el Premio Josep Pla con la novela Egosurfing (Destino).