Ilustración: Clara León

Las verbenas de Felanitx

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Solía venir una semana a la casa que teníamos en el campo, coincidiendo con las verbenas de Felanitx. Éramos mejores amigas desde pequeñas. Nos escribíamos cartas, nos regalábamos cuentos; doblábamos dos o tres folios por la mitad, grapábamos una cartulina roja en el pliegue para hacer la cubierta, dibujábamos algo bajo el título. A ella le salían bien los conejos. Conejos humanizados de ojos saltones que llevaban petos tejanos, deportivas, le habían dado un mordisco a una zanahoria y se llamaban Rabbit. Las dos teníamos fama de dibujar bien, aunque ella lo hacía mejor que yo. Escribíamos a mano y también su letra era mejor que la mía; me salía demasiado pequeña, como arañas que treparan hacia la esquina derecha de la cuartilla para escapar de una página en la que solo se respetaba el margen izquierdo.

Competíamos sin parar, a ver quién leía más rápido, quién sacaba mejores notas, cuál de las dos pesaba menos y llevaba el pelo más largo. A veces, con los desconocidos, nos hacíamos pasar por hermanas, pero ella era más guapa. Tenía los ojos azules y eso le daba un montón de puntos. Además, era la novedad.

Quiero decir: cuando venía al campo, a finales de agosto, yo llevaba casi dos meses coincidiendo con los amigos del pueblo en la playa, y ya me tenían muy vista. Aunque, bueno, es una excusa: ella también tenía éxito en el colegio. Nunca nos lo confesamos, pero durante toda la EGB nos gustaron los mismos chicos en secreto. Yo tenía la impresión de que le iban detrás a ella y pasaban de mí. Con el tiempo entendí que lo que ocurría era que les preocupaban más otras cosas, como los partidos de fútbol en el patio, las canicas y la máquina de Street Fighter del bar que había enfrente. Puede que también les gustáramos un poco. Después de todo lo demás y en penúltimo lugar.

Luego estudiamos en institutos distintos, y eso nos distanció. Pero seguíamos escribiéndonos y a veces me grababa cintas de Nirvana, Soundgarden y Elvis Presley. Más adelante, la muerte de Kurt Cobain nos parecería casi normal, como una evidencia romántica muy propia de Seattle, los veintisiete años y la chorrada del bonito cadáver. Ella estaba enamorada de Eddie Vedder, así que, cuando quedábamos –siempre llegaba tarde y yo la esperaba junto al buzón desde el que nos mandábamos las cartas; vivíamos tan cerca que utilizábamos el mismo buzón, pero dárnoslas en mano no habría tenido gracia–, íbamos a una tienda de discos baratos, en las Avenidas, y se compraba lo que hubiera de Pearl Jam.

Se estaba volviendo guay, y yo disimulaba mi timidez con una especie de prepotencia que en BUP me contagió una nueva amiga muy rotunda y bastante pija, colada hasta los huesos por Pep Guardiola y sobre todo Koeman. Hasta tal punto que hizo los exámenes de fin de curso con una bufanda del Barça porque acababa de ganar su primera Copa de Europa en Wembley.

Por lógica, aquel primer verano de instituto tendría que haber sido mi nueva amiga quien viniera a Can Garruví. Así se llamaba la casa en la que mis padres, mis hermanos y yo pasábamos los veranos, a las afueras de Felanitx, en medio de la nada, frente al Puig de Sant Salvador, y en la que, por las noches, reptaban los dragones y se oían los grillos. Mis abuelos belgas la compraron cuando yo apenas tenía un año, y durante muchos fines de semana, a lo largo de mi vida, fuimos habilitándola y habitándola despacio. En una foto, mi padre, mis hermanos y yo aparecemos señalando una lámpara encendida; por fin teníamos electricidad. En otra, una década más tarde, un zahorí busca agua con un péndulo entre las piedras. Luego un camión va introduciendo en la tierra unos tubos de un metro de diámetro y tres de largo; o de cuatro, o más. Cada tubo es carísimo, nos lo han advertido antes de empezar. Si tocan roca, estamos jodidos, mi abuelo habrá gastado una fortuna inútilmente.

Fotografías de mi abuelo con sombrero de paja y mis hermanos en bañador, mirando atentamente la perforación bajo unos algarrobos frondosos, a los que me encaramaba para leer, la corteza se me clavaba en el culo y después tenía que comprobar que no me hubiera trepado una garrapata por las rodillas con la intención de sorberme los sesos. Las garrapatas las transportaban las ovejas que a veces pastaban a la sombra de esos algarrobos frondosos que guiaron al zahorí mejor que el péndulo. Hasta que hicimos el pozo, nos las apañábamos con la cisterna, que se llenaba cuando llovía. Y, como en Mallorca llueve poco, venía un camión cada mes a vaciar su depósito. Recuerdo que una vez, en la cisterna, flotaba un ratón muerto. Y otra, al izar el cubo, encontramos dentro una culebra.

Con el cuarto tubo –¿cuántos metros de profundidad ya?–, tras un poco de fango a borbotones, el agua salió a propulsión, igual que un géiser. En los vídeos caseros, bailamos bajo el chorro como si fuéramos indios, aplaudimos y en el rostro de los hombres que han hecho el trabajo también se percibe el alivio. Mis abuelos podrían vivir allí cuando se jubilaran, podrían tener huertos y regarlos, un tractor, la casa en el campo se convertiría en hogar y no sería solo un lugar donde pasar, verano tras verano, las vacaciones.

Ella solía venir la última semana de agosto, porque el 28 es Sant Agustí, el patrón de Felanitx, y las verbenas se celebran los quince días previos. Durante mucho tiempo –el tiempo de Mecano y Julio Iglesias–, las verbenas fueron famosas precisamente por eso: porque en el Parc Municipal había tanta gente que, en los conciertos de Mecano y Julio Iglesias, eran necesarias más de dos horas para cruzarlo desde la puerta hasta el escenario. Eso dicen, al menos, quienes aún recuerdan batallitas de entonces. A esas no fuimos, éramos demasiado pequeñas. Pero a partir de los doce años, nos dejaban quedarnos hasta las dos. La combinación musical fue rara aquella vez: El Norte, Héroes del Silencio y Loquillo. Había unas quince mil personas. Nosotras fuimos con pañuelos anudados a la muñeca, como si fuéramos rockers, y vimos una pelea entre bandas, sin sangre. A los quince, tuvimos permiso para quedarnos hasta las cuatro.

Mi abuelo, que tenía insomnio, era el encargado de venir a buscarnos. Llegó antes, por curiosidad. Y mientras nosotras bailábamos y nos desgañitábamos con las canciones de Duncan Dhu que nos habíamos aprendido de memoria poniéndolas una vez tras otra aquella tarde en la habitación –hoy el viento sopla más de lo normal, las olas intentando salirse del mar–, él se paseaba entre los tenderetes de garrapiñadas y algodones de azúcar, que en casa llamábamos barbapapá; observaba los coches de choque, tiro al pato de bañera, y una mininoria a la que por la tarde se montaban los niños, y de noche, otros niños colocados. También había una atracción que sacudía a quienes se sentaban en ella mientras sonaba esa canción de los payasos que ya entonces era vieja: en el coche de papá, etcétera.

Habían prohibido las bebidas de la época de nuestros padres, los Sputnik y los Tiburón, mejunjes cuyas fórmulas secretas mezclaban tantos tipos de alcohol que lo raro es que sobrevivieran y lograran procrear. A nosotras no nos gustaba todavía la cerveza y tal vez nos habíamos dejado invitar a un empalagoso Malibú con piña por algún chico tres o cuatro años mayor. Volvíamos al coche, los zapatos sucios de tierra, bombillas de colores en las barras donde servían en vasos de plástico, y mi abuelo comentaba que esos tipos del escenario se tenían que haber metido algo para aguantar así. Y yo me preguntaba a qué se refería exactamente; no porque ignorara qué eran las drogas (alguna vez me habían ofrecido “chocolate”, que yo rechacé fingiéndome escandalizada), sino porque me parecía increíble que mi abuelo lo supiera. Y que insinuara, encima, que los de Duncan Dhu las tomaban.

Can Garruví estaba a unos ocho kilómetros de Felanitx y, al llegar, aún se oía el eco de la música sobre los viñedos y los almendros hasta que se hacía de día. Nosotras cuchicheábamos, cada una desde su cama –yo pienso que le gustas a Tal, qué dices, si está claro que le gustas tú–, deseando que la otra no cediera porque seguíamos con esa estúpida manía de encapricharnos del mismo, sin confesárnoslo directamente, y queríamos creernos la versión ajena y no la que enunciábamos en voz alta, protegiéndonos en una falsa modestia que nos ponía en lo peor. Pues a mí me ha parecido que te miraba. ¡Pero qué va, si a ti te ha apretado el brazo! Cuando nos íbamos, te ha dado dos besos después que a mí, eso quiere decir que le gustas tú. Además, tienes mejor tipo. No digas tonterías. ¡Es verdad! Tú también tienes buen tipo. Y así.

Una tradición, la de parlotear de madrugada, que adquirimos de niñas, cuando pasábamos algún fin de semana juntas, en casa de una o la otra. En esas ocasiones extraordinarias, a la salida del colegio, pasábamos por la papelería, comprábamos chuches y nos preparábamos para el Festín de Medianoche. Poníamos el despertador a las dos o las tres, y aún con legañas en los ojos, los párpados pegados, nos zampábamos el regaliz rojo y el negro, las nubes, los ladrillos y los ositos de gominola que habíamos comprado mientras inventábamos temas que nos obligaran a ahogar las risas para no despertar a nuestros padres y hermanos.

Hermanas no teníamos y de algún modo, intentábamos suplir su falta con esos gestos que les atribuíamos: prestarnos la ropa y hablar. Por teléfono justo al llegar del colegio, aunque acabáramos de pasar el día en la misma clase, por carta, o de madrugada si pasábamos juntas el fin de semana. Contárnoslo casi todo, compitiendo sin que se notara, retándonos mediante una presuntuosa generosidad de obsequios y confidencias que no implicaban nada y que, en realidad, buscaban el elogio. Dos niñas de ciudad que van convirtiéndose en adolescentes, corren aventuras en el campo, la playa y las verbenas, y juegan con los sentimientos como juegan los cachorros con dientes y garras, sin hacerse daño, para aprender a tolerarlos cuando lleguen los de verdad.

A los dieciséis nos dejaron salir la noche entera. Dormiríamos en casa de un amigo que había invitado a medio pueblo y tenía sofás de sobra, y colchones en el suelo. Hacía más de un año que el Barça había ganado en Wembley y empezábamos a ser unas desconocidas, tras pasar dos cursos separadas, cada una en un instituto distinto. Ella era guay y sabía de música, yo intentaba olvidar que estaba enamorada, convencida una vez más de que ese primer novio al que intenté olvidar tantas veces pasaba de mí. Ella y yo construíamos, sin darnos cuenta, vidas nuevas que se alejaban.

Una parte del público había echado a Jesús Vázquez del escenario a tomatazos, lanzándole también huevos y cubitos de hielo rescatados del fondo del vaso de plástico. El presentador solo tuvo tiempo de cantar su hit, que decía algo así como “a dos milímetros escasos de tu boca” y luego dio paso al resto de grupos, que tocaron hasta el amanecer mientras bebíamos vodka con naranja. Desayunamos en el bar de la plaza, siguiendo una tradición que aún cumplen los que aguantan. En casa de nuestro amigo, pusimos discos de los Ramones y bailamos con el pelo por delante de la cara. Creo que ella y un tipo del que me medio encapriché ese verano para olvidar que mi novio no me quería se besaron, pero la verdad es que ni me fijé entonces ni lo recuerdo ahora. Luego nos fuimos todos a la playa en autobús y dormimos bajo un pino, desde el mar se oían los chillidos de los niños.

Aquel fue el último verano que pasamos juntas. No lo sabíamos. Casi nunca sabemos cuál será la última vez. Luego ella se puso a salir con un chico, yo seguí un tiempo con mi primer novio, luego las dos nos fuimos a vivir a Barcelona, pero allí nos vimos poco, como si nos molestara reconocer algo que pretendíamos dejar atrás, aislado. La infancia, tal vez, la protección. Quizá temiéramos que la otra nos juzgara, ahora que empezábamos a ser nosotras mismas, sin padres ni hermanos, sin viejos amigos ni familia. Solas. Cuando quedábamos, por cierta obligación cordial y porque, en la intención, nos apetecía hacerlo –ella llegaba tarde y yo no tenía un buzón de referencia en el que apoyarme–, estábamos incómodas. Ya no éramos cómplices, pero aún competíamos, a ver a quién le iba mejor. O a ver quién era mejor, no sé.

Eso se calibraba por los kilos que habías perdido: si estabas atacada de los nervios, no dormías por culpa del trabajo que te daban los proyectos de fin de curso y tenías problemas con los compañeros porque estaban celosos de ti, entonces valías mucho. Así creí que lo interpretaba ella, que se refugiaba de esos problemas adultos en la apacible vida doméstica que llevaba con su novio. Parecía tener las cosas claras y en eso, pero solo en eso, me daba envidia. Por lo demás, yo me tomaba el mundo de otra manera: cambiaba de pareja casi con la misma frecuencia con la que cambiaba de piso, mi carrera me importaba un cuerno y lo único que quería era seguir escribiendo cartas y cuentos sobre conejos. A veces yo también fumaba, pero porros de ese “chocolate” que había rechazado años antes. No se lo confesé. A su lado, me sentía inmadura, pequeña.

Luego mis abuelos envejecieron y vendieron Can Garruví. Lloré como si se hubiera muerto alguien. Aún sueño a menudo con las ovejas, los algarrobos y los grillos, la tierra en los zapatos, el agua fría del pozo, la casa en la que pasé veintisiete veranos y a la que no puedo volver. Veintisiete veranos, como las leyendas de la música que dejaron un absurdo y bonito cadáver. En esos sueños, siempre tengo miedo, no sé por qué. Aparecen desconocidos o fantasmas, o se oscurece el cielo, o se oyen ruidos.

Luego ella regresó a Mallorca y se fue a vivir al campo. A otro campo, también con algarrobos y viñedos y grillos. Luego trabajamos cada una de lo suyo, ella en la isla, yo en tierra firme, una tierra firme que se sacude como esa atracción de las verbenas, en el coche de papá, etcétera. Luego siguieron pasando el tiempo, algunos hombres y la vida. Se casó. Luego tuvo un hijo. Lo supe a través de la distancia de Facebook, donde el lenguaje es siempre feliz y puedes marcar lo que te gusta y tienes mil amigos y ninguno es el mejor. Nosotras tenemos treinta y siete en común, tantos como nuestra edad, casi todos del colegio. Su muro se llena de felicitaciones en su cumpleaños, pero yo no necesito que me recuerden la fecha. También me sé de memoria aquel número de teléfono al que llamé tantas veces y al que ya no respondería porque es el de sus padres.

Si hubiéramos nacido más tarde, no me sabría su número porque, en lugar de marcarlo cada día después de clase, habríamos chateado. Además tendríamos un montón de fotos juntas, selfies y eso. No tenemos ni una. En cambio, guardo cartas y cuentos ilustrados a mano, cintas de casete de Soundgarden, Pearl Jam y Ramones. Luego fue agosto otra vez y en Felanitx celebraron como siempre las verbenas, que han dejado de ser famosas. El Barça también dejó de ser imbatible, como antes de que empezara todo, o en todo caso, mi adolescencia. ~

 

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(Palma de Mallorca, 1977) es escritora y periodista. En 2010 ganó el Premio Josep Pla con la novela Egosurfing (Destino).


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