Criticar al crítico

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Cuando se habla de la lamentable calidad de la crítica española, los comentarios suelen salir de la pluma del crítico, lo cual es alarmante en dos sentidos: en primer lugar, porque ponen en evidencia la limitada capacidad de reflexión de nuestros críticos sobre su propio oficio, puesto que los argumentos que se exponen suelen ser lamentables
generalizaciones. En segundo lugar, porque ponen en evidencia la vieja y mezquina estrategia que consiste en desprestigiar a los demás para de este modo resaltar, por contraste, los supuestos méritos propios. Para mí resultaría mucho más interesante que los distintos tipos de lectores indicasen si leen a los críticos, a cuántos y a cuáles leen, por qué los leen o qué esperan de ellos.
     En realidad habría que distinguir entre la crítica y los críticos.
     La crítica, entendida como el conjunto de críticos y de libros comentados en una publicación y la naturaleza de dicha publicación. La más difundida es la de los suplementos culturales de la prensa, que aparecen semanalmente. El mejor suplemento sería el que informa de manera más completa y puntual sobre las novedades de la semana y el que tiene un equipo de críticos capaz de cubrir las distintas secciones del suplemento: narrativa española, narrativa extranjera, poesía, ensayo, historia, arte, medicina, deporte, enciclopedias, literatura infantil y el sinfín de etcéteras que se le ocurra a cada lector.
     Estos suplementos deberían ocuparse no solamente de las editoriales más obvias, las que monopolizan el mercado de libros, sino también de las editoriales medianas y las más pequeñas. Y deberían cubrir toda el área peninsular. No porque crea, con Juan Malpartida, que en España hay cuatro lenguas y una sola literatura, y que quienes opinan lo contrario son herederos del nacionalismo político. El único nacionalismo político que hemos sufrido, que yo sepa, es el centralismo de la dictadura franquista. Un suplemento debe cubrir y expresar la dinámica cultural basada precisamente en la aceptación de la variedad: de naciones y de ideas. Por lo mismo, debería dedicar parecido espacio a los libros modernos y a los clásicos, a las novedades y a las recuperaciones más interesantes (y aquí podría poner un ejemplo ilustre: el de la editorial barcelonesa El Acantilado), a la cultura de élite y a la popular.
     Un buen suplemento debería ser capaz de marcar una jerarquía de intereses: abundantes reseñas cortas que permitiesen darnos una visión global de lo que se está publicando y artículos de fondo en los que se discutieran las obras de mayor interés. Por supuesto, las reseñas deberían estar en manos de los mismos que escriben los artículos de fondo. De la misma forma que el crítico ideal es el que puede colaborar en suplementos literarios, en revistas culturales (cuya función no tiene por qué ser globalizadora, aunque lo es en una revista como El Ciervo), en revistas literarias y en publicaciones especializadas. De paso nos evitaríamos el embarazoso espectáculo de esos críticos que por limitar su colaboración a un solo suplemento tienen que vociferar como energúmenos para que no pase desapercibida su presencia.
     Los periódicos de gran tirada pueden aspirar a un suplemento que responda a estos ideales: los suplementos de El País, ABC, El Mundo o La Vanguardia serían los puntos de referencia. Y si son frecuentes los altibajos es porque muchas veces los criterios no dependen tanto de los expertos en libros como de los expertos en las leyes del mercado. Y, al igual que ocurre en la universidad, es bien sabida la tirantez y el recelo que existe entre la administración y el cuerpo intelectual. Sin embargo, queda claro que un buen director de suplemento puede hacer verdaderos milagros y que, en última instancia, de dicho director o directora depende la calidad del conjunto.
     Más problemática es la exigencia de la prensa de escasa circulación o de circulación local, la que los madrileños, que por lo visto no son provincianos ni pertenecen a una provincia, llaman "de provincias" (así la llamaban los críticos madrileños en los años en que yo fui jurado del Premio de la Crítica). Por lo general, estos periódicos carecen de espacio para ofrecer una visión globalizadora, así que se ven obligados a comentar novedades de interés local y las novedades de mayor dimensión nacional. En ninguno de los dos casos hay una obligada relación con la calidad ni con la realidad literaria y el valor del suplemento depende de la calidad de sus críticos, muchos de ellos tan preparados como los de la prensa llamada nacional, pero más independientes y con menos necesidad de exhibicionismo.
     A la hora de hablar del crítico deberíamos discutir su nivel de competencia y su capacidad de comunicación con el lector. Hay tres tipos de crítico: el que surge de la universidad o de los institutos, colabora en publicaciones académicas y se dedica a la enseñanza, el que surge directamente del periodismo y el que es, antes que todo, escritor. Por supuesto, es posible que se den dos y hasta las tres posibilidades en un mismo crítico. Lo que interesa es el énfasis que pone el crítico a la hora de escribir su reseña. E incluso aquí habría que hacer matices y distinciones: hay investigadores, y un caso evidente sería el de Francisco Rico, que más allá de la obvia erudición poseen una notable capacidad expositiva y comunicativa. Nora Catelli, Jordi Lovet, Esperanza López Parada son universitarios con un especial talento para el ensayo y para una crítica que comparte las cualidades del ensayo. Por el contrario, hay críticos que toquen lo que toquen no dejarán de ser eruditos a la violeta y sus reseñas tendrán siempre un inconfundible tufo a moho.
     En su reciente Hijos de la razón, un panorama de los distintos géneros literarios en los últimos 25 años, en el capítulo dedicado a la crítica, Jordi Gracia defiende que los mejores críticos son los creadores. En principio es inevitable darle la razón. Aunque la crítica suele evitar todo comentario sobre los materiales utilizados por el escritor, dichos materiales no son necesariamente menos importantes que los utilizados por un pintor o por un director de cine, por un ebanista o por un orfebre. Y todos sabemos lo aleccionador que es escuchar a los pintores, a los cineastas o a los arquitectos cuando discuten una serie de aspectos técnicos reveladores. Quien ha escrito novelas sabe cuáles son los materiales que se necesitan y sabe, sobre todo, la distancia que hay de un proyecto a la realización de dicho proyecto. Y lo mismo puede decirse de los traductores, cuya tarea primordial es reconstruir el proceso de creación de una obra, captar los mínimos matices del lenguaje, buscar soluciones análogas a las que encontró el creador.
     Pero conviene hacer una serie de importantes distinciones. En primer lugar, no todos los escritores poseen capacidad crítica y muchos ni siquiera una capacidad autocrítica consciente. Muchas veces, el hecho de ser escritor reduce el campo de flexibilidad, ya que un escritor, al elegir un camino determinado, rechaza otras alternativas, mientras que un crítico, por deberse a distintos tipos de lectores, ha de ser ecléctico. Los buenos escritores pueden ser buenos ensayistas. Cito a Octavio Paz como ejemplo ilustre, pero podría citar asimismo a Pere Gimferrer, a Sergio Pitol o a Juan Villoro. E incluso en un escritor que cultiva la crítica con cierta regularidad, como Enrique Vila-Matas, su singularidad está en que critica desde un punto de vista que podríamos llamar excéntrico y con una libertad de la que carecemos los críticos profesionales. Lo que sí es cierto es que críticos como Robert Saladrigas o José María Guelbenzu saben comunicar su sensibilidad y su experiencia de escritores, y no solamente de lectores privilegiados. Pero también es cierto que cuando escriben crítica son, ante todo, críticos, y utilizan un lenguaje rigurosamente crítico. Y también es cierto que hay críticos con sensibilidad e imaginación (y, con los límites que veremos, Ignacio Echevarría es uno de ellos) sin haber escrito, por lo menos que yo sepa, una sola línea de creación.
     En realidad un crítico no puede definirse si no es en relación con el medio en el que escribe y con el lector al que se dirige. El crítico de suplementos literarios, que es el que importa aquí, ha de tener una preparación muy amplia, con un buen conocimiento de lenguas que le permita familiarizarse con otras culturas y con los libros que se publican en otros países, pero también con otros suplementos y otras actitudes críticas. Hablamos con frecuencia de la inferioridad de nuestra crítica con respecto a la crítica de otros países, pero nunca matizamos cuál es la crítica de esos países ni en qué es superior a la nuestra. ¿Tienen una mayor riqueza editorial? ¿Están preparados en mejores universidades? ¿Poseen mejores suplementos? ¿Están sus críticos mejor enterados de lo que ocurre más allá de sus fronteras?
     Confieso que he aprendido muy poco de la crítica francesa, tan dada a la ampulosidad: para leer las páginas de Le Monde hay que ponerse de luto para hacer juego con la solemnidad ambiental. La crítica italiana es mucho más dinámica, más abierta y tiene un mejor conocimiento de otras literaturas y un excelente conocimiento de las distintas corrientes de su propia literatura, con un buen equilibrio entre academia y periodismo. Lo mismo podría decirse de la portuguesa. En cuanto a la crítica inglesa y norteamericana es, en muchos sentidos, modélica. Lo es, sobre todo, porque sabe dirigirse al lector y a toda esta variedad de lectores que constituyen el lector ideal pero no abstracto. Esta crítica es especialmente buena cuando habla de libros escritos en inglés, buena cuando habla de libros escritos en francés o en alemán, correcta cuando habla de libros en italiano y desastrosa cuando habla de libros traducidos del castellano, sea el de España o los de los distintos países de América Latina. La razón: los críticos son escritores con un conocimiento muy limitado de nuestra literatura o académicos con un conocimiento excesivo por especializado.
     La crítica de los suplementos literarios ingleses es esencialmente pragmática. Con frecuencia está escrita por creadores, pero siempre se dirigen a un lector medio. Son capaces de resumir el argumento, de analizar el libro, de situarlo en un contexto (con respecto a otras obras del escritor y a otros autores cercanos a él). De señalar lo que hay de nuevo o de lugares comunes. De evitar la interpretación pedante. Para, finalmente, emitir un juicio matizado muy valioso para el lector: si vale la pena o no vale la pena leer el libro, no digamos comprarlo.
     ¿Existe un juicio objetivo? ¿Ha de aspirar el buen crítico a la ideal objetividad? Cuanto más amplio sea el marco de referencia, más posible es acercarse a ese modelo o canon. ¿Cómo podemos hablar de la modernidad u originalidad de un determinado autor si ignoramos que muchos de esos hallazgos estaban ya en Cervantes, en Kafka, en Svevo o en Joyce? Pero, paradójicamente, el mejor crítico es el que más liberado está de prejuicios. Uno de los procesos más difíciles es, precisamente, el de la eliminación de los lugares comunes. Y si alguna crítica —y alguna sociedad— está aferrada a los lugares comunes es la nuestra. No hay sabiduría más feliz que la de la ignorancia. Esta ignorancia literaria nos permite mitificar a los grandes borrachos de la historia, degradar a escritores como Cela o Umbral porque juzgamos la obra confundiéndola con la persona. Y si somos críticos progresistas tenemos que rechazar a Delibes por clásico (o sea, convencional), a los bestsellers de calidad porque son productos de mercado y a Juan Goytisolo porque por lo visto no ha escrito La reivindicación del conde don Julián, Paisajes después de la batalla, Coto vedado o Las virtudes del pájaro solitario.
     El tiempo va creando la objetividad porque el tiempo destruye a los seres humanos pero consagra sus obras o las olvida. Y el crítico es el que está obligado a leer el pasado, el presente y el futuro. Y han sido el tiempo y el trabajo de algunos críticos los que han ido consagrando la obra de algunos de nuestros contemporáneos alguna vez ignorados: Javier Marías, Juan José Millás, Álvaro Pombo, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro y algunos más.
     No sé si la crítica española es peor o mejor que otras críticas.
     Los suplementos españoles gozan de bastante buena salud. Hay lectores que buscan el consejo del crítico, otros leen al crítico porque les atrae cómo escribe, otros quieren estar simplemente informados. Hay críticos competentes, aunque no siempre el prestigio está relacionado con la calidad. Y hay una enorme diversidad. Críticos capaces de comunicar la pasión de la lectura y de hacer una lectura lúcida y pragmática, como Robert Saladrigas. Críticos sensatos, con un enfoque riguroso y ligeramente académico, como Santos Sanz Villanueva o Ignacio Soldevila. Críticos enemigos de la hipérbole que saben combinar la erudición con la agresividad periodística, como Fernando Valls. Críticos sensatos, sensibles, meticulosos en sus lecturas y con una visión abarcadora, como Mercedes Monmany. Santones de la crítica, como Rafael Conte, el primer crítico con conciencia de que se estaba dirigiendo a lectores de periódico, desplazando o suplantando así a la tradición humanista de maestros de la crítica como Rafael Vázquez Zamora, Juan Ramón Masoliver o Antonio Vilanova; un crítico con enorme capacidad comunicativa, verdadero pionero que hoy vive de su gloria pasada, fino comentarista de narrativa francesa e indolente e improvisado comentarista de literatura española, un conservador disfrazado de escéptico. Críticos pedagogos, los más pobres de la especie, como Miguel García-Posada. Críticos como Masoliver Ródenas, que han delatado, con su supuesta independencia de juicio, la mayor prueba de su arrogancia. Y con él tantos otros críticos de solapa que parecen buscar la frase contundente para ser citados luego en las portadas de los libros. O críticos como Ignacio Echevarría, arbitrario, incapaz de entender las dificultades con las que tiene que enfrentarse todo autor, incapaz asimismo de perdonar los fracasos, que toma como afrentas personales, de una soberbia que él suele confundir con la inteligencia, y sin embargo enormemente receptivo a las innovaciones y poseedor de un estilo personalísimo que, cuando no sucumbe al barroquismo oscuro y gratuito, es muy atractivo.
     Hay defectos que nacen de la crítica, es decir, de los suplementos culturales o de la sección de libros de las revistas: la presión de las editoriales, la falta de visión de conjunto, el escaso espacio dedicado a determinados géneros y el excesivo dedicado a los escritores de moda son algunos de ellos. En cuanto a los críticos, una visible ignorancia de los clásicos, la limitación a una época y a un género, la incapacidad generalizada de comentar las traducciones o el diseño de los libros, el inevitable amiguismo y, con frecuencia, la incapacidad de escribir para el lector: son muchos los críticos que escriben para otros críticos, para los autores de la obra que comentan o para el espejo que les está contemplando y en el que se están contemplando. No me parece que sean necesariamente defectos exclusivos de la crítica española, aunque somos los españoles los que tenemos que soportarlos. –

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