Pasado
Finalmente, después de cinco años de impunidad política, George W. Bush y el Partido Republicano han sido castigados por el electorado estadounidense. Ya era tiempo. Tras el martes negro de 2001, la era del terrorismo había entregado un cheque en blanco a Bush. El voto del miedo se convirtió en el factor determinante de los siguientes dos ciclos electorales. En las elecciones intermedias de 2002, el Partido Republicano se hizo con el control de ambas cámaras gracias a la popularidad de Bush, quien, inexplicablemente, era visto como un líder apto para los tiempos que vivía el país. La historia se repitió en las presidenciales de 2004. A pesar de la creciente incompetencia con la que el gobierno manejaba entonces la situación iraquí, el electorado estadounidense volvió a caer en el garlito y prefirió al malo por conocido que al bueno por conocer. Buena parte de la fortuna del partido del presidente se debió al voto ultraconservador, piedra de toque de la estrategia diseñada por Karl Rove y el resto de los tácticos republicanos. Agresiva y activa, la derecha religiosa parecía destinada a definir la vida electoral y política estadounidense por años.
El Partido Republicano poco a poco comenzó a olvidarse del pulso real de la opinión pública en Estados Unidos, que es, en el fondo, mucho más moderada que lo que podría indicar la línea del gobierno de Bush. Desde el rechazo a la investigación en células madre al extraño escándalo sobre la eutanasia en el caso Schiavo, el nombramiento de magistrados ultraconservadores a la Corte Suprema o, por supuesto, la tristemente célebre construcción del muro fronterizo con México, los republicanos en el Congreso sólo se dedicaron a cortejar a la base conservadora. Y, por largo tiempo, la realidad les dio la razón. Después de todo, el triunfo del presidente Bush en 2004 no habría sido posible sin la participación entusiasta del voto de la derecha religiosa en estados clave como Ohio, donde Rove tuvo la maquiavélica idea de incluir una propuesta para legalizar el matrimonio entre homosexuales. La lógica del estratega republicano funcionó a la perfección: los votantes conservadores se presentaron en las urnas para derrotar la iniciativa, y ya teológicamente enardecidos, sufragaron por Bush.
Con la reelección, los republicanos se prepararon para establecer un dominio permanente en los tres poderes de la Unión. Al Legislativo y al Ejecutivo se unió el Judicial cuando el presidente consiguió la aprobación como magistrados de la Corte Suprema de John Roberts y Samuel Alito, dos jueces conservadores que hoy podrían, por ejemplo, revertir el precedente de Roe vs Wade, la histórica decisión alcanzada en 1973, que protege el derecho de una mujer a elegir y que es el gran orgullo del legado de moderación de la historia jurídica estadounidense. En suma, para finales de 2005, Estados Unidos era una oligarquía autista: un país sujeto a la agenda radical de una minoría draconiana. Para desgracia de Bush, la megalomanía ideológica nunca ha llevado proyecto alguno a buen puerto. Corrompido por la idea de sí mismo y la supuesta invulnerabilidad de su estrategia electoral, el gobierno republicano comenzó a cometer errores costosos.
Presente
Quizá el primer y más grave tropiezo fue la guerra en Iraq. Desde el principio de la segunda Guerra del Golfo, el ideal neoconservador –la imposición de una democracia liberal y afín en tierras iraquíes– se ha colapsado bajo su propio peso. En Iraq, la realidad de una sociedad dividida ha derrotado el proyecto de Rumsfeld, Cheney y Bush. Pero ese fracaso no es imputable a los iraquíes. El gobierno de George W. Bush ha hecho –o deshecho– hasta lo imposible para llevar a Iraq hasta la guerra civil. La lista de descuidos y muestras de ineptitud durante la ocupación es larga. Desde el saqueo del Museo Nacional de Bagdad a mediados de 2003 hasta el caos de finales de 2006, Iraq ha padecido una concatenación de desgracias. De acuerdo con los cálculos más someros, cientos de miles de iraquíes han perdido la vida. A la fecha, más de dos mil soldados estadounidenses han sufrido el mismo destino.1 Desde el comienzo de la espiral iraquí, la administración Bush ha intentado embrollar los hechos para minimizar su impacto político. Como ha señalado Frank Rich, columnista del New York Times, el de Bush es un mundo de fantasía en el que Estados Unidos está ganando la guerra en Iraq y el final de la pesadilla está a la vuelta de la esquina. Como estrategia político-electoral, el camino tiene sentido: quizá, si el presidente repetía la mentira suficiente número de veces, el ingenuo electorado estadounidense votaría de nuevo por los republicanos. Pero el partido en el poder no contaba con la gravedad del conflicto iraquí ni, mucho menos, con el poder de difusión mediática en la era de internet. Poco ha importado que el gobierno de Bush prohibiera la transmisión por televisión de la llegada de cientos de féretros cubiertos con la bandera de las barras y estrellas; YouTube y los miles de blogs de y desde Iraq se encargaron, en los últimos meses, de recordarles a los votantes la verdadera magnitud de la crisis iraquí.
Pero las desventuras electorales republicanas no se deben sólo al caos en Iraq. Desde las elecciones de 2004, el partido en el poder se ha obstinado en fabricarse una tormenta política perfecta. No hay zona del ejercicio gubernamental que haya salido incólume. El huracán Katrina puso en evidencia la incapacidad del gobierno de Bush para lidiar con una emergencia.2 El escándalo de corrupción del cabildero Jack Abramoff, que marcó el final del reinado de Tom De Lay como “látigo” republicano en la Cámara Baja, puso en duda la limpieza del manejo que hacía el partido del Congreso. La fallida postulación de Harriett Myers a la Corte Suprema expuso la conocida obsesión del presidente por escoger para puestos de relevancia, no a los profesionales mejor calificados, sino a sus amigos más leales. El colmo de colmos llegó inesperadamente para los republicanos al destaparse el escándalo de Mark Foley. El congresista de Florida, cabeza del comité contra la explotación infantil en el Congreso, resultó un genuino lobo con piel de oveja: al mismo tiempo que llevaba las riendas de la comisión, Foley enviaba mensajes electrónicos seductores –por decir lo menos– a becarios del Legislativo. La imagen de un Congreso corrupto, incapaz, sumiso e inmoral terminaría por costarle caro al Partido Republicano.
Además del hartazgo con la torpeza de Bush y los legisladores republicanos, el 7 de noviembre marcó un parteaguas en, al menos, otros dos aspectos. El primero es el fracaso rotundo de la mancuerna republicana y conservadora en los procesos electorales y, con ello, tal vez, un atisbo del posible retorno de la política estadounidense al centro, lugar que ocupaba sin mayores aspavientos hasta antes del 11 de septiembre. Ahora está claro que el límite de la eficacia del voto del miedo –o cualquier otra estrategia por el estilo– es la flagrante ineptitud en el ejercicio del poder. Los votantes estadounidenses han reivindicado, en suma, el más elemental postulado de la vida democrática: la rendición de cuentas. A la hora del cierre de Letras Libres, ya ha caído la cabeza de Donald Rumsfeld, personificación misma de la soberbia e impunidad del gobierno de Bush.
El otro factor por considerar tras la elección en Estados Unidos es la aparición, quizá por primera vez, del voto latino como una fuerza electoral digna de respeto. Uno de los riesgos que corría Karl Rove al rondar al voto conservador sin ningún recato consistía, naturalmente, en perder el favor de la minoría hispana. Los conservadores se oponen por principio a cualquier reforma migratoria. La firma de la ley del muro antes de las elecciones fue, a todas luces, un regalo para la causa conservadora en momentos en que Bush y Rove aún pensaban que el voto de la derecha podía salvarles el pescuezo. También en eso, a los jerarcas republicanos les ha salido el tiro por la culata. Karl Rove puede despedirse del sueño –que lo tuvo–3 de cimentar la futura mayoría republicana sobre el voto hispano. Al menos en 2006, los hispanos incrementaron de manera clara y considerable su preferencia por los demócratas. La razón es transparente: por primera vez, los latinos han pasado factura por una decisión electoralista. La próxima vez que una ley antiinmigrante llegue a su escritorio, George W. Bush lo pensará dos veces antes de firmar. Y que el Mesías de Midland piense algo dos veces ya sería ganancia. Enorme ganancia.
Futuro
Ahora, los demócratas tendrán que tomar una decisión. Después de años de maltrato, es probable que un sector del partido exija una venganza inmediata a Harry Reid, líder de la nueva mayoría en el Senado, y a Nancy Pelosi, primera mujer en encabezar la bancada mayoritaria en la Cámara Baja: el establecimiento de comités que investiguen la larga cola que el gobierno de Bush ha dejado para que le pisen. Sería una pena que los demócratas cayeran en la tentación de la revancha política fácil: el camino de la confrontación resultaría entendible, pero no recomendable. En cambio, el Partido Demócrata puede optar por dar una lección de civilidad y astucia y dedicarse a proponer una agenda interesante durante el par de años que separan a Estados Unidos del siguiente ciclo electoral. Son varios los retos que enfrentará ese país antes de acudir de nuevo a las urnas. Naturalmente, el gobierno primero tendrá que decidir qué hacer en Iraq. Hay quien dice, por ejemplo, que el consejo de James Baker, reciente asesor del presidente Bush que ha preparado un informe sobre la guerra, será una cátedra de la más severa realpolitik: retirar las tropas al norte iraquí para proteger a los kurdos y dejar que la guerra civil entre chiitas y sunitas siga su curso. De ser así, el Congreso demócrata enfrentará un gran desafío: mantener sobre la Casa Blanca el peso de la responsabilidad de la crisis iraquí. De lograrlo, podrían planear con calma la siguiente estrategia electoral. Y Hillary Clinton podría comenzar a imaginar la nueva decoración del 1600 de la avenida Pensilvania. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.