Cuando le digo a alguien que escribo “libros para niños”, por lo general recibo dos reacciones. Los hay quienes sonríen plácidamente y me catalogan como el hijo que tuvo una maestra educadora con un saltimbanqui. Entonces me dicen: “Ah, qué tierno. Ojalá puedas ir a la escuela de mis hijos a contarles cuentos.” Y están los otros, los que levantan la ceja (esos me preocupan más) y preguntan: “¿Y algún día vas a escribir para adultos, algo de verdad?” Como si yo fuera un escritor que hiciera obras de mentira y tan miedoso que no me atrevo a graduarme del preescolar literario.
Bien, como guionista escribo para adultos: series políticas, melodramas, de investigación, informativos, he hecho de todo; pero lo que en verdad disfruto, y creo que haré hasta que rompa mi último teclado, es escribir literatura para niños y jóvenes. Lo hago porque sí, sin motivo aparente; pero si debo buscar razones, aquí hay algunas cuantas:
Primero, porque en un país con tan desastrosos índices de lectura como México urge crear nuevas generaciones de lectores. La infancia y la adolescencia son terrenos ideales para construir la pasión por los libros. Es curioso que cuando alguien cita la lista de sus libros favoritos siempre hay alguno leído en ese periodo. La impresión que puede causar un libro en edades tempranas deja una marca (en el mejor de los casos una compañía) de por vida.
Segundo, por el desafío que representa. La literatura infantil tiene los críticos más rigurosos que hay en el mundo: sus lectores. Son prácticamente insobornables. Puedes decirles que la novela ganó el premio internacional de nosequé y que la recomienda la asociación de los mil pedagogos de Suazilandia; pero no cualquiera puede atrapar el interés de una niña de cinco años con el lapso de atención de tres parpadeos, o de un adolescente de catorce años con las hormonas a tope. Y luego mantén esa atención únicamente con palabras (la parte que me toca). Lo que se dice fácil, no lo es.
Tienes que ser honesto, convincente, establecer empatía y evitar que aparezca el adulto regañón que va a dar “la lección”. Esto es lo que más odian los lectores infantiles (y lo que más aman ciertos padres de familia que buscan en el libro valores, como cuando rastrean la información nutrimental en la caja de cereal).
Y tercero. La literatura para niños y jóvenes es un terreno donde se ejerce total libertad creativa. Se pueden tocar todos los temas, incluso los más peliagudos, con el tratamiento y la sensibilidad adecuados. En la literatura para adultos esto suele ser más complicado, y son muy claras las divisiones de las “castas literarias”, cuyo valor racial está determinado por el género. Los que escriben novela realista ven por encima del hombro a los que hacen literatura policíaca. Los que hacen novela histórica se sienten mejor posicionados que los que cultivan la ciencia ficción e incluso los que hacen ciencia ficción “dura” ven con cierta conmiseración a los que hacen ciencia ficción “blanda”. Están los de high fantasy y los de fantasy a secas. Muchos libros nacen con un estigma de subgénero, una marca de clase difícil de quitarse de encima.
Por el contrario, en la literatura infantil y juvenil conviven sin ánimos discriminatorios abuelas con duendes, maestras con robots, tierras lejanas con Xochimilco, brujas con bebés. Nadie parpadea porque haya por ahí un armario con un reino dentro, o porque una niña cambie de tamaño según lo que coma o beba, o si un pequeño príncipe hace de su hogar un asteroide. Todo se permite, se celebra y disfruta, siempre y cuando sea parte de un buen libro.
¿Cuándo voy a decidirme a escribir libros para adultos? Ni idea, pero no me frena el miedo.
Al contrario, para escribir libros para niños y jóvenes se requiere mucho valor. ~
(San Luis Potosí, 1972) es guionista de televisión y escritor de literatura infantil y juvenil. En 2011 obtuvo el Premio Nacional de Literatura para jóvenes FeNal-Norma por Operativo nini.