Cuatro poemas

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1

Los árboles, recuerdo, me atravesaban la cara.

Sentía mi sonrisa como un cristal de viento

y era mi mirada la confianza

en lo que nos miraba.

 

Supe que así comienza la felicidad, como algo que termina.

Supe que alguna estrella me nombraba muy cerca de mi pensamiento.

 

De espaldas a la tarde, de frente al nuevo día

hice mi desaparición a medias, mi aparición a medias,

era lo pertinente,

 

y comprobé que el terciopelo que mi oreja detectaba

era el solo silencio de una música

que siete u ocho años después escucharía

desde mi corazón para entonces de vidrio.

 

Mamá quiso reírse, y lo hizo, aunque mordiéndose un dedo.

Se le despeinaba el sentimiento, bien que de modo amable,

solamente de verme atravesar el calendario

para llegar a ti, que aquí me besas. ~

 

2

Tengo frío,

la pana de mi saco tiene frío,

el frío de mis lentes, grueso vidrio, algo dice del hielo

que sobre el agua he visto ciertas mañanas

(el frío viene de lejos, pero

pareciera

que nace de mi pecho, de mi lengua, de mis pocas palabras

–que no quieren decirse, que se hacen para atrás, se retrotraen, se evaden,

aunque quedan grabadas como con picahielo:

puncha lo gélido, rasposamente).

De esta ausencia de Dios mi bien peinado pensamiento

una luz sacará, difusa acaso, que mi ceño

distenderá, como un perdón largamente esperado,

como una música

en la que el frío, este mi frío encorbatado,

tendrá razón de ser.

Está mi voz cansada de saberse sin sueño, de saberse sin dueño, de saberse en el frío

de un lenguaje que ajeno la disuelve

como en una galaxia que no será mirada, descifrada,

que solo es torpe frío, pero intenso,

como la sangre de quien muere. ~

 

3

Soy pobre, pero músico,

un músico descalzo,

que sabe de la tierra, de las piedras,

y que sabe, por eso, de los pájaros.

 

El órgano en que toco está algo desdentado,

como algún día, sin duda, yo lo estaré;

mientras, este rincón que habito

me lo abrisa de cielo.

 

Ahora me habla de garzas y de flores,

de una corona verde,

de una flecha dichosa y del número 2. Yo nada entiendo,

 

excepto que estos tubos antes de oro

aún de oro son a mis oídos

y que de lo derruido de estos muros

 

la hora sé: no la voy a decir,

que la digan mis dedos,

que saben escuchar mejor que yo. ~

 

4

Amamos lo que somos, no lo que nos impiden ser.

Sonreímos abiertamente al tiempo que vivimos,

así sea desastroso,

y no por humildad, menos por ascetismo,

 

sino porque, pobres de nosotros si no,

de amor estamos hechos, y un poquito de Dios.

Y Dios ¿no dura más que la tristeza? ~

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