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La desigualdad: el diagnóstico de una época
Numerosas investigaciones desarrolladas estos años han ayudado a identificar el problema más profundo que vivimos en la actualidad. En 2008, por ejemplo, el Instituto Mundial para la Investigación del Desarrollo Económico de la Universidad de Naciones Unidas afirmaba que en el año 2000 el 1% más rico de la población poseía el 85% del total de la riqueza mundial. La otra mitad más pobre de la población mundial poseía el 1% de la riqueza global. Esa era la fotografía de un proceso en marcha, pues estas palabras se escriben en un momento en el que el diagnóstico de la situación señala la desigualdad material en sus múltiples dimensiones como el problema más acuciante del presente (ocde, 2015). Es normal entender por qué en este contexto El Capital en el siglo XXI (2013; fce, 2014), escrito por Thomas Piketty, apareció en la esfera internacional como una de las obras más creativas e influyentes de nuestra época.
No decimos nada nuevo si afirmamos que ese trabajo de Piketty ayudó a situar el problema de la desigualdad en el centro de todo análisis que tuviera como objeto formular una crítica normativa radical de la estructura económica, social e incluso política de nuestras democracias. A partir de su cuantificación estadística, Piketty señalaba una de las contradicciones fundamentales de nuestro tiempo, materializada en la promesa de igualdad de nuestras democracias y el fracaso en la implementación de mecanismos equitativos para la distribución de la riqueza en las mismas. Sin embargo, a entender de Saskia Sassen, Piketty se quedaba corto en la utilización del concepto “desigualdad” como categoría apropiada que ayudara a captar las verdaderas consecuencias devastadoras de la crisis. En su lugar, “el lenguaje de la expulsión” era mucho más adecuado para señalar la radicalidad de esos cambios que las nuevas lógicas del capital financiero estaban provocando.1
Esto ayudó a que muchos pensadores comenzaran a alertar del peligro de una crisis centrada en lo económico, que sin embargo estaba siendo telón de fondo de otra “crisis silenciosa” relacionada con una erosión grave de las cualidades esenciales de la vida democrática de nuestros sistemas.2 Como dijo Louis Brandeis, “podemos tener una sociedad democrática o podemos tener una gran riqueza concentrada en las manos de unos pocos. No podemos tener las dos”. La primera víctima de esa profunda desigualdad era sin duda la democracia.3 Hoy podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la crisis financiera que estalla en 2008 en la mayoría de los países de la ocde provoca la definitiva quiebra de un consenso socialdemócrata que durante treinta años consiguió limitar el conflicto social, y en el que el capitalismo industrial logró encontrar una vía de acuerdo con los trabajadores.
La quiebra del consenso
Después de la Segunda Guerra Mundial, los sindicatos estuvieron de acuerdo en limitar el conflicto a la negociación de cuestiones distributivas como salarios, horas, beneficios y vacaciones. El Estado intervenía en la negociación colectiva reforzando ese acuerdo implícito. En general, los principios vertebradores de la sociedad de bienestar capitalista consistían en que toda actividad económica debía estar colectivamente regulada para garantizar el bienestar colectivo, y que ese bienestar colectivo se encontraba intrínsecamente ligado al principio de ciudadanía. Tal principio de ciudadanía suponía en esencia que todas las necesidades básicas deberían estar satisfechas socialmente, y que en caso de que los mecanismos privados fracasaran, el Estado tenía la obligación de fomentar políticas públicas dirigidas a solventar dichas necesidades.
Sin embargo, muy pronto los análisis de algunos teóricos políticos de los años setenta se apresuraron a señalar que la hegemonía de este paradigma estaba cumpliendo una función ideológica. El pluralismo se iba reduciendo a los intereses de grupo, y la mediación del Estado fungía para legitimar estos procesos de distribución de riqueza que ayudaban a contener el conflicto. Crítico radical de la socialdemocracia de posguerra, Habermas nos alertaba de una trampa; al mismo tiempo que el volumen de la actividad económica privada era regulada por políticas públicas, la esfera pública se volvía progresivamente más despolitizada.4 Como consecuencia, aquella sociedad corporativa de bienestar comenzaba a producir sus propias normas de dominación. El fenómeno al que el filósofo y sociólogo alemán se refirió como la “colonización del mundo de la vida” señalaba ese proceso de transformación por el que tanto el Estado como los organismos privados convertían a los ciudadanos en clientes y en consumidores de servicios sociales. La “colonización del mundo de la vida” significaba que la acción espontánea, los procesos de construcción y discusión colectiva y las normas de la tradición se iban convirtiendo en mercancías incluso cuando caían bajo el control del Estado.
Esas instituciones del Estado acabaron por prescribir la mayor parte de las conductas que desempeñaban los “clientes” del Estado, y a establecer para esos clientes y consumidores cómo se designaban los bienes sociales, qué significado se les otorgaba y cómo debían ser las necesidades que las instituciones se encargaban de satisfacer. Era obvio que asistíamos a un momento en el que el Estado comenzó a intercambiar legitimidad por votos. Que mientras brindaba esos servicios a cambio de votos, allanaba el camino hacia la pérdida de su legitimidad, pues iba disipando la más importante de las dimensiones que el Estado debe preservar para garantizar su propia legitimidad, esto es, la dimensión de lo político.
La originalidad del enfoque de Habermas consistió en evitar el “monismo en torno al trabajo” de sus predecesores frankfurtianos, y en diagnosticar al mismo tiempo esta quiebra de la dimensión política basándose en una “teoría de la comunicación”. Es así como apuntaló al corazón mismo de los males del capitalismo tardío. La “racionalidad de los sistemas” del Estado y de la economía se extendió ilegítimamente hacia otros dominios que pertenecían al “mundo de la vida”, donde reside el elemento de la deliberación pública que es característica de lo político. Todos esos aspectos de la organización institucional, de la acción pública, las significaciones culturales, las prácticas y hábitos sociales sujetos a evaluación y discusión colectiva iban quedando en manos de “expertos”, lo que desincentivaba esa deliberación pública sobre las decisiones colectivas.
De esta forma, se iba despolitizando el proceso de formación de políticas de la sociedad capitalista de bienestar. La función ideológica de la burocracia consistía en que la “ciudadanía clientelar” se convencía de que las cuestiones de legislación y producción de políticas públicas debían relegarse a manos de expertos. Incluso la clase política fue dando paso al gobierno de especialistas, que desterraban progresivamente a los “políticos inspirados” adoptando un lenguaje de racionalidad económica para dar apariencia de seriedad, e ir implementando toda una serie de medidas que nadie discutía, porque conseguían revestirse de una disciplina científica. Fue lo que Habermas sentenció como la sustitución de la razón dialógica deliberativa por una razón técnica y burocrática que afirmaba estar exenta de valores.
La aparición de Thatcher y Reagan contribuyó a agudizar todas estas lógicas imponiendo una hegemonía discursiva neoliberal que “redujo la igualdad a una visión idealizada del intercambio mercantil, la elección individual y el logro meritocrático, mientras cerraba los ojos ante las desigualdades estructurales laboriosamente descubiertas y cuestionadas durante décadas”.5 Lo peor de ello es que esta transformación paulatina del principio de igualdad obligó a la socialdemocracia europea a emprender un viaje hacia “el centro radical” como única alternativa para poder ganar unas elecciones. Es conocida esa anécdota que cuenta cómo, terminado su mandato, preguntaron a Thatcher cuál había sido su máximo logro. En un ejercicio de la sutileza despiadada que tanto caracterizaba a la “Dama de Hierro”, contestó: “mi máximo logro ha sido Tony Blair”.
Y con el miedo volvimos a los Estados hobbesianos
Los procesos de globalización, el descontrol estatal sobre los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder fueron agudizando esta crisis para la que la socialdemocracia no hallaba respuestas. Se fue haciendo cierta esa frase de Tony Judt que afirmaba: “estoy seguro de que el poder de los intereses creados se ha exagerado enormemente en comparación con la restricción gradual de las ideas”.6 Mientras el capitalismo global seguía prosperando, las ideologías nacionalistas iban emergiendo por todo el mundo. Asistíamos a una pérdida paulatina de poder de los Estados nación tal y como habían sido creados durante la Edad Moderna, al mismo tiempo que iban mostrando su incapacidad para “navegar en las aguas inexploradas y tormentosas que se extendían entre el poder de las redes globales y el desafío de las identidades singulares”.7 Ante los desafíos que planteaba la globalización de la delincuencia, de la protesta social, de una nueva forma de rebelión cristalizada en un nuevo terrorismo transfronterizo, el Estado solo sabía reaccionar creando fronteras.
Tal y como señalaba Wendy Brown8 el proceso de declive de la soberanía de los Estados nación iba generando “democracias amuralladas”. Esta forma de “melancolía política” que rompe con la ansiada sensación de seguridad de las identidades narcisistas de los Estados nación (pues no hay pasión más narcisista que el miedo) viene a manifestarse teatralmente a través de la construcción o reforzamiento de muros, vallas, barreras que pretenden marcar las “fronteras” de los Estados. No se repara en que esta obsesión por remarcar fronteras, por “defender la defensa”, no es más que la constatación de su propio declive, y que estas operaciones de reforzamiento de límites pretenden funcionar contra esos agentes transnacionales que se construyen como “el otro”. El otro encarnado y visto como amenaza cultural, económica, étnica o religiosa en un momento en el que la identidad europea se diluye.
Asistimos a una operación de ilusionismo político, pues esas barreras fronterizas levantadas por todos los enclaves estratégicos de Europa son altamente ineficaces para la función a la que aparentemente están destinadas, esto es, frenar las migraciones. Pero tratan inútilmente de hacer “visible” un poder que ya es puro anhelo; que reacciona contra migrantes, contra refugiados convertidos discursivamente en terroristas potenciales, contra esos “otros” culturales que al contrario de lo que se piensa no amenazan una identidad europea, pues no puede amenazarse lo que ya no existe.
Europa como tal no ha sabido enfrentarse a la crisis de los refugiados, y es aquí donde la misma figura del refugiado se constituye en idea límite porque señala como ninguna otra que todas las categorías jurídico-políticas vigentes están caducas. ¿Cómo lidiar con “el refugiado” cuando todo derecho de ciudadanía va adscrito al marco del Estado nación, cuando solo reconoce miembros de una población territorializada? Esto que Hannah Arendt se preguntaba en los años cuarenta ha conducido en nuestros días a una situación límite en el continente europeo, porque este fenómeno transnacional ha sido contestado mediante una serie de gestos, de representaciones y de construcciones nacionales que ponen en evidencia esa torpeza para establecer adecuadamente los marcos locales/globales. Europa no ha sabido ofrecer la cartografía de un espacio político fuera de esa soberanía nacional indivisa y exclusiva que ya no se sostiene de ningún modo cuando las desigualdades son transnacionales, cuando las comunidades de riesgo se vuelven también transnacionales.
Cada uno de los problemas que vivimos en la actualidad nos devuelve a la problemática del marco. Incluso el de la crisis misma de la socialdemocracia europea, pues hasta hace bien poco seguía dando por descontado que la unidad dentro de la cual debía implementar el principio de equidad distributivo que llevaba en su adn era el Estado territorial moderno. El desafío radical de nuestro tiempo tiene que ver con esa pluralidad de marcos rivales y, sin embargo, mentalmente seguimos anclados en un imaginario westfaliano de la soberanía.9 Ahora que el reto político consiste en tratar de ir forjando una “metademocracia transnacional” europea, Europa pierde su identidad, rompe con esos valores ilustrados que fungían como mito, como elemento trascendente necesario para dotarse de legitimidad, para construir el ropaje de un discurso de los derechos y valores sobre los que cimentar un verdadero demos europeo. La reacción a este cúmulo de factores, sin embargo, ha sido un movimiento hacia las identidades imaginadas, y la proliferación de partidos de extrema derecha. Ahí tenemos por ejemplo el movimiento islamófobo Pegida en Alemania, el ukip británico, o el realzamiento de otros ya existentes como el Partido de la Libertad en Austria, el Frente Nacional en Francia o la Liga Norte en Italia, junto con la espinosa cuestión de los discursos populistas euroescépticos, nacionalistas y xenófobos que comienzan a extenderse por toda Europa. Pero, después de lo descrito hasta ahora, ¿de verdad alguien sigue sin entender el éxito de su auge?
El movimiento reactivo: el auge del populismo
El populismo desde su vertiente académica se define como una lógica de construcción política.10 Esta construcción política es ante todo construcción discursiva de lo social que discrimina a modo schmittiano entre un nosotros y un ellos, y que halla en el corazón mismo de lo político una lógica agonista para ir forjando alternativas políticas con pretensiones hegemónicas.
Precisamente la crítica que el populismo hace a la socialdemocracia es haber sido fagocitada por una hegemonía neoliberal y haberse demostrado incapaz de crear ella misma su propia hegemonía. “El viaje hacia el centro” supone para este populismo la aceptación de un sentido común, de un orden creado por el adversario político con el que, lejos de diferenciarte, reaccionas pareciéndote cada vez más a él, caminando por el horizonte de sentido que él prepara y cediendo un terreno en el que tú, y solo tú, tienes que decidir qué quieres ser.
Aquellos partidos que en Europa han intentado activar esa lógica de construcción política lo han hecho conscientes de la coyuntura que vivimos. Con importantes diferencias entre unos y otros, lo que les une es que han detectado que el problema democrático más grave que viven nuestras democracias es la crisis de legitimidad política, la crisis de confianza de la ciudadanía hacia las instituciones. En un escenario en el que nadie sabe exactamente de dónde emana ese poder global difuso, en el que la misma retórica de flujos financieros, religiones globales, comunicación digital, etc., rompe con toda posibilidad de identificación sólida, de todo vínculo en sentido fuerte, aparece el caldo de cultivo para la construcción artificial de comunidades e identidades políticas que satisfagan esos anhelos narcisistas de seguridad, e insuflen en la ciudadanía la idea de que una alternativa a lo existente es posible.
La crisis de la representación política significa sencillamente que las instituciones de los sistemas democráticos dejan de ser representativas de la ciudadanía, o que la ciudadanía deja de percibirlas como tales. El fin de la representación se produce cuando en ella no se encuentra ninguna indicación del contenido real que representa, cuando el sistema político se hace autorreferencial porque los representantes no se perciben como voces que expresan las distintas demandas de la ciudadanía, cuando no se ven como fuerzas que representan diversas opciones que impliquen proyectos políticos claramente diferenciables. Esto es lo que explica ese afán del populismo por marcar una frontera dentro del campo político que dibuje una diferencia nítida entre los actores políticos, que reconozca el antagonismo social y lo lleve a las instituciones en forma de alternativa, frente al turnismo de los partidos que ya existen. Esta situación crea un terreno favorable para que determinadas fuerzas políticas articulen discursos mediante los cuales intenten arrogarse esa voz del pueblo que no encuentra cauce de expresión “en lo de siempre”, porque son fuerzas que se alternan en el poder, sin ser alternativas.
Esta forma de construcción discursiva es un proceso clave para conectar a grupos importantes de población desencantada con fuerzas políticas que devuelvan la sensación a la ciudadanía de que la acción política es posible, y de que el “pueblo” puede recuperar ese poder que circula por esos canales globales difusos a partir de la ficción de la soberanía nacional. Esto explica por qué funcionan también esos candidatos que logran aparecer como fuera del establishment político, que consiguen presentarse como diferentes, con estilos propios, “auténticos”, con formas de expresarse más accesibles y cercanas, cuando además apelan al calor de las costumbres, de las fronteras, de las tradiciones y de su gente, ante un mundo que se presenta inaprehensible e imprevisible.
En un artículo publicado recientemente en Social Europe, George Lakoff volvía a establecer claramente esta diferenciación entre los hechos y los marcos seleccionados para presentarlos. Lakoff apuntaba como seña distintiva de Donald Trump, y el posible secreto de su éxito, la habilidad del magnate para colocar todas esas ansiedades de la gente que surgen en el contexto de la globalización en un marco “poco común”. El discurso de Trump está plagado de apelaciones a lo local, al cuidado de “su gente”, a la atención de los servicios que como la seguridad social o la sanidad atendían el bienestar de los norteamericanos frente aquellos grupos de población que, como los latinos o los musulmanes, no pertenecen a la comunidad. En realidad el papel de Trump, señala Lakoff, es el de un paterfamilias protector que habla en abstracto de volver a recuperar esos ideales perdidos de la comunidad, de la misma manera que Le Pen en Francia apela desde un nacionalismo xenófobo a ese sueño de la soberanía perdida. “Si nosotros queremos el poder, es para devolverlo al pueblo, el único soberano de nuestro país”, afirmaba la mandataria frentista en las pasadas elecciones regionales disputadas en Francia. Y añadía: “el nuevo clivaje que divide a Francia se establece entre aquellos que quieren que nuestro país desaparezca, los europeístas e internacionalistas, y aquellos que trabajan por renovarlo, los auténticos patriotas”.
De esta forma, el populismo consigue que ese clivaje de clase desaparezca, en un momento en el que el principal problema es la desigualdad, y apela curiosamente a los viejos Estados de bienestar desde la identidad nacionalista. Es por ahí por donde consigue el voto obrero, pero también el voto joven que busca “autenticidad” y políticos que no se parezcan a los políticos, y el voto del miedo de aquellos que en un contexto de terrorismo transfronterizo son hostiles a la inmigración, o los extranjeros o a cualquier clase de apertura de fronteras. Estos discursos conservadores, xenófobos, proteccionistas y obsesionados con la seguridad ganan hegemonía en Europa, porque contaminan el debate y lanzan al resto de fuerzas políticas a hacerlos suyos al asumir que esa es la única forma de conquistar “los votos de Le Pen”.
Por supuesto, es importante diferenciar entre el populismo de izquierdas, como el de Syriza o Podemos, y otro de derechas al estilo de Le Pen o Trump. De hecho, una de las premisas básicas de Chantal Mouffe, la filósofa belga que ha desarrollado el ideario político de Podemos, es que “el populismo de derechas solo se combate con populismo de izquierdas”. La diferencia básica entre ambos tiene que ver con dónde establecen uno y otro las fronteras para definir el ellos y el nosotros. Podemos aprovecha la crisis de representación política para impugnar a la clase política como un todo (ellos/casta) frente al pueblo (nosotros/la gente), mientras que Le Pen impugna a la clase política desde una posición que sitúa como enemigo/otro a la inmigración y a las élites de Bruselas como la principal amenaza de la voluntad soberana de la gran nación francesa.
El problema es cuando la política se reduce a mera estrategia de comunicación para llegar al poder. Cuando todo el juego político se limita a técnicas discursivas para dibujar diferencias y en una discusión en torno a pactos esa estrategia discursiva estalla en contradicciones; bien porque la práctica parlamentaria obliga a encontrar zonas de consenso, bien porque a la hora de repensar las instituciones el componente ciudadano pesa más que el componente pueblo, bien porque la producción de metáforas cada vez envejece con más rapidez, o porque recuperar la política, en definitiva, no puede ceñirse a un problema de comunicación por ver cómo se definen los actores políticos, sino en cómo plantear políticas y cuáles son los obstáculos reales a los que estos actores políticos se van a enfrentar a la hora de intentar implementarlas. Es cierto que los partidos políticos tienen la obligación de ganar las elecciones. Nacen para eso. Pero además de saber ganar, hay que saber gobernar. ~
1 Saskia Sassen, Expulsions: Brutality and complexity in the global economy, Harvard University Press, 2014.
2 Martha Nussbaum, Sin fines de lucro, Katz, 2012.
3 Zygmunt Bauman, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, Paidós, 2014.
4 Jürgen Habermas, Theory and practice, Beacon, 1973.
5 Nancy Fraser, Fortunes of feminism, Verso, 2013.
6 Tony Judt, Algo va mal, Taurus, 2013.
7 Manuel Castells, La era de la información: El poder de la identidad, Alianza Editorial, 2013.
8 Wendy Brown, Estados amurallados, soberanía en declive, Herder, 2015.
9 Nancy Fraser, Scales of justice, Columbia University Press, 2008.
10 Chantal Mouffe, Agonistics: Thinking the word politically, Verso, 2013.
Es profesora de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid. Escribe en El País y Agenda Pública