De la democracia como símbolo de estatus

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Las elecciones francesas no dejan de plantearnos preguntas. Más allá del voto de censura para el gobierno socialista en funciones, más allá del voto positivo entregado a la extrema derecha en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, más allá del cambio de mayoría y de los plenos poderes en todos los frentes concedidos a la derecha clásica, tal vez debamos preguntarnos sobre lo que parece ser lo más importante:
que en Francia, país hasta ahora politizado en extremo, la abstención es la más alta jamás conocida, tanto en las dos vueltas de las elecciones presidenciales como en las dos vueltas de las legislativas.
     Para dar razón del fracaso socialista no faltan explicaciones. De entrada, el contexto europeo hablaba por sí mismo. El 13 de junio de 1999, el grupo socialista del Parlamento Europeo perdía 34 asientos. Hace tan sólo tres años, siete gobiernos europeos eran socialistas o socialdemócratas. Únicamente España e Irlanda quedaban fuera de la "Europa rosa", que ahora está en ruinas.
     Sin embargo, nadie en Francia puede dejar de ocuparse de la primera vuelta de las presidenciales y de la presencia en la segunda vuelta del candidato Le Pen. Así como en los Estados Unidos hay un antes y un después del 11 de septiembre de 2001, la política francesa conocerá un antes y un después del 21 de marzo de 2002, cuando el representante de una derecha reaccionaria, proteccionista, clasista y racista eliminó al candidato socialista de la izquierda plural, representante habitual del mundo del trabajo, del progreso social y de la igualdad para todos.
     Olvidemos por un momento las circunstancias adversas y los errores de juicio del gobierno. La decisión de cambiar el calendario electoral colocando primero las elecciones presidenciales y luego las legislativas ofreció a Le Pen una tribuna incomparable para divulgar sus ideas con la extraordinaria soltura y habilidad que lo caracterizan; la fecha elegida por Jospin para la primera vuelta era la peor posible, la de las vacaciones escolares para la mitad de los franceses; la candidatura del hermano enemigo, Jean Pierre Chevènement, fue un caso desesperado de ambición política exacerbada disfrazada de programa y cuya ambigüedad política sirvió únicamente para confundir a una parte del electorado socialista; finalmente está el papel de los medios, que en la víspera de las elecciones hicieron de una noticia particularmente sensible —un anciano, bautizado de inmediato como Papi, fue golpeado por un grupo de jóvenes gamberros— el tema de actualidad que resultó, con mucho, el más divulgado en el horario estelar de todas las cadenas de televisión. Muy favorecedor para el tema de la seguridad. La derecha se apoderó del tópico, pero en cuestión de seguridad nadie es más creíble que la extrema derecha. Es la única que posee las soluciones auténticas, simples, radicales, populistas, demagógicas: ¡ni un extranjero más sobre el sacrosanto territorio nacional, y no se perderá el rebaño!
     Por supuesto, no hay ni un 30, ni un 25, ni un 20% de fascistas en Francia, pero sí un 15% de personas desorientadas, inquietas, totalmente escépticas ante las eternas promesas electorales nunca cumplidas y que, con frecuencia, se equivocan de adversario. Lo terrible es que habríamos podido hablar en los mismos términos de los alemanes en 1932.
     Por otra parte, las razones objetivas no escasean: inseguridad, de la cual se habla hasta el cansancio; escandalosa desigualdad, no sólo de ingresos, sino de oportunidades y, además, el desvanecimiento del concepto de nación en una Europa que no termina de conformarse y que no sólo está lejos de ofrecer un proyecto político y social que despierte entusiasmo, sino que siembra tensiones y multiplica ajustes, en ocasiones dolorosos; el miedo a los desfavorecidos por el crecimiento, los ancianos, los estratos sociales poco educados. En todos estos puntos, y pese a innovaciones notables —como la semana laboral de 35 horas, que sin lugar a dudas acabará imponiéndose—, el gobierno socialista de los últimos años se ha visto falto de fuerza y sobre todo de oído. ¿En qué decepcionaron los socialistas a esa mayoría que confiaba en ellos? ¿Qué parte del proyecto político progresista habitual abandonaron para llegar a estos niveles de falta de aceptación? ¿Cómo es posible que, en ese caso, tampoco hayan sabido ganar partidarios más acordes con un nuevo análisis de la situación política nacional y mundial? ¿A quiénes representan realmente hoy en día?
     Si se analiza el contenido de la propuesta socialista en el marco de las elecciones de 2002, es evidente que se cometieron múltiples y reveladoras equivocaciones. Por ejemplo, servirse de la "presión exterior," o de la coyuntura económica y política mundial, como escudo y excusa a priori para justificar la falta de ideas —y de voluntad— que habrían podido aportar a la campaña por lo menos la esperanza de un cambio. "No creo que la economía se pueda administrar actualmente" (Jospin). "No presentaré un programa socialista" (Jospin). "Integrar en nuestras vidas los valores fundamentales que nos aportaron Jaurès, Blum, Marx y Zola y más cerca de nosotros… el abate Pierre y Coluche" (un boletín socialista de París, 2002). Para llegar hasta el punto en que un partido socialista reivindica la caridad y la beneficencia como soluciones realistas a las desigualdades económicas escandalosas y crecientes de un país opulento, debe haberse recorrido mucho camino sin que nadie se dé cuenta ni se interese por el asunto.
     Sin embargo, el factor esencial del fracaso global para todos los partidos es la abstención histórica masiva: por primera vez en Francia casi uno de cada dos franceses se abstuvo de pronunciarse y declaró su falta de interés por el resultado de las elecciones y la composición del gobierno. Por lo tanto, de la calidad de la democracia en su país.
     Las cifras hablan: el 51% de los franceses se abstuvo en la primera vuelta de las elecciones presidenciales; el 55% de los obreros, el 52% de los desempleados, el 47% de los empleados, el 43% de las personas con escolaridad limitada y el 41% de las personas con ingresos modestos votaron por Le Pen o la extrema izquierda y otros partidos minoritarios. El 51% de los franceses se colocaron deliberadamente al margen de la democracia, que se convirtió en patrimonio de las clases medias o acomodadas, de quienes cuentan con un alto nivel educativo, los antes denominados burgueses, los ricos. La democracia se transformó en una especie de símbolo de estatus sofisticado, un fenómeno de clase. En la década de los noventa, se daba vueltas a la cuestión de saber qué había pasado con la clase obrera. Se creía, gracias a cierta mejoría en los niveles de vida y las condiciones de trabajo, por lo menos en los países más desarrollados del planeta, haber expulsado el concepto de clases sociales, y he aquí que reaparece justo para la ocasión con ropas apenas remendadas.
     Por supuesto, era hacer oídos sordos a los antiguos y nuevos desempleados, los sin techo de todo tipo que duermen bajo los puentes o en los rincones de los edificios, los artesanos y pequeños comerciantes con frecuencia aplastados por los impuestos y la competencia de las macroempresas, los agricultores subvencionados pero desalentados, o los jóvenes diplomados sin trabajo. Por no hablar de los inmigrantes recientes o de años atrás y los clandestinos indocumentados que no votan y por lo mismo no entran en esas estadísticas, pero cuya situación, un rosario de pequeñas y grandes discriminaciones cotidianas, acaba por despertar cuestionamientos. El espectáculo de la verdadera miseria, y en particular de la que un día puede alcanzar a cualquier trabajador —el peligro de perder su empleo ha aumentado en un 30% durante los últimos veinte años—, afecta la moral de una nación y conduce a la desesperación. Más aún cuando las desigualdades fundamentales en la formación, el ascenso social, ante el paro, ante el destino de toda una vida en suma, no han disminuido, sino al contrario. Lo mismo que en el siglo xix, en Francia el hijo de notario será notario, y el hijo de obrero, obrero. Y con el mismo porcentaje de tranquilizadoras excepciones, quien desciende de personas "económicamente desfavorecidas" será… pobre.
     Pero lo que aparentemente ni políticos ni sociólogos han podido medir es el umbral más allá del cual el ciudadano, incluso el de clase acomodada, incluso el que está relativamente protegido de las incertidumbres de nuestro tiempo, es afectado en su conciencia, en su sentido moral por el espectáculo de las desigualdades crecientes entre los grupos sociales y los individuos, tanto a nivel planetario como a la puerta de su casa. No, no es fácil vivir en compañía de la miseria ajena. No, la visión de adultos desempleados de todas las edades reducidos a la mendicidad no es un espectáculo para los niños. No, las imágenes de los barcos de inmigrantes albaneses expulsados de las costas italianas o las de los muertos de las pateras en las costas andaluzas no son las que nos gusta ver todos los días, en familia, en la televisión. Sobre todo cuando esas imágenes se muestran al lado de otras que exhiben y glorifican sin pudor la opulenta riqueza de las vips (very important persons) de todo el mundo, estrellitas con salarios astronómicos, ladrones de toda monta, en ocasiones encarcelados pero nunca empobrecidos, etcétera. No, los ricos no son los que la pagan.
     Y no es casualidad que fueran los jóvenes quienes, en primer lugar, salieran a las calles a manifestarse contra Le Pen, forzando el cambio de actitud de los franceses. Contra el fascismo quizá, pero también contra el cinismo del mundo y lo poco que se hace por asumir la responsabilidad sobre él, o por lo menos para comenzar a hablar de esto. En ese sentido las elecciones presidenciales y legislativas son ejemplares: Sí a la democracia contra el fascismo (82%), no a los parches políticos y sociales destinados a enmascarar los verdaderos problemas. Ahora, después de las elecciones, se comienza a hablar de la Francia "de arriba" y de la "de abajo". ¿Habría entonces dos comunidades? ¿Y la Igualdad inscrita en la fachada de las alcaldías y las escuelas? Cierto, los ciudadanos de la República son aún teóricamente iguales ante la ley, pero ¿lo son ante la exclusión? ¿Frente a la educación, la formación, el trabajo y sus condiciones, el ascenso social, el desempleo, la vivienda, la necesidad de seguridad, el futuro de la niñez? ¿Lo que llamamos la "igualdad de los posibles", que engloba todo lo que constituye la vida de la persona desde el nacimiento hasta la muerte?
     El Muro de Berlín cayó y no podemos menos que alegrarnos, pero ¿dónde está la muralla frente al ascenso del individualismo y el debilitamiento de las viejas solidaridades organizadas o no, herencia del siglo xix? ¿Se trata hoy en día de defender más a los individuos que a categorías enteras? ¿Cómo "regular" la economía de mercado en el marco de la economía de mercado, qué herramientas utilizar contra el liberalismo omnipresente? ¿Contra las industrias depredadoras del medio ambiente y jamás sancionadas? ¿Contra la gran delincuencia monetaria organizada, la creencia a ciegas en la santa virtud de la máxima ganancia? Pues la ley de la ganancia es muy simple: nunca es suficiente. ¿Un 10%, un 20%, un 30%? ¿O bien un 60%, como lo declaran algunas empresas de comunicaciones en los Estados Unidos, a riesgo no solamente de una obvia baja en la calidad, sino, incluso, de llevar a la ruina total a la empresa? No es necesario insistir en la falta total de ética del evangelio según el mercado, tanto a nivel nacional como en el resto del planeta.
     Reformar el capitalismo desde el interior del capitalismo y el mercado desde el mercado, hacer frente a la dictadura del liberalismo de la rentabilidad a corto plazo, cuyos intereses son del todo contradictorios con los intereses a largo plazo de las colectividades, es el quebradero de cabeza de todos los dirigentes socialistas del momento, para mayor confusión de militantes y votantes.
     Pero si bien se trata claramente de un problema socialista, es también la piedra de toque de la democracia. ¿Dónde está la democracia si no se refleja en lo social y no garantiza la igualdad? (Ni la justicia, el desprendimiento, la generosidad, la "fraternidad": eso también está inscrito en la fachada de las iglesias francesas.) ¿Dónde, si los electores tienen la impresión de que una vez que se vota por ella, la democracia se olvida de ellos? ¿Cuando quienes han recibido el mandato popular para gobernar están completamente alejados de "los de abajo"? Ésa es la conclusión a la que llegaron la mayoría de "no demócratas" revelados en las más recientes elecciones francesas. Ese ciudadano "no demócrata" es de hecho un individuo más libre que el de las generaciones precedentes, menos dado a creer sin cuestionar a los partidos políticos que no encuentran nuevos cuadros, a las estadísticas y encuestas, y más interesado en los hechos, más informado y abierto al mundo, aunque se preocupe por el efecto de difuminado artístico que envuelve la geopolítica mundial. Vista esquemáticamente por sus ciudadanos como "protectora", la República democrática ha perdido en las últimas fechas esta cualidad en el contexto de una Europa en construcción, que no acaba de definirse y en la que hasta ahora no se ha visto que la profundización de la democracia y los valores humanos se pongan en primer plano.
     Pero si bien comprendemos esta reacción apolítica, "fatalista" si se quiere, de parte de los abstencionistas de toda laya, no podemos olvidar las trampas. ¿Es éste el momento de abandonar el campo de la política cuando el capitalismo parece librarse de toda regulación? ¿Qué, sino la política, sabrá hacer frente a la invasión del todo económico en nuestras vidas?
     Pierre Bordieu llamaba a la "reconstrucción —mediante un trabajo colectivo— de ideales realistas". Esta "reconstrucción", por lo tanto trabajo, "colectivo", por lo tanto de todos y a la escucha de todos, "de ideales realistas", es decir, reintroducir el idealismo tomando en cuenta realidades, ¿es un programa socialista? Eso parece. ~
     — Traducido por Una Pérez Ruiz

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