La dedicatoria es un genero problemático. Hasta al escritor más hábil, elegante, ingenioso, efusivo, etc., lo habrá más de una vez perturbado el problema de cómo dedicar un libro nacido de su genio o cuando menos de su ingenio. Pretender que cada ejemplar dedicado al viejo o al nuevo amigo, al distinguido colega, al autorizado crítico, al desconocido que se declara admirador de siempre (y de los parientes más vale no hablar: nunca te leerán, resígnate) es algo que ofrece al escritor un insomnio de mil y una noches. Rara vez se conoce lo suficiente al destinatario de la dedicatoria como para ofrendarle unas líneas que no sean convencionales. Tal vez la mejor solución la dio Victor Hugo, no en una sesión de firma de ejemplares de sus obras, sino en un ilustre salón en el cual, según iban presentándole a diplomáticos de todo el mundo, emitía una exclamación admirativa:
—El señor representante de Inglaterra —anunciaba el ujier.
—Inglaterra… —decía Hugo— ¡oh, Shakespeare!
—El señor embajador de España.
—España… ¡oh, Cervantes!
—El señor embajador de Alemania.
—Alemania… ¡oh, Goethe!
—El señor embajador de Italia.
—Italia… ¡oh, el Dante!
—El señor representante de Nigeria.
—Nigeria… —musitó el autor de La leyenda de los siglos, y, tras quedarse largo rato en los silenciosos puntos suspensivos y explorando urgentemente su memoria, al fin profirió:
—Nigeria… ¡oh, la humanidad!
El problema resulta mayor cuando se trata de las dedicatorias manuscritas que abren al escritor las puertas del insomnio. ¿Qué podría pensar el fan de un prosista distinguido ante una dedicatoria insípida como:“A Francisco Sánchez, con mi amistad”, o como: “A la apreciable Carolina Méndez”? Tales modos atolondrados de dedicar un libro son riesgosos, pues el dedicatario puede preguntarse si el dedicador es realmente el talentoso autor admirado o un necio impostor.
Muy incomodo asunto es cuando el autor no sabe quién es el solicitante que se ha presentado efusivamente como un viejo amigo. Entonces, suspendiendo la pluma sobre el papel tras haber escrito la A dativa, hay que musitar temiendo ofender al otro: “Disculpe… ¿su nombre y apellido?” Y el asunto resulta trágico cuando por descuido el autor que ha dejado un amplio espacio entre el texto de la dedicatoria y la firma, un día recibe la página recortada a la mitad de la portadilla con las siguientes líneas escritas a máquina: “A Carlos Muciño Pérez le pagaré $ 120, 000.00 antes del 15 de noviembre de de 2009. Firma: Fernando del Paso.” (Las palabras en cursiva serían, claro está, las añadidas por el ventajista receptor de la dedicatoria.)
Una antología de dedicatorias manuscritas de autores célebres podría ofrecer otras sorpresas, como la del ensayista de izquierda que inesperadamente se inclina ante el gran hombre político de la ideología contraria: “Al brillante orador y león de la tribuna don Diego Fernández de Ceballos, por encima de leves diferencias”, o la del audaz poeta erótico que en un álbum redacta una tierna cursilería: “A Rosita Meléndez Hijar, rosa entre rosas, en sus quince rosicleres”, o la del ensayista originalísimo que emite palabras sublimes en honor de un famoso arquitecto: “A don Teodoro González de León, gran arquitecto que también lo es de almas.”
En algunas dedicatorias puede haber algún rencor supuestamente cancelado: “A Javier García Galeano, malgré tout” (es decir: en recuerdo de quién sabe cuántas broncas), o puede, bajo forma de respeto, delatarse un desdén: “A Christóbal Domínguez M., lector esforzado”. Y no es poca cosa como dedicatoria artera esta otra escrita en tono culto pero con poco disimulada anotación brutal: “A la adorable Carlota Picavía y a su irresistible mirada de Venus” (pues los franceses llaman le regard de Vénus a… la bizquera).
En el género de la dedicatoria política hay las muy generosas por ampliamente incluyentes y sin discriminación de género: “Al gran lic. Victor Puerrendón, y a todos quienes como él luchan por nosotros (y nosotras)”, pero también hay las excepciones notables a esa empatía universal. Así, en un capítulo precisamente titulado “El arte de la dedicatoria” de su libro Disertación sobre las telarañas, Hugo Hiriart cita un caso ¿imaginado? de dedicatoria expresamente excluyente a pesar del tono de universalidad : “Dedico estos poemas a toda la humanidad, menos a Enrique Krauze”.
En cuanto a dedicatorias que pueden comprometer al dedicador respecto del dedicatario, acaso lo mejor sería acatar el consejo: “Dedica bien, pero mira a quién”. A veces Ramón Gómez de la Serna, de quien se decía que escribía todo lo que se le ocurría, publicaba todo lo que escribía y regalaba todo lo que publicaba, es decir que dedicaba libros “a diestra y siniestra”, usaba el modo precautorio:
“Claro que los sospechosos merecen sospecha, y para esos tengo una dedicatoria especial: ‘A Fulano de tal, en reciprocidad’. Recuerdo que hubo un mastuerzo que se preguntaba: ‘¿En reciprocidad de qué?’, y los que lo oían se reían en sus barbas porque no se había dado cuenta del por si acaso que significaba la dedicatoria preventiva.”
Para terminar: uno de los peores tipos de dedicatoria es aquel que, aun denotando amistad y confianza entre dedicador y dedicatario, no registra el apellido de éste, de modo que no hay posibilidad de presumir esas líneas ante los amigos. Cito un caso muy particular:
Por mucho tiempo mi admirado amigo Augusto Monterroso me dedicó así sus libros recién publicados:
“A Pepe, con amistad. Tito.”
Yo protestaba:
—¡Pero, Tito, así no significa nada!… ¿Cuántos Pepes hay en el mundo?
Y sólo poco antes de morir (el muy artero) me dedicó Los buscadores de oro de modo más o menos satisfactorio:
“A Pepe de la Colina, con amistad. Tito.”
(Publicado previamente en Milenio Diario)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.