A juzgar por la cantidad de engendros que se producen y expenden hoy día, podría decirse que la novela histórica goza su edad de oro en el país. Morelos, Zapata, Villa, Cuauhtémoc, Juárez, han pasado de estatuas, y coartada de políticos a protagonistas de caudalosos folletones. Su infancia, sus taras íntimas y sus amores, todo aquello que francamente no sabíamos de ellos y quizá nunca quisimos saber, se exponen en páginas ora lacrimógenas ora solemnes y rara vez entretenidas. La nómina de héroes sin novela se ha visto muy mermada. Digámoslo de una vez: ya son pocos los personajes de billete sobrantes. Al paso que vamos, hasta oscuros titanes como el Pípila o el Niño Artillero van a tener publicado un libro de 890 páginas en su honor antes de fin de año.
Varios de los autores que le han entrado a esta suerte de locura colectiva reconocen fuera de grabadora que fueron sus editores quienes insistieron en “invitarlos” a echarse a las turbulentas aguas de imaginar los quince años de Aldama o los primeros pasos de Allende. Y eso porque existe un mercado de lectores al que durante años se olvidó y que ha demostrado que las ventas de libros históricos suelen exceder a las de la narrativa a secas. Pero como todo mercado que se redescubre de repente, este ha pasado de la sequía a la inundación. Es previsible que las ventas irán cayendo. Y que, como suele pasar, las novelas históricas acaben por ser objeto de bienintencionadas subvenciones para mantenerse en el mundo de los vivos, así sea con respiración asistida.
Como apresurar ese proceso sería la mejor garantía de que el fin de la sosa y estereotipada novela histórica actual se produzca, me permito sugerir algo: que Conaculta, que todo lo arruina, se involucre. Que se hagan dos listados: uno de novelistas desempleados y otro de héroes sin un mal librito en su memoria. Que se le den cien mil pesos a cada literato participante, se le asigne un héroe y que Conaculta se quede con el manuscrito, so pretexto de la proximidad del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Y que luego, como es ritual, se gaste un dineral en imprimir los libros y luego los meta en una bodega, para que los mexicanos del año 2459 disfruten de los primeros besos del Héroe de Nacozari o los minutos postreros del Virrey O’Donojú. Eso sí sería honrar a nuestra historia.
– Antonio Ortuño