Hay una escena en este conjunto de crónicas, la que da título al volumen, que no es la menor felicidad del libro. Alude a un remoto recuerdo de juventud: Jorge Edwards y el escritor chileno-parisino-esotérico Alejandro Jodorowsky, a comienzos de los años cincuenta, o sea, hace un perfecto medio siglo, solían reunirse en una casa del centro de Santiago donde Jodorowsky animaba marionetas. Y se quedaban hasta el atardecer conversando de literatura, sentados en el tejado. Un tejado con vista al Asilo de Santiago, desde cuyos patios los dementes rapados y desdentados los contemplaban, los locos “que nos señalaban con los dedos, nos hacían morisquetas y que se reían a costa nuestra, dos locos muy jóvenes y que tenían la necesidad de subirse al tejado para conversar de sus locuras”.
El libro se divide, más o menos, en tres partes, según a dónde haya dirigido su mirada el escritor desde aquel tejado. La primera apunta al patio de los locos chilenos, tema frondoso en un país que comete la locura de tenerse por razonable. Escritores y musas, novelistas consumidos en vida por el propio olvido como el inolvidable Mauricio Wacquez, o poetas extraviados en la luna de la fama universal, como Neruda, que aparece y reaparece ”volotea y revolotea” en los escritos de Edwards. No podríamos figurarnos dos temperamentos más distintos que el del poeta y el cronista, el lírico de altura, cordillerano, cósmico, sideral ”águila sideral, viña de bruma” escrutado desde el tejado de Edwards con interés casi entomológico, con ironía amable y a veces con exasperación. Y sin embargo, hay una afinidad con Neruda que tiene mucho que ver con el espíritu de estas crónicas: una sensualidad, una alegría material de vivir, una desconfianza instintiva de la “metafísica cargada de amapolas”, un pragmatismo de los sentidos anterior y refractario a las ideas recibidas y autorizadas por la razón instrumental.
Otro patio, visto desde el tejado de este libro, es el de los viajes. Y en esto Edwards, diplomático una vez, escritor peripatético siempre, tiene mucho que narrar. A juzgar por el índice, todos los viajes lo han devuelto a París. Y a la gula. Sus crónicas golosas sobre restaurantes y merenderos, botillerías y queserías de la ciudad luz, abren el apetito e invitan a preguntarse una vez más por la relación entre literatura y comida, entre dicción y digestión. La filiación rabelesiana se le nota a Edwards, también, en su prosa de paladar largo, de masticada apreciativa, de sorbo prolongado que se ve bajar por la garganta.
Finalmente, el tercer patio que se avista desde este tejado es el de los escritos políticos. La valentía de Edwards como cronista político le ha costado no poco. Fue un artículo crítico de Pinochet el que le costó su salida directa de la diplomacia al exilio, hace treinta años. Y fueron algunos artículos contrarios a la posible extradición de Pinochet a España, recogidos en este libro (“Razones chilenas”), los que le valieron la enemistad furibunda de varios “locos”, especialmente en el patio español, que le tiraron terrones por atreverse a disentir del cliché del escritor latinoamericano revolucionario, en lugar de reevolucionado. Por su originalidad, también, uno querría algo más de esta reflexión ensayística, a trueque de algo de la pulsión anecdótica que predomina en el volumen.
Es en ese punto de inflexión entre escritura y política, el más comprometedor (ya que no comprometido), donde la aparición de este libro de crónicas lleva a preguntarse sobre el lugar y el futuro del escritor cronista. El comentarista en español, desde Larra, desmigajando su época y opinando sobre casi todo, parece más que nunca un loco como el que dialogaba en aquel tejado, amenazado por las voces del asilo global. Hay en marcha, quizás, un nuevo estrechamiento del campo literario, cuyo índice se ve mejor en la cultura de habla inglesa que mal que mal, por hegemónica, es nuestra advertencia y nuestro desafío. Fueron el cine y la televisión los que robaron mucho del privilegio narrativo que tuvieron los escritores hasta mediados del siglo XX; ahora, los diplomados en ciencias sociales, perversión reciente del humanismo, desplazan al cronista interesado en el mundo más allá de las letras. El intelectual como especialista en ideas generales, que quería Ortega, remplazado por el especialista con pretensiones generales, de modelo anglosajón. Desde sociólogos y politólogos hasta economistas, críticos culturales y periodistas profesionales, reclaman por feudo parcelas cada vez más estrechas, patios, huertos que sólo sus autoridades podrían cultivar. Y apedrean al escritor generalista en el viejo tejado, solitario, autorizado sólo por su mirada y su locura personal. Al autor que en prosa fluida, democrática y al mismo tiempo expresiva, o sea, con sentido de lo común, escribe en sencillo sobre temas complejos, que no se escuda detrás de jergas ultradefensivas o argumentos de autoridad, para pensar por su cuenta. Que no argumenta con su cartón sino con su razón.
Con esa amenaza en mente y leyendo esta silva de varia lección, uno agradece que Edwards no se haya bajado nunca de aquel tejado, manteniendo por medio siglo este diálogo misceláneo e intenso entre literaturas y culturas, cocinas y gulas, sociedades y políticas, que a los ojos de los locos y no sólo los de Chile ha parecido muchas veces una perfecta locura. Locura el lugar, un tejado de primer piso desde el cual no se domina el paisaje, pero se lo observa mejor, con cierta desafección, con cierto desinterés apasionado (con perdón del oxímoron, cantado en este caso). Y locura el tono: moderado, tranquilo, irónico, muy distante de la rabieta hispanoamericana que pasa, tan a menudo, por único punto de vista intelectual entre los nuestros. Ese tejado de casa antigua chilena, bajo pero panorámico, más cerca del suelo que del cielo, y ese tono de diálogo, de escritor que ha escuchado antes de hablar, son para mi gusto los viejos rasgos más salientes, gratamente confirmados en las nuevas crónicas de Jorge Edwards. ~
Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.