Ilustración: Nora Millán

El ojo de Dios

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Soñaba con una hoguera. Un fuego amable que no quemaba. Se podía entrar en él y salir indemne. Más que eso, sanado. Sus ropas ardían pero su piel parecía intacta, deliciosamente fresca y nueva… “Papito.” Alguien lo llamaba desde muy lejos, desde una región tan antigua de su alma que ya la había dado por inexistente, como esa piel del sueño. No había de qué preocuparse, le diría a la niña con la que soñaba. Que lo dejara dormir; este era el buen fuego, el que curaba.

“Papito.” El prefecto Gálvez abrió los ojos. En la penumbra, aclarada por la luna que se colaba a través de la ventana, descubrió al cabro Román. Sus ojos de un verde aguado que tiraba al gris, glaucos, muy cerca de su rostro:

–Papito, vine a buscarlo.

Lo llamaba “papito”, al uso de los indígenas con las gentes blancas, a modo de respeto. Pero en él, claro, había un timbre de ironía.

Gálvez intentó incorporarse. Estiró el brazo hacia atrás buscando su revólver. Lo había dejado metido en la pistolera que pendía en la cabecera de la cama. Pero el cabro Román le retuvo la mano con suavidad, indicándole el cuerpo desnudo de la muchacha que dormía abrazando al prefecto, la liviana cabeza hundida en su cuello. Le susurró:

–No la moleste. Si yo hubiera querido…

Gálvez bajó el brazo, terminando de espabilarse. Sí, el cabro Román tenía razón. Si hubiera querido matarlo, no habrían despertado ni él ni la paraguaya. Seguirían para siempre en el limbo de ese fuego limpio, que no quemaba. Casi añoró que hubiera sido así.

–¿Cómo entraste?

–Rápido, papito, venga conmigo. Antes que amanezca –lo apremió Román.

El prefecto fue retirando su cuerpo gordo y sudoroso de debajo de la paraguaya, hasta librarse de su abrazo. Ella se quejó, ligeramente, y quedó de espaldas. Gálvez la contempló un momento antes de cubrir su desnudez con la sábana. Una débil señal se activaba en la zona polar de su corazón cuando la miraba dormir. ¿Era orgullo de poseedor? ¿Podría ser ternura? ¿Cómo se llamaba ese sentimiento previo a la edad del hielo? La señal era tan débil que no lograba sintonizarla: una estación de radio remota, en un idioma que alguna vez habló, pero que ya había olvidado.

–Espérame afuera –le ordenó a Román, indicándole la puerta.

El prefecto Gálvez se levantó de la cama con toda la suavidad que le permitían sus ciento dos kilos. Era un hombre alto y rollizo, con un bigote lacio de mandarín que cultivaba en tácito recuerdo de la abuela china que lo había criado en el puerto pesquero de Taltal. Quien no lo conociera podía llegar a creer que esos ojos entrecerrados expresaban la rotunda satisfacción de los obesos, en vez del escepticismo que ranuraba su percepción del mundo. Gálvez se vistió en la oscuridad. Estaba acostumbrado a hacerlo. Tenía por norma nunca amanecer al lado de la paraguaya (cuando lo hiciera se vería obligado a decirse que habían empezado a vivir juntos, y él se consideraba más allá de ese tipo de vida). Luego revisó el revólver, le quitó el seguro y lo devolvió a la pistolera que ajustó sobre la camisa antes de ponerse la chaqueta. Solo entonces se permitió inclinarse sobre la cama y hundir levemente la nariz achatada en la melena negra de la mujer que dormía.

Al salir, le dejó un billete sobre el arrimo de la entrada. La única diferencia con su antigua práctica, en la casa de donde la había sacado, era que allá entregaba su billete antes y no después.

Un frío despiadado cuajaba la claridad lechosa de la pampa, que se extendía más allá del vallado de piedras. Había tantas estrellas que costaba encontrar un intersticio negro en el cielo. Y la patrulla con sus dos centinelas no estaba. Mañana alguien tendría que darle muchas explicaciones. En su lugar, a un costado de la casita, junto al algarrobo entalcado por el fino polvo del desierto, se había estacionado una camioneta todoterreno, brillante, con vidrios polarizados, antenas y varios focos neblineros en la barra sobre la cabina. Era un vehículo tan nuevo, lujoso y notorio que Gálvez se preguntó dónde diablos lo escondería el cabro durante el día. Román acariciaba el tapabarros delantero mientras lo esperaba. Al verlo salir se adelantó un poco, indicándole la puerta abierta del vehículo. Cualquiera habría dicho que era un adolescente orgulloso que venía a lucirle al padre su primer auto propio.

–Te colaste en mi casa… –le espetó el prefecto, parándose delante de Román.

El cabro llevaba uno de sus resplandecientes trajes de seda, sin solapas. La camisa, abierta a pesar del frío, mostraba el hundido pecho lampiño donde el cielo estrellado blanqueaba las cadenas de oro. Las crenchas endurecidas con gomina chispeaban solo un poco menos que los extraños ojos glaucos, huidizos. Todo en él brillaba demasiado, incluso lo que no era falso. Gálvez debía llevarle veinte centímetros de altura y más de cuarenta kilos de peso, y volvió a extrañarse de que, con toda esa ventaja, no pudiera dejar de estar alerta. Eran como un cerdo frente a una serpiente.

–Tenía que despertarlo pues, papito –se explicó Román.

–¡No me vuelvas a llamar papito!

Antes de que el muchacho pudiera contestarle, Gálvez lo abofeteó de revés, cruzándolo de abajo hacia arriba. La cabeza del cabro se volteó con el golpe y volvió lentamente a su sitio, arrastrando una media sonrisa, unos ojos húmedos que relumbraban de humillación. Gálvez lo vio temblar y contenerse. Era famoso, y peligroso, por eso mismo: porque su ira no le nublaba la despiadada cabeza fría. El prefecto se preguntó cuánto más podría tentar a la suerte, hasta qué límite podría girar a cuenta de su historia común.

–Lo llamé desde acá –se disculpó Román, sin verdadera contrición, frotándose la nariz encendida por el golpe y el acné–. Pero estaba durmiendo tan bien que no me oyó. Si nos demoramos mucho va a amanecer. Y ahí sí que nos verán desde el cielo, usted sabe.

El cabro indicó hacia el erizado firmamento sobre sus cabezas. Uno de esos puntitos de luz era el satélite espía de la DEA, que orbitaba arriba de esa zona. El “ojo de Dios”, lo llamaban los traficantes. A ciertas horas del día sobrevolaba el desierto, entre Bolivia y el mar, fotografiándolo todo, casi hasta los pensamientos, con precisión de centímetros.

–¿Y para qué tengo que ir contigo?

–Por favor, papito –seguía empleando, deliberadamente, ese nombre prohibido: allí estaba el límite–. Hace tanto que no nos vemos.

–Lo que tú quieres es pringarme, ¿ah?

La mirada huidiza –color de madreperla– se fijó un momento en él, detenida en la lástima de saber que su sola compañía pringaba. Por fin le dijo:

–Si usted no viene, ¿cómo va a saber para qué vine yo?

Tentaba a su curiosidad profesional, de detective. Gálvez sintió deseos de abofetear otra vez esa cabeza de mechas engominadas, insolentes. Pero castigarlo nunca había servido de nada. El prefecto recordó al muchacho de doce años, media década antes, atado a una cadena en el calabozo de la comisaría, con el rostro anegado en lágrimas. Fueron veinte, treinta correazos… Para ahuyentarlo y que dejara de seguirlo y que nunca volviera. Y aquí estaba.

–Solamente quiero hacerle un favor… –repitió el cabro Román, mostrándole otra vez la puerta del acompañante, señalada por una lucecita roja, en la lujosa camioneta todoterreno.

Gálvez giró hacia la casa. Si seguían conversando allí, quizás la paraguaya se despertara, y al asomarse los vería juntos. Al prefecto regional de policía y comisario antidrogas de Pampa Hundida, con jurisdicción sobre todo ese desierto, desde el Pacífico hasta la frontera con Bolivia, y al pistolero más joven y buscado de la zona. Sin embargo, si era sincero, se dijo Gálvez, no era eso lo que más temía. Le temía más a la equívoca admiración de la muchacha, a la sonrisa que le rizaría sus labios gruesos, a la posibilidad de que saliera corriendo hacia ellos, a medio cubrir, por el puro afán de conocer al joven pandillero. Para pedirle un autógrafo, acaso, como a un cantante de moda.

Gálvez palpó la cacha del revólver, que le abultaba bajo la tetilla, y subió al auto.

La camioneta daba tumbos detrás de las pircas de la ciudad, por el lecho de un canal seco. Después fue zigzagueando entre los árboles del bosque de tamarugos, en las afueras del oasis. El prefecto comprobó que el cabro Román no necesitaba encender su batería de luces. Estas eran las rutas nocturnas del contrabando. Una rata del desierto, como esta, tenía que conocerlas todas. Saber verlas bajo el sol cegador tanto como bajo las estrellas.

La lisa cara del desierto era el rostro de un hipócrita, volvió a pensar Gálvez. Bajo esa costra reseca se escondía un mar, una red de aguas sulfurosas que en ocasiones asomaban, apestando. En cierto modo, el desierto era como su memoria. La paz aparente de su aplomo, un grueso caparazón de cuarzo y sal sobre las aguas del pasado. Todo lo que caía allí se conservaba en salmuera, intacto. Como su felicidad perdida, que se le traslucía a veces en el rostro cuando había soñado con su hija. Dicha que se amargaba enseguida, apenas recordaba…

El prefecto estaba seguro de que esta huella sobre la cual rodaban, claramente perceptible incluso con la sola ayuda de las estrellas, no aparecía en esas fotografías del satélite, del “ojo de Dios”, con las que habían mapeado toda la zona. ¿Cómo lograban esconderla? ¿Cómo tapaban las huellas durante el día? El hecho es que atravesaban el desierto, en dirección a la frontera, trazando una línea zigzagueante, a ratos paralela al primer tramo de la “carretera bioceánica”. El eterno proyecto gubernamental para rentabilizar –y civilizar– estos páramos, uniendo el Pacífico con los países vecinos y hasta el Atlántico, a través de ellos. Al fondo, la pista de asfalto que abría el Cuerpo de Ingenieros Militares dividía ese paisaje lunar como una grieta.

–¿Para qué viniste? –volvió a preguntar el prefecto.

–¿No está contento de verme, papito? Y tanto que me ha buscado.

–Ya te voy a mostrar lo contento que estoy. Ahora dime para qué me necesitas.

–No, pues, si es usted –lo contradijo el cabro Román, bajando la cabeza y sonriéndole de refilón, se habría dicho que con timidez o embarazo–. Es usted el que me necesita a mí.

Ese era el motivo, recapacitó Gálvez. Intentaba sobornarlo. Quizá ya se había acercado a él lo suficiente, en sus investigaciones, como para obligarlo a esta última jugada: venir solo, en medio de la noche, a ofrecerle un pago.

Gálvez se preguntó cuál sería el precio de su corrupción. ¿Le ofrecería un solo soborno, el cabro? ¿O una participación constante, un porcentaje? ¿O acaso lo tentaría con esas mil hectáreas en las sabanas del Chaco argentino que le había propuesto otro traficante, unos años atrás?

Evocó a su jefe, el prefecto inspector, la última vez que vino a supervisarlo. “Corazón de oro”, lo llamaban en el servicio; no por su bondad, sino por los millones que había invertido en sus baipases cardíacos. Del viejo músculo ya poco le quedaba, como no fuera un indestructible amor al dinero. Recordó los morados labios salivosos, su inconfundible hálito a brandy fino. “Gálvez”, le había dicho la última vez, “usted es un enigma. Es demasiado inteligente para ser honesto y, sin embargo, aquí está: haciendo la vista gorda, como todos nosotros, en los grandes crímenes que no puede perseguir. Y pasándose de ético con las minucias de la delincuencia menor. Sin recibir nada a cambio. ¿Por qué no acepta de una vez que ser policía, en estos tiempos, ya es de por sí un crimen, y deja que lo demás caiga por su peso?”. Y Corazón de Oro se había rascado la entrepierna, a través de los bolsillos del pantalón, ahí donde habían caído quizá cuántos de esos “pesos”. Era fama que él ya tenía varios miles de hectáreas en el Chaco argentino.

Era la hora más fría, esa cuyo filo corta los últimos hilos de la noche antes de destapar el amanecer. El cabro Román conducía aparentemente al azar, dando grandes rodeos y contramarchas que tan pronto los llevaban hacia la erizada mandíbula de la cordillera como en la dirección opuesta. Por primera vez, Gálvez sintió miedo. Y agradeció, profesionalmente, su aprensión. Esta luz de alerta parpadeando en una esquina de su conciencia. Su temor era un recurso profesional, tanto como la 38 Magnum en la sobaquera, o la porra de goma en los interrogatorios. Si el cabro no iba pronto al grano, significaría que, simplemente, lo estaba despistando para llevarlo a una encerrona. El desierto se había tragado a muchos, y mejores, antes que a él. No era imprescindible una ejecución tradicional, con un cartucho de dinamita atado al cuello. Bastaba con obligarlo a bajarse en un sitio equidistante entre las aguas y las rutas más próximas.

El cabro Román lo observaba de reojo, adivinándolo, con una suerte de condolida intuición. Su pronunciada nuez, aguzada por una espinilla, bajó con dificultad:

–Estoy tan orgulloso de poder ayudarlo. Conmigo está a salvo.

–¿Incluso de ti?

–Nadie lo va a cuidar mejor que yo. Daría mi vida por usted, papito.

Román se agachó, apoyándose en las piernas del prefecto para trajinar en la guantera. La mano izquierda continuaba guiando el volante, de memoria. Por un momento, Gálvez receló que fuera a quedarse ahí, sobre su regazo, como un niño haciéndose perdonar una travesura. Pero el cabro se incorporó, empuñando un arma:

–Tómela. Para que se sienta seguro.

A la débil luz del tablero, Gálvez observó la pequeña pistola-ametralladora UZI, sostenida por la delicada mano de Román. Decían que el cabro tenía la principal habilidad de un sicario: no pensaba antes de disparar. Y que así había llegado a convertirse en jefe de banda, antes de cumplir los dieciocho. ¿Cuántos muertos le colgaban ya? ¿Cuatro, cinco? Uno por cada uno de esos dedos flacos, de niña, que sostenían la pistola. Román la deslizó por el asiento, hasta hacerla tocar la mano de Gálvez. Este la levantó. Apenas pesaba. Solo el alma era de metal; el resto, de plástico. Habían decomisado dos en el último año. Fue cuando le enviaron al prefecto inspector con sus jóvenes “observadores” gringos. Confiscar una de esas presagiaba un ascenso en ciertos servicios; la condecoración llegaba directamente desde Miami. Quizá los secuaces de Román se habían descuidado y el “ojo de Dios” los había fotografiado desde lo alto mientras jugaban con ellas.

–¿Y esto tiene pilas?

–Sí, tiene –el cabro Román soltó una risita aguda, un “gallito”. Había matado a casi media docena de personas, pero aún no terminaba de cambiar la voz–. Así que mejor no la mueva mucho. Es de gatillo suave y nunca le pongo el seguro. Téngala con usted. Es un regalo. Para que se sienta tranquilo.

Gálvez empujó la pistola-ametralladora devolviéndosela al muchacho, mientras se preguntaba si Román habría matado a alguien por no aceptarle un regalo. Quizá tantas muertes habían sido su única forma, misteriosa, de dar.

El cabro se lamentó:

–Usted nunca me acepta nada.

–¿Quieres decir que no te acepto matar, mariconear, inyectarte mierda?

El cabro se enderezó tras el volante. El resplandor del tablero de instrumentos brillaba en su rostro y lo proyectaba en la combada superficie interior del parabrisas. Así se veía casi tan gordo como su acompañante, y hasta lo alcanzaba en su amargura.

Hubo un silencio. Gálvez sintió ganas de respirar y bajó la ventanilla. El aire helaba tanto como la vista. Afuera, el salar sobre el que rodaban con un suave crujido –casi indistinguible del silencio– se expandía infinito y fosforescente, reflejando el centelleo de las estrellas.

En ese silencio, el prefecto evocó lo que sabía de Román. El palomilla, de padres desconocidos, que correteaba por las calles del oasis. Hasta sus cinco o seis años lo había criado una cocinera en el fundo de los Valdés, en las afueras. Luego los echaron de allí. La india murió y el niño patipelado quedó en las calles. Para cuando Gálvez llegó a Pampa Hundida, seis años después, el cabro ya era casi un adolescente, vagabundo e incontrolable. Dormía en cualquier sitio, como si hubiera nacido por generación espontánea de un grumo de sal. Y nadie se decidía a adoptarlo. Quizá por la fiereza con que se resistía a cualquier intento de domarlo. O porque era demasiado mestizo: ni los aimaras reconocían su piel blanca y la mirada glauca, de un verde que tiraba al gris, ni los blancos podían hacer suyas las greñas de pelo duro que le erizaban el cráneo.

Tendría unos doce años cuando se lo llevaron por primera vez a Gálvez, maniatado y acusado de hurto. Le pedían que lo mandara al tribunal de menores en la capital de provincia. En lugar de ello –nunca supo muy bien por qué, actuando por aburrimiento, capricho, o porque su familia acababa de mudarse a la capital para iniciar los tratamientos de su hija–, el prefecto había decidido enseñarle al niño a leer. Le estuvo enseñando las primeras letras a su hija, antes de que enfermara. El abecedario quedó marcado por la letra “O”, cuando se la llevaron. Ahora retomó las clases con Román, en su despacho de la comisaría. Durante las horas muertas, cuando demoraba el regreso a casa porque ya no había nadie allí, y era mejor esperar el telefonazo desde el hospital en su oficina. Román aprendió con avidez, con sorprendente inteligencia, y por un tiempo pareció que, al fin, alguien había conseguido domarlo. Desde la mañana el muchacho lo perseguía a todas partes, corría tras la patrulla, siguiéndolo en sus diligencias, hasta que le permitían abordarla, como un perro vagabundo al que se ha cometido el error de dar de comer. El escuadrón lo adoptó como mascota y el muchacho aprendió con igual rapidez, desde dentro, el trabajo que después iba a desafiar. Algunas veces volvía a perderse, a vagar; pero invariablemente regresaba. Retornaba con un presente para hacerse perdonar: un cristal de cuarzo, o una de esas flores de barro fosilizado. Incluso empezó a dormir en la casa del prefecto, en la habitación que la niña había dejado vacía. Y al volver, tarde en la noche, Gálvez entraba en la oscuridad y lo arropaba. Y hasta se permitía sentir algo por él.

Luego, tal vez un año más tarde, Gálvez recibió el diagnóstico definitivo acerca de su hija. La niña no se repondría. Iba a necesitar una silla de ruedas por el resto de su vida. Y un tratamiento constante. Su mujer y ella permanecerían en la capital, para eso. Gálvez no necesitaba recordar aquel dolor. Le bastaba distraerse –dejar de vigilarlo– para que este se hiciera presente, demostrándole que seguía vivo. Viva la tarde cuando se había encerrado en el baño de la oficina, con los informes médicos y una toalla apretada contra la boca. Vivo el temor de ver a su niña en esa silla donde iría creciendo. Vivo el odio contra el cielo.

Esa misma noche, Gálvez sacó a Román de su cama, de una oreja, y lo arrojó a la calle. No le explicó nada. Ni siquiera le exigió, esa vez, que no lo volviera a llamar “papito”. Pero prohibió que lo admitieran en la comisaría de nuevo. Durante varios días el cabro siguió rondando las garitas de guardia. Le dejaba con el centinela pequeños regalos. Solo que ya no eran cristales de cuarzo o flores de barro fosilizado, sino el botín de raterías cometidas en el mercado: mangos y papayas frescos, una botella de vino dulce. Gálvez ordenaba devolverlo todo. Luego, el cabro Román desapareció unas semanas, y la mañana en que volvió lo hizo con la radio de un automóvil, los cables arrancados todavía colgando. “Para el papito”, le dijo al guardia, al entregársela.

Gálvez mandó que lo detuvieran y lo trajeran a su presencia. “¿Me va a meter preso, papito?”, le preguntó el cabro, cualquiera habría dicho que ilusionado. Llevaba el pelo duro cortado al ras, un buzo deportivo flamante, y una sorna nueva en su gruesa, húmeda boca de mestizo. Gálvez le contestó: “La ley te presume inocente.” Román asentía, como si solo hubiera venido a comprobar lo que estaba oyendo. “¿Y hasta qué edad soy inocente?” Y Gálvez: “Hasta los dieciséis años el Código presume que no tienes discernimiento. Después, y hasta que tengas dieciocho, lo decide el juez.” Y el cabro Román, que ahora no parecía un niño, sino un hombre en miniatura, había reflexionado: “O sea que me quedan unos cinco años de inocencia. Antes de que usted pueda meterme preso…”

Entonces el prefecto había mandado que lo metieran al calabozo de la comisaría, y que le dieran una ración de treinta azotes que supervisó personalmente. “No puedo encerrarte. Pero cada vez que vuelvas te voy a dar una igual”, le dijo cuando lo echó al desierto.

El cabro Román conducía a gran velocidad, a marchas y contramarchas, girando y describiendo extrañas circunvoluciones, a través de la pampa lisa. El prefecto miraba su perfil marcado por el acné, doblado en el cristal curvo del parabrisas, donde se veía mayor y más gordo.

–¿Para qué tantas vueltas, Román? –le preguntó Gálvez–. Sabes que no puedes despistarme.

–Para estar juntos –le contestó el muchacho, casi inaudible; y lo peor, pensó el prefecto, era que sonaba sincero–. Mientras sea de noche podemos pasear. En el día nos rastrean, usted sabe, nos miran y nos sacan fotos.

Román le indicaba el cielo a través del techo corredizo de la camioneta, de plexiglás. Ese duro, poblado y altísimo cielo del desierto. Donde orbitaba el “ojo de Dios”. Y agregó:

–¿Cómo está su hija, la inválida?

–Igual. En tratamiento.

–Debe salirle caro.

Gálvez sintió deseos de volver a abofetearlo, con más fuerza. Pero ahora, acaso, no sería tan sencillo. El muchacho apoyaba la mano libre en la UZI, a su lado.

–Supe que trató de pedir un préstamo en un banco de Iquique, papito.

–¿Me tienes intervenido el teléfono?

–Eso lo hacen sus gringos. Nosotros apenas podemos intervenir al sindicato de la telefónica, papito.

El cabro Román lo observaba de reojo, las espinillas encendidas por la pura felicidad de poder enseñarle algo. Y continuó:

–No le dieron el préstamo. Y era bastante dinero, ¿no?

–La paraguaya me sale cara. Ya pudiste verlo.

–No le creo –le sonrió el cabro, desde el reflejo en el parabrisas–. Ella no le cobraría. Está enamorada.

–Qué sabes tú.

–Usted, papito, es el único que no lo sabe.

Gálvez pensó en el agrio billete que dejaba día por medio en el arrimo de la habitación. Tendría que suprimir ese pequeño gasto, también. Y aun así…

–Métete en tus cosas.

–Hay una operación nueva para su niña. A lo mejor podría dejar la silla, caminar…

Gálvez intentó reprimirse, pero no pudo:

–¡Maricón culeado, no te permito hablar de mi hija!

El cabro Román giró la cabeza hacia el otro lado, hacia su ventanilla, donde una debilísima línea de claridad dividía el horizonte. Y luego volvió despacio hacia él, como cuando había aguantado la primera bofetada, sonriendo forzadamente, mostrándole sus feos dientes de roedor. Tenía los ojos húmedos. Las reacciones de Gálvez lo llevaban de la felicidad a la angustia, y de vuelta a la felicidad, como a un enamorado. Le dijo:

–Tengo una idea desde hace tiempo: yo le puedo dar el dato de un cargamento, uno muy grande. Usted lo descubre y se hace famoso. Lo ascenderán. Quizás lo manden a la capital con el doble de sueldo. Cerca de su familia.

–Y tú te quedas a cargo de esta pampa, ¿verdad?

–No, na’ que ver. Si no le gusta, tengo otra idea. Usted me detiene, y yo confieso cómo fue que usted nos agarró. Todo lo que hizo para capturarme. Con eso también lo van a ascender.

–Tú no me sirves de nada sin pruebas.

–Entonces no nos queda otro remedio. Va a tener que aceptarme esta plata.

Gálvez lo vio llevarse la mano libre al bolsillo del pecho y sacar de allí un sobre. Lo depositó en el asiento, entre ellos, junto a la UZI que ya antes le había ofrecido.

El prefecto se preguntó cuánto habría en su interior. Y no halló otra forma de calcularlo: la serie de operaciones, las prótesis, la clínica en Estados Unidos…, la única que hacía ese nuevo tratamiento. La esperanza que no se había permitido tener en esos años. Todo a cambio de que aceptara, simplemente. De que le aceptara algo, alguna vez en la vida, a Román.

Y mientras lo calculaba, en ese instante, amaneció. Gálvez vio la luz que se derramaba desde el horizonte, sobre la pampa, y pasaba de través por los grumos de cuarzo, proyectando diminutos arcoíris. La larguísima sombra de la camioneta, como una guadaña, iba segando esas flores de luz. Y proyectando un dibujo:

–El caracol –murmuró de pronto el prefecto–. Así lo hacen…

–…y el chamán y la araña, papito –completó Román, comprobando orgulloso el efecto de esas palabras en el rostro de Gálvez–. Creía que usted lo iba a descubrir antes, pues. Podemos ir casi hasta la frontera, saltando de un mono al otro.

Así lo hacían. Los traficantes usaban como rutas el dibujo de los geoglifos, esos gigantescos tatuajes en la piel del desierto. Posiblemente, los habían conectado unos con otros mediante pistas en la arena, se dijo Gálvez. Guiones entre los signos de ese alfabeto que convertía a todo el desierto en un gigantesco libro, indescifrado. Esa noche habían recorrido y ahondado dos o tres letras en aquel libro de piedras y sal. El prefecto se preguntó si podría transcribir, más tarde, el recorrido que habían hecho. Tal vez solo el “ojo de Dios” sabría deletrearlo. Y, al mismo tiempo, comprendió que esos desplazamientos ciegos, de apariencia errática y contradictoria, habían sido una suerte de lección. Como cuando él le enseñaba a leer a Román.

–Para aquí mismo –le ordenó–. Y bájate.

Bajaron de la camioneta. Gálvez reconoció la montaña de relaves tras el campamento de la vieja salitrera. Estaban a cinco kilómetros, quizá menos, del oasis de Pampa Hundida. Habían dado vueltas en círculos. El cabro, después de todo, había conseguido despistarlo.

El prefecto desenfundó su revólver de la pistolera. Lo amartilló y apuntó a Román. El muchacho le sonrió con una auténtica alegría. Se arrodilló y se puso las manos tras la nuca. Había aprendido desde muy chico el protocolo de las detenciones.

–¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me revelaste tus rutas?

–Porque usted no me iba a aceptar la plata, ¿verdad, papito?

Gálvez tuvo que convenir con él. No le habría aceptado ni el dinero ni la UZI. Ni su amor.

–¿Qué le parece? –continuó el cabro, radiante, acercándose un poco, caminando de rodillas–. Esta información no me la puede rechazar, porque ya la sabe. Ahora sí que lo van a ascender. Y si me lleva a mí capaz que hasta una medalla le den, junto con la recompensa. Y podrá pagar el tratamiento de su niña. ¿O no, papito?

Gálvez pensó en el “ojo de Dios”. A esa hora, por encima de la estratósfera, a doscientos cincuenta kilómetros de altura, el satélite espía empezaba a orbitar sobre la zona, fotografiándolo todo. Las letras que habían recorrido esa noche, y que eran demasiado grandes para poder descifrarlas. Sus larguísimas sombras que degollaban esas flores de luz. Quizás el satélite podía retratar hasta la sonrisa orgullosa del muchacho, casi feliz.

–Te he pedido que no me llames papito –le recordó.

El cabro se le acercó un poco más, caminando siempre de rodillas. En esa posición se veía del tamaño de un niño, aún más pequeño que cuando Gálvez lo recogió.

El prefecto experimentó un súbito cansancio. De pronto, su arma le pesaba demasiado, la mano le temblaba. Y Román seguía acercándose. Gálvez dobló el brazo, levantó la pistola y disparó al aire. Al ojo de Dios. Al cielo, tan odiado. ~

 
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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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