Don Luis

Si mi padre no volviรณ a su paรญs, si รฉl se ahorrรณ el trastorno del regreso, ยฟpor quรฉ yo regreso endeudada con รฉl, sus silencios y su envejecimiento? Pero ya es demasiado tarde para no volver.
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El cafรฉ va saltando de la taza hacia mis piernas, por el movimiento del auto, es bajo y mi padre cruza los topes en diagonal y a menor velocidad. Limpio el cafรฉ que me cae en las manos con la lengua. Descendemos por la avenida Cinco de Mayo, como una lancha que navega a travรฉs un rรญo agitado; las lluvias desbaratan el asfalto y los baches resanados simulan una suerte de oleaje pavimentado.

Aprieto los botones del tablero para cambiar la estaciรณn de radio. Confรญo en Universal Estรฉreo, al menos por ahora. Suena Another saturday night, de Sam Cooke. Mi padre no reconoce la canciรณn pero apenas empiezo a mover la cabeza de un lado a otro, รฉl mueve los pulgares a destiempo en el volante.

“¿Estรกs segura de que no quieres quedarte en casa?”, me pregunta. Esta vez le respondo solo asintiendo. Sรฉ que todavรญa estamos a tiempo de regresar. Vamoshacia el que serรก mi nuevo departamento, un espacio reciรฉn desocupado en la colonia Narvarte que alguien mรกs ha dejado para comenzar un proceso inverso: irse de la ciudad.

En la barranca, al otro lado del camino, hay decenas de casas de colores apretadas sobre la montaรฑa que contiene la ciudad, brotes urbanos intercambiables con cualquier paisaje latinoamericano que, entre la opulencia y la miseria, se expanden desordenadamente.

Sigue Another one bites the dust –que no ensambla de ninguna manera con la canciรณn precedente–, y รฉl le baja al volumen. Queen ya estรก muy lejos de Serge Reggiani.

Hace unos meses escribรญ el รบnico relato que he logrado terminar en mi vida y ahora me encuentro con que no estoy segura sobre quรฉ historia escribir el siguiente. Le digo a mi padre que tengo un problema e intento describirlo para iniciar la conversaciรณn: antes de salir de la casa, estuve platicando con un amigo con el que tengo poca vergรผenza. Ayer en la noche le di a leer un borrador y esta maรฑana me dijo que, a diferencia del cuento anterior, los personajes no se atreven a actuar y el texto termina por ser un relato predecible. No solo los personajes no se arriesgan sino que el lenguaje parece una trampa mรกs que una herramienta, me dijo. Mi padre me interrumpe para decirme con su acento gallego que el problema no es que yo escriba bien o mal, sino que no debo compararme con los escritores de mi edad, que tienen mucha mรกs experiencia. Con una determinaciรณn alineada por el volumen de su voz, insiste en que no me preocupe, en que tal vez en muchos aรฑos sea una buena escritora. Contesto para mis adentros que no, que el problema es mรกs pequeรฑo: tengo que empezar de nuevo el relato.

“¿Leรญste el cuento?”, le pregunto. “Te lo mandรฉ por mail.” “El de ‘Cecilia’, ¿no?” “No, papรก”, me achico en el asiento: “Carolina”.

Mi padre respira por la boca como si estuviese haciendo ejercicio o tal vez recordando el mรฉtodo mรกs correcto para respirar, como si sus pulmones demandaran instrucciones y el aire que entra por su nariz, por la que se asoman algunas canas, debiera ser guiado a conciencia por su cuerpo y exhalado entre sus labios pรกlidos, siempre resecos.

Coloco la taza de cafรฉ vacรญa en el portavasos que estรก entre nosotros, “Mira, cabe muy bien”, le digo. ร‰l extiende su brazo derecho, sin mirarme, y remueve la taza en el hueco circular.

Nos vamos acercando en silencio a la avenida Centenario, comprimida por los puestos del mercado sabatino. A lo lejos se ven las esquinas de algunos toldos amarillos y azules donde la gente se arremolina para comprar e impedir que avancemos mรกs rรกpido.

“¿Sabes cรณmo empecรฉ a ir al mercado?”, me pregunta. Sin que yo responda, me cuenta que cuando Tita, la abuela mexicana, estaba viva, รฉl pasaba a dejarle dinero antes de ir al trabajo. Ella hacรญa la compra que mi padre recogรญa en el camino de vuelta a casa. Vivรญa en esa zona de la ciudad de Mรฉxico donde las calles tienen nombres de playas y nosotros vivรญamos en un pequeรฑo departamento frente a los viveros de Coyoacรกn, que mi mamรก comprรณ antes de conocer a mi padre, antes de cumplir mi edad.

Mientras lo escucho, imagino un mercado mucho mรกs grande que este que nos mantiene en el trรกfico, un mercado del tamaรฑo de una calle entera o varias, tal vez una avenida, de tres o cuatro pasillos, con secciones, en el que los inexpertos nos perderรญamos. A Tita no puedo imaginarla, muriรณ de cรกncer de pรกncreas cuando tenรญa tres aรฑos. Dicen que cuando nacรญ, a Tita le gustรณ que fuera niรฑa, la primera entre los primos, pero que no le gustรณ que fuera morena. Mi padre describe a la abuela racista como la estrella del mercado, respetada por los marchantes y compradora selectiva de frutas, verduras y carnes. Por si fuera poco, “su cocina era impecable”, no como los textos que escribo, “y en los restaurantes adivinaba todos los ingredientes de un buen platillo para replicarlo despuรฉs”. Mientras mi padre fantasea en voz alta con la comida de Tita, nos rebasa la internacional musiquita del camiรณn de los helados.

Hace mucho tiempo, antes de que me fuera de Mรฉxico, mi padre pasaba casi todas las noches por mรญ al trabajo y me invitaba un cafรฉ en Coyoacรกn, antes de llevarme a mi casa en la colonia Cuauhtรฉmoc. Mi turno terminaba a las diez de la noche, cuando quedaban pocos rastros de la rutina del dรญa. A esas horas casi todo estaba cerrado, incluyendo el mercado de la colonia, por donde solรญamos estacionarnos para caminar un par de cuadras por otra calle que tambiรฉn se llama Centenario. Mi padre le tiene un cariรฑo insรญpido al capuchino del Jarocho. Un cariรฑo que mรกs bien tiene que ver con saborear el recuerdo de sus primeros aรฑos en Mรฉxico, cuando todavรญa era un fuereรฑo. Algunas noches pedรญa un tรฉ, algunas otras una torta de milanesa, lo que a รฉl le provocaba un minรบsculo espasmo desaprobador. Nos sentรกbamos unos veinte minutos en las bancas verdes de metal que llevan el escudo mexicano grabado en el respaldo, y lo escuchaba ponerme al tanto, a su ritmo pausado, de las novedades globales.

Mรกs que el cafรฉ, lo que a รฉl le gustaba era hacer un paseo nocturno; extraรฑaba la vida de barrio a la que hace muchos aรฑos renunciรณ, cuando mi familia se mudรณ a uno de aquellos condominios horizontales, en los que se acomodรณ la clase media que pasรณ de los departamentos a las casas en las afueras de la ciudad, zonas que ahora estรกn muy lejos de los lรญmites del Distrito Federal.

Mi padre tambiรฉn comentaba mi programa de radio, “es mejor no hablar de las noticias, la polรญtica no es lo tuyo”, si acaso comentaba al aire algo ajeno a mi corralito temรกtico. A mi padre le habrรญa gustado que estudiara alguna licenciatura relacionada con los nรบmeros o al servicio pรบblico, sin embargo, estudiรฉ entre resacas la licenciatura de filosofรญa. Pero se enorgulleciรณ de mรญ cuando muchos aรฑos despuรฉs le di clases de espaรฑol al director del departamento de economรญa de la universidad del estado de Nueva York. El profesor y yo nos reunรญamos en un cafรฉ cerca de su casa en Fort Greene, en Brooklyn. Leรญamos las noticias sobre economรญa mundial en espaรฑol y comentรกbamos el contenido y la gramรกtica. Para sorpresa de mi padre, y tambiรฉn mรญa, comprendรญa la crisis econรณmica de Occidente, las operaciones del Banco Mundial, por quรฉ Espaรฑa nunca debiรณ entrar a la Comunidad Econรณmica Europea, cuรกntas reservas tenรญa Mรฉxico en el Fondo Monetario Internacional y cuรกl era su tasa de interรฉs. Mi padre sabe que lo he olvidado todo porque nuestras conversaciones se han disuelto en otros asuntos y porque la รบltima Navidad me regalรณ el primer tomo de Introducciรณn a la economรญa, de Raymond Barre, sin haberlo envuelto. “Se lee muy fรกcil”, me dijo.

Que reaparezca en su vida no me devuelve los privilegios que tenรญa antes de irme. Ahora, lo que mi padre logra contarme es que los vendedores del mercado ya lo conocen y le apartan los mandados, que ya ha aprendido a elegir las frutas y verduras y que un tal Capitรกn Barragรกn, de quien no tengo ningรบn recuerdo, bajรณ veinticinco kilos desde que no hace la compra en las tiendas; mi padre siempre exagera los ejemplos, especialmente los ejemplos inventados. Por si fuera poco, me cuenta que, ademรกs de comer mejor, puede nadar mรกs kilรณmetros que nunca. Lo imagino de veras nadando y me pregunto si tiene hecho el testamento.

Es muy tarde para reclamos, decir por quรฉ no me mira o por quรฉ me fui y sacrifiquรฉ aquella intimidad, ademรกs de la oportunidad de constatar las pruebas que hoy componen su vejez, no tiene caso. Cuando ya he decidido no tener hijos, tengo que ocuparme de mi padre; acortar la distancia entre la nueva infancia que se apropia de รฉl y mi nueva adultez en la que tengo que aprender a ser su madre. Y, tambiรฉn, porque he terminado por creerme el cuento aquel de que deben ordenarse todos los libros en un mismo librero, hacerme de un librero grande que por fin sea mรญo; y, por otra parte, que finalmente lleguรฉ a la edad de comprometerme con una sola ciudad, conservar un trabajo y ahorrar.

Dejamos atrรกs los toldos de colores, los hombres y las mujeres que visten delantales y atienden gustosos a una Tita fantasma que conversa con ellos mientras llena de compras una bolsa de red de plรกstico.

Mi padre conduce por un tรบnel que mรกs adelante se convierte en un puente que desemboca en el Perifรฉrico y ahora tiene un segundo piso futurista, ensamblado con enormes bloques de cemento cuyas divisiones se distinguen desde abajo y espero que estรฉn bien sostenidos. Hay un proceso urbano irreversible del que tampoco he sido testigo.

“¿Sabes quiรฉn va al mercado, a su edad? Marcelita. Se alimenta muy bien”, continรบa. “La acompaรฑรฉ al mercado la รบltima vez que la visitรฉ. Cocina todos los dรญas, ¿no la viste?” “¿Ah, sรญ?”, le pregunto, forzรกndome a reorganizar el silencio. “Sรญ, ¿la llamaste? Cumple noventa aรฑos en estos dรญas?” “Sรญ”, miento. “La escuchรฉ bien, padeciendo el invierno en sus huesos desgastados, pero de buenos รกnimos.” Marcelita es la abuela francesa. Tuve tres abuelas: cuando mi padre se fue de Espaรฑa a Parรญs a los veintitrรฉs aรฑos para estudiar matemรกticas –y asรญ librar el franquismo–, fue simbรณlicamente adoptado por sus vecinos, Marcelita y Ricardo. Marcelita era parisina y Ricardo era refugiado gallego. Mi padre desempleado y Ricardo expatriado caminaban por un Parรญs democrรกtico y con seguridad social, pero que les quitaba lo mรกs importante: “Nosotros no votamos”, le decรญa Ricardo. Alguna vez le advirtiรณ a mi padre que si se casaba con la mexicana, lo primero que tenรญa que hacer era nacionalizarse para poder votar.

Mi padre es, hace mรกs de cuarenta aรฑos, un mexicano que no entiende por quรฉ el plomero le pide dinero para comprar un tubo y nunca regresa, pero que cena nopales del mercado de su localidad.

Marcelita siempre me ha llamado nieta y yo siempre la he llamado abuela. Recuerdo que me parecรญa especial que mi padre la llamara Marcelita y durante la infancia nunca me preguntรฉ por quรฉ tenรญa una abuela extra, en todo caso era un beneficio de tener un extranjero en la familia. No fue sino hasta que muriรณ Ricardo que mi padre empezรณ a contarme las historias sobre sus padres falsos, historias que hasta ahora forman un homenaje inagotable.

De la abuela espaรฑola no dice nada, supongo que ella no iba al mercado. De la familia espaรฑola dice poco, en realidad. Le pregunto por ellos como espiando entre sus pensamientos y me da un informe dudoso: Alberto y Lolina estรกn viejos y este aรฑo ambos se encogieron dos y cuatro centรญmetros. Juliรกn, hijo de los que estรกn empequeรฑeciendo, estรก aislado en un cuarto en la azotea de su casa en Coruรฑa porque trabajรณ unas semanas en Sierra Leona sanando, palabra que mi padre casi grita mientras seรฑala con el dedo รญndice ante un pรบblico inexistente, pacientes sospechosos de รฉbola. Lydia y Marรญa, hijas de mi primo, estรกn bien. “¿Hace cuรกnto que no los ves?”, insisto. “No lo sรฉ, harรกn unos diez o quince aรฑos.”

Cuando era niรฑa, pegaba la oreja a la puerta de su estudio y lo escuchรฉ varias veces decirle en ese idioma suyo a su familia que sรญ, que uno de estos dรญas volverรญa a Espaรฑa. Conforme pasรณ el tiempo, el pretexto para postergar el regreso, no necesariamente conjugado en nosotros, cambiaba por la jubilaciรณn de mi madre o la salud de mi hermana. A pesar de que ya ninguno de ellos le crea, mi hermana haya muerto y desde hace mucho que mi madre no viva con รฉl, rutinariamente le siguen preguntando si piensa volver, como si รฉl hubiera partido hace apenas unos aรฑos y su estadรญa en un paรญs tan lejano –al otro lado del Atlรกntico y que se percibe temible por los noticieros–, fuera todavรญa una suerte de exploraciรณn en la que, de pronto, pudiera decidir que ya estuvo bueno de jugar al extranjero.

Transitamos la ciudad de Mรฉxico alienada por la ausencia de gente; es el รบltimo sรกbado de las vacaciones de invierno. Esquivar los hoyos en las calles requiere la destreza de un jugador de videos, cada vez que caemos en uno, y caemos bastante, perdemos vidas.

Voy mirando los anuncios de departamentos en renta colgados de las ventanas y balcones, tratando de adivinar los precios. En el semรกforo de Barranca del Muerto e Insurgentes, mi padre baja el cristal y el seรฑor que desde hace tantos aรฑos vende el periรณdico en esa esquina se apresura y le dice, “buenos dรญas, don Luis.” Mi padre compra un ejemplar por diez pesos y le responde, “quรฉ hiciste para que aumentara asรญ el frรญo, ¿eh?” El vendedor le sonrรญe a su cliente entre jadeos, desviando la mirada hacia el ancho de la calle para seguir trabajando. Mi padre avienta el periรณdico hacia el asiento trasero del auto y cambia a la รบnica estaciรณn de radio que tiene grabada, que da las noticias todo el dรญa. Avanzamos hacia el centro de la ciudad con el discurso de un locutor mustio con la voz educada, que no logro reconocer. Un locutor experto, de largas intervenciones, con quien mi padre parece ir discutiendo entre murmullos.

Siempre ha hablado solo, eso no es nuevo. Cuando uno le preguntaba, decรญa que estaba cantando, sin embargo, las รบnicas canciones que conozco que le gustan son en francรฉs o en gallego, si acaso algunas viejas canciones de protesta en castellano, parecerรญa que la รบnica funciรณn de la mรบsica para รฉl fuera la rearticulaciรณn de lo perdido de aquellas otras cotidianidades a las que se aferra en susurros. Tambiรฉn ha silenciado el gallego, como si fuera algo que los otros podrรญamos quitarle; lo ha guardado como una reliquia de aquello que no es una nacionalidad ni un campo verde sobre el que llueve todo el aรฑo, y que nosotras, mujeres malcriadas por las grandes ciudades, no habrรญamos podido imaginar como vida diaria, sino como lo que รฉl era antes de los cambios de vivienda geogrรกficos. Mi padre se relaciona consigo mismo en gallego, antes de las transformaciones; antes de que extraรฑara lo que despuรฉs idealizarรญa como su forma mรกs pura; antes de las fragmentaciones. Ha hecho del gallego un testimonio privado de sรญ. Una arma de conservaciรณn propia, como si esa parte de su vida ya estuviese ocupada; un lugar por el que tampoco yo he luchado: no he imitado su acento y jamรกs me disciplinรฉ para aprender su lengua, porque, de cualquier manera, su pasado es intransitable para mรญ. Mi padre antes de la soledad de las mudanzas. La soledad no como problema sino como la condiciรณn de posibilidad. La posibilidad de hablar sin que lo entendamos.

Pasamos un camiรณn de basura que avanza por el carril de baja velocidad, al que se le desbordan algunas bolsas de plรกstico y que deja a su paso un caminito de desechos.

“¡Ya sรฉ quiรฉn es!”, le digo, “Zabludovsky”.“Calla, calla”, me dice con un movimiento autoritario de la mano. La esposa del gobernador de Iguala ha sido encarcelada. “Joder, vaya”, exclama hacia la ciudad que se ve desde su ventana. Mi padre cree en la curaciรณn de Mรฉxico. Ya no es el hombre que ahora saldrรญa a las calles para repetir a coro los nombres de los 43 normalistas desaparecidos, pero le tiene una fe ciega a cierta restauraciรณn del paรญs. Su mexicanidad adquirida no le permite imaginar que nuestro paรญs tendrรญa, tal vez, que empezar tambiรฉn de nuevo.

Espero los cortes comerciales para preguntarle cรณmo es que sigue vivo. “¿Quiรฉn?” “Zabludovsky”. “Ah, yo quรฉ sรฉ, Elviriรฑa”, responde, mientras encorva la espalda y se frota las manos. Y cuando me llama asรญ, Elviriรฑa, lo disfruto hasta que รฉl sube el volumen de las noticias. El goce se crea y se transforma cuando volvemos a la costumbre suya de dividir su vida como una ciudad diseccionada por calles y avenidas, un territorio de compartimentos que segrega a sus residentes, todos ellos personajes temporales, pasajeros en trรกnsito.

Mi padre siempre ha venido de lejos, pertenece a un lugar donde los sentimientos no son paridos por el lenguaje, se conservan desarticulados dentro de capas de vejez acumulada a pesar de las mรกs saludables estrategias.

Pasamos el hospital de gobierno que tantas veces reinventรฉ desde Nueva York cuando escribรญa una novela de doctores y enfermeras –sobre la que estoy sentada, desde luego, para que nadie lea nunca–. Hay muchos familiares afuera, esperando preocupados a mis pacientes imaginarios.

“Ese suรฉter, te lo regalรฉ yo, ¿no?”, le pregunto. No me escucha, pero no le doy el gusto de repetir lo que he dicho a un volumen mรกs fuerte. Lo digo aรบn mรกs bajo pero solo consigo que se olvide. Me molesta que no me escuche, que no me pregunte quรฉ le quiero decir, me molesta que ademรกs de la memoria tambiรฉn estรฉ perdiendo el oรญdo sin avisarme, que pretenda reservarse su vejez sin deteriorarnos a todos, que se la guarde con la desvergรผenza con la que nos esconde la vida que tuvo antes de nosotros. Me encabrona que conduzca un auto bajo y no logre mantenerlo en un carril, que me aleccione con sabidurรญa barata, a mรญ, que estoy vieja a mi manera y cansada de las separaciones propias. Que su memoria selectiva le permita interesarse por las noticias pero no por su hija. Si รฉl no volviรณ a su paรญs, si รฉl se ahorrรณ el trastorno del regreso, ¿por quรฉ yo regreso endeudada con รฉl, sus silencios y su envejecimiento? Pero ya es demasiado tarde para no volver.

“Ese suรฉter te lo regalรฉ yo, ¿no?”, le pregunto, fingiendo una voz mรกs fuerte. Es un suรฉter de lana gris claro, que lleva sobre una camisa blanca que se muestra por el cuello fajada en unos pantalones de pana. “Creo que sรญ”, dice. “Es muy bonito”, presumo mi buen gusto. “Es calientito”, responde mirรกndose la barriga. Una barriga blanca envuelta con piel agrietada, cuyos pliegues caen sobre una maraรฑa de los รบnicos pelos de color en su cuerpo, que esconden un miembro marchito.

Lo observo con detenimiento, como cuando leo mรกs lento un libro para que no se termine. Trato de acostumbrarme a las manchas de sol que han ensuciado su rostro, a sus cejas grises despeinadas y sus pรกrpados colgando. Durante los รบltimos aรฑos, mi padre habรญa sido una voz que se alegraba de responder el telรฉfono los domingos por la noche. Era el proveedor de testimonios con los que a la distancia imaginaba una nueva tradiciรณn de la muerte, entramada por los cuerpos sin vida que aparecen todas las maรฑanas en las noticias. Era mi reportero oficial de la inseguridad a la cual he decidido regresar. Observo su calma, pero no la reconozco. Lo miro y no me importa que se dรฉ cuenta. ร‰l no me mira, no se apiada de mรญ. No hay manera de que no duela. Tal vez lo que estรก escondido en รฉl no es mรกs que una lรณgica del abandono incompatible con la mรญa.

Llegamos a la colonia Narvarte. Algunas calles siguen como las dejรฉ. Esta es una ciudad que muta caprichosamente. De un balcรณn cuelga un letrero que dice: “esta casa no se vende”. Maรฑana es Dรญa de Reyes y los vendedores que caminan entre los autos sostienen ramos de globos de colores. Damos algunas vueltas para encontrar estacionamiento. Dejamos el auto frente a una pequeรฑa farmacia que tiene un par de bocinas que emiten mรบsica electrรณnica a un volumen ensordecedor, y ruego por que esta no sea la banda sonora de mis prรณximos sรกbados. Bajamos las รบltimas dos maletas que quedaban en casa de mi padre y tocamos el timbre del edificio. La portera tiene mal la cadera y camina despacio hasta la puerta, apoyรกndose en su bastรณn. Sabemos que se acerca porque su llavero suena. “Buenos dรญas, el departamento estรก abierto”, nos dice mientras jala la puerta con esfuerzo. Subimos cada uno con una maleta al primer piso, maletas llenas de ropa que no tuve la paciencia de doblar cuidadosamente por salir pronto de esa casa de mi padre que ahora parece un hogar para ancianos, con numerosas libretas abiertas donde toma nota de los achaques que recuerda y con un cajรณn entero de la cocina dividido en pequeรฑos espacios designados para diferentes medicinas.

Empujo la puerta del departamento nรบmero tres, en la puerta espero a mi padre, que todavรญa no llega. No hay cortinas, por las ventanas se ve la ropa colgando de los tendederos de los edificios vecinos.

La mรบsica electrรณnica se cuela hasta donde estamos. Arrastramos las maletas hacia la que serรก mi habitaciรณn, donde no hay mรกs que un colchรณn envuelto en plรกstico, mรกs caro que la renta mensual de este departamento vacรญo.

Aprovecho para darle a mi padre una copia del contrato del departamento en el que fungiรณ como aval. Lo enrolla con las dos manos. Cuando me entregaron el documento, notรฉ que su firma, que antes terminaba en una curvatura que casi daba la vuelta al garabato que la antecede, cambiรณ. Ese รบltimo gesto elegante desapareciรณ. Ahora firma con un dibujo breve, mรกs sobrio que el que aparece en su identificaciรณn oficial y a veces tiene que ensayar la versiรณn original de su propia firma. Debe recrear una identidad que al final de sus aรฑos resulta artificiosa.

Le pregunto si quiere quedarse un rato, podemos encargar una pizza o lo que a รฉl se le antoje. Responde que no, estรก cansado. Me toca arremangarme y habitar Mรฉxico. Me corresponde lo que รฉl no hizo, regresar: acomodarme en las nuevas versiones de la ciudad y de sus personas, sobre todo la de este viejo que en mi ausencia se tragรณ a mi padre. Me corresponde andar rutas y familiarizarme con los letreros y los olores de las calles; repetir los caminos trazados hasta que llegar aquรญ sea llegar a casa; perderme en sus barrios hasta sacudirme la incรณmoda sensaciรณn de novedad; encontrar los mercados para comprar; tocar puertas para recopilar los retazos de mis historias, dedicarme a ordenarlos y empezar a confeccionar memorias nuevas con recuerdos desvencijados, para reparar el origen, aunque ya no para desdoblarme, porque el desbordamiento de la carne duele, mรกs bien para expandir mi personalidad en una sola ideologรญa.

Lo acompaรฑo a la puerta. “Bueno, hijita…” Termina la frase con un abrazo. “Mรกs fuerte”, digo en un tono un poco berrinchudo. Suelta una risa suave y me estruja dรฉbilmente. Escucho de cerca el aire que exhalan sus pulmones e imagino sus labios cuarteados al lado de mi oรญdo. ~

 

Este relato fue publicado en la versiรณn para iPad de julio 2015

 

 

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