Pocas cosas definen tan bien a George W. Bush como aquella confesión, hecha al vuelo muy al principio de su presidencia, de que su programa favorito era el show de los Osbourne. Luego quiso desdecirse pero ya era tarde, porque los Osbourne estaban invitados a una recepción en la Casa Blanca y ya habían anunciado que grabarían ahí escenas para uno de sus escalofriantes programas de televisión. El show de los Osbourne, para quién no esté al tanto, es la historia cotidiana de las disfunciones del núcleo familiar del viejo rockero Ozzy Osbourne, uno más de estos productos televisivos clasificados como reality shows. Ozzy, el emblemático cantante de éxitos como “Paranoid” o “Iron Man”, ha sufrido en los últimos años una involución vertiginosa: ha pasado de estrella de rock gagá a cretino simple, su inconcebible historial de consumidor de drogas lo ha dejado tartamudo y permanentemente tembleque, mientras que los exagerados mimos que suelen prodigarse a las superestrellas fueron convirtiéndolo en un inútil que no sabe sintonizar un canal de televisión ni marcar con éxito un número de teléfono. Por aquí ya se va viendo cierta lógica: si cada país tiene el presidente y la televisión que se merece, ¿no es el colmo de la democracia que Bush sea fan de los Osbourne? Esto pasaba, como se dijo, en la primera etapa de su presidencia. Ahora parece que Bush oyó a sus asesores, porque en entrevistas recientes ha asegurado que no tiene tiempo de mirar programas de tele.
Pero dejemos de lado al presidente y al viejo roquero para centrarnos en el verdadero objeto de esta letrilla que es Jack, un muchacho de 18 años, gordo y no muy grato, hijo de Ozzy y de Sharon y hermano de Kelly. Jack es parte irremediable del casting de este controvertido reality show que, además de producir utilidades astronómicas, sirvió para relanzar la carrera agónica de Ozzy, para apuntalar la de su mujer y para inventarle una a la hija. A todos les sirvió el show menos a Jack. Hoy es el único Osbourne sin carrera y ni con ese empujón desmesurado ha logrado ver la suya, aun cuando, con relativa tenacidad, ha experimentado en campos diversos como la producción de discos, la actuación en videoclips o la conducción de un programa de entrevistas. Parece que el poeta Allen Ginsberg algo vislumbraba cuando escribió esta línea: “soñé que la adolescencia se convertía en realidad la semana pasada en la televisión”.
Miren ustedes, Jack comenzó a beber a los trece años. Según su propia confesión, lo primero que bebió fue una cerveza, y después (supongo que cinco minutos más tarde) entró al territorio del tequila y una vez dentro, sin permitir que decayera el entusiasmo inicial, fue intercalando vasos de vodka y vasos chatos de bourbon. Este régimen, que a partir de entonces se observó todos los días desde la hora del desayuno, iba siendo matizado o, según el efecto, difuminado, con media docena de porros desmedidos. Haciendo memoria de aquella época (si esto, claro, es físicamente posible) Jack recuerda, y así lo dice al entrevistador de un diario británico, que desconcertado por sus propensiones preguntaba a sus compañeros de clase, que también tenían trece años: “¿Ustedes creen que tengo problemas con la bebida?” Con el tiempo (supongo que unas cuantas horas después de aquella cerveza primigenia), Jack descubrió el mundo de las drogas con etiqueta y así se hizo cliente de este rosario de unidades combinables: Valium, Vicodin, Xanax, Dilaudid, Lorcet, Percocet, Oxycontin.
Con el ánimo de fundamentar su aparatosa precocidad, Jack dice que ha heredado la naturaleza adictiva de Ozzy, su padre, ese hombre que hace unas semanas, mientras ejecutaba el acto simple de andar en motocicleta de tres ruedas, perdió el equilibrio y se fracturó una vértebra al caerse de cabeza contra el piso. Probablemente no esté tan mal cargar con esa naturaleza adictiva si también se ha heredado, del mismo padre, una fama desproporcionada y una fortuna que no se acabarán ni sus nietos, ni aun cuando, llegado el momento, beban y consuman lo mismo que su abuelo Jack. Abyssus abyssum invocat: el abismo llama al abismo.
A los 17 años nuestra estrella llevaba ya cuatro sobredosis y una estancia en clínica de rehabilitación. Aquellas sobredosis fueron básicamente de alcohol con pastillas, tres en el interior de una alberca (una de éstas con tanque y máscara de buzo) y una cuarta en su cama, en esa suerte clásica que terminó con la vida de Keith Moon, baterista de los Who, y con la de Mama Cass Elliot, cantante de The Mamas & the Papas; la suerte, conocida en el mundo del rock como whale’s death (muerte de ballena), sobreviene cuando el sujeto se echa a dormir demasiado bebido y, al cabo de unas horas, perdido en el limbo de la intoxicación alcohólica, vomita boca arriba produciendo un surtidor al estilo de las ballenas que, por obra de la gravedad, se revierte y tiene consecuencias casi siempre funestas. Su estancia en la clínica de rehabilitación, 47 días en un edificio blancuzco de Pasadena, tuvo al parecer buenos resultados. Jack regresó a casa de los Osbourne a hacer vida doméstica y a tatuarse en el hombro un símbolo que encontró en la portada de un libro del Dalai Lama; este detalle es clave para calcular la envergadura de su regeneración, aun cuando confiesa que ni ha leído el libro ni tiene idea de lo que signifique el símbolo que se grabó para siempre en la piel.
Como verán, Jack ha logrado sortear con éxito su cuarta sobredosis. Ahora, desde el remanso que le ha proporcionado este periodo de sobriedad, podrá disponer de su fortuna y de sus influencias para experimentar en otros campos, los que él quiera y decida. Por otra parte, ya nada más le faltan tres años para cumplir 21. Entonces podrá beber legalmente en el estado de California. Obre Dios. ~
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Jordi Soler