La diplomacia francesa temblaba mientras esperaba el momento, nada lejano, en que Carla Bruni se estrenaría como primera dama en el exterior. El precedente penoso de una primera dama francesa es aquel sentido abrazo que la mujer de Miterrand le dio al comandante Fidel Castro en una visita de Estado. Ahora aquel abrazo histórico, por otra parte inexplicable desde el punto de vista moral, sentimental o estético, parece poca cosa al contrastarlo con las potencialidades de la nueva primera dama. A la par de esas fotografías que se ha hecho sin más prendas que un anillo y unas botas; y del orgullo explícito que le produce ser italiana, y no francesa; circula en la televisión el famoso anuncio del coche Lancia, donde aparece incendiando una limusina, de aires presidenciales, con la lumbre que efectivamente debe tener su fabuloso dedo índice. Por si el mensaje de este anuncio hubiera sido poco, ya existe el siguiente capítulo de la saga donde Carla, hermosa y necrófila, entierra la carcasa carbonizada de la limusina. En su descargo puede argumentarse que estos anuncios fueron rodados antes de su compromiso con Sarkozy, pero esto es una minucia frente al poder de las imágenes por televisión, que nos presentan a la primera dama, en presente perpetuo, haciendo gala del dominio que tiene sobre el fuego. La primera dama francesa ha declarado que los franceses “están siempre de mal humor” y que son “siempre negativos”; y durante la ceremonia de apertura de los pasados juegos olímpicos de invierno, celebrados en Turín, ella fue la encargada de llevar la bandera italiana, otro episodio que puede paliarse con el dato de que entonces Carla no tenía planeado ser primera dama francesa, tan era así que en las pasadas elecciones votó por Segolene Royal. Buscando una línea para seguir a este inquietante personaje, encontré esta que dice Lady Macbeth, concediendo que el personaje de Shakespeare tiene otra orientación, y que hurgar en las líneas de este escritor tiene poco mérito porque sus obras contienen a todos los personajes imaginables: “Para engañar al mundo, pareced como el mundo. Llevad la bienvenida en los ojos, en la lengua, en las manos, y presentaos como una flor de inocencia; pero sed la serpiente que se esconde bajo esa flor”. Basta ver el video que incluye su primer álbum (Quelqu’un m’a dit, 2003), donde aparece ella tocando el piano, un Stenway de ciento cincuenta años de antigüedad, en el salón del castillo que tiene su familia en las afueras de Turín, o correteando por sus jardines que tienen la extensión de, digamos, medio Toledo, para intuir que el presidente francés se ha metido en un lío que intenta disimular a fuerza de salir más alto en las fotos y de ponerse, para soportar el brillo de la estrella que lo acompaña, esas opinables gafas oscuras. Carla Bruni es rica, talentosa y bella, lo cual ya es veneno suficiente, y aprendió a conseguir lo que quiere con las artimañas de las groupies, las fans de las bandas de rock que, merced a sus talentos casi siempre físicos, se hacen parte del grupo por la vía de hacerse novias del cantante o del guitarrista; así llegó a los quince años Carla Bruni con Louis Bertignac, entonces cantante del grupo Telephone y ahora su ex novio y productor, y se embarcó con su banda durante meses en una gira; lo mismo hizo después con Eric Clapton, con Mick Jagger y con otros personajes de distinto quehacer, en un espectro que va del filósofo al magnate, por poner dos ejemplos extremosos. En el caso específico de los músicos es muy claro el beneficio que ha obtenido, de ellos aprendió el oficio que la empujó a dejar las pasarelas y su vida de modelo, para reinventarse como el relevo de la chanson française, en su vertiente lánguida, con mucho éxito en su primer álbum y no tanto en el segundo (No promises, 2006) donde intentó, con un descaro digno de aplauso, seducir al mundo inglés, con once poemas musicalizados, y cantados en esa lengua, entre los que comparecen los de tres mujeres, cuyas coordenadas biográficas no pasan inadvertidas: Dorothy Parker, que saltó a la fama artística desde las páginas de Vogue y Vanity Fair, es decir, desde el mundillo de la moda; Christina Georgina Rossetti, inglesa hija de refugiado italiano, que luego de varias historias de amor desgraciadas, se refugió en la vida ascética; y Emily Dickinson, cuyo reconocimiento llegó de manera póstuma; al mirar en conjunto las tres biografías, se cae en la tentación de ver el trazo de un proyecto vital. En su álbum anterior, que no está mal, Carla dejó un mensaje para quien lo quiera descifrar, cosa que Sarkozy desde luego no ha hecho: tu es la belle et moi la bête. Imposible restarle méritos a Carla Bruni, a partir de su fortuna y su cuna, y de un talento musical que sin estos dos elementos valdría la mitad, ha llegado hasta la presidencia de Francia y ahí comenzará a escribirse un capítulo que no conviene perderse; es probable que desde ese pedestal consiga lo que no pudo con su último álbum: seducir al mundo inglés. Sus dos papeles, el de primera dama y el de diva del pop, ya hacen cortocircuito: Carla, que es compositora y cantante, compromete el proyecto para compensar a los músicos de las descargas por internet en que ahora trabaja el gobierno francés. No promises incluye un DVD con imágenes de ella, que se intuyen fastuosas, que pueden verse a condición de que se rellene un formulario, con datos personales que yo no me he atrevido a proporcionar, por miedo a quedar fichado por la inteligencia del Elíseo. Y al lado de esta diva fulgurante camina el pobre Sarkozy, con su popularidad en ruinas y esas gafas oscuras que campean entre el mal gusto y el mal presagio. Cuando se avecina el final de la tragedia, Macbeth le dice a su médico una línea que bien podría decirle Sarkozy al suyo: “Si pudierais, doctor, analizar la orina de mi reino”. ~
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