El Ășltimo tren de Francia

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CayĂł una huelga general de trenes que paralizĂł toda Francia, justamente cuando yo iba a bordo de uno, rumbo a Marsella, de pie entre los vagones siete y ocho, haciendo equilibrios sobre el acordeĂłn que sirve de bisagra para que el tren pueda dar vuelta y, en caso necesario, torcer su rumbo. Cada vez que el tren comenzaba a girar hacia la izquierda, yo emprendĂ­a una carrerilla hacia la derecha, una carrerilla que, mĂĄs que llevarme a algĂșn lado, pretendĂ­a contrarrestar la inercia y evitar que yo, y la multitud que me rodeaba, y que tambiĂ©n pegaba oportunas carrerillas, saliĂ©ramos disparados hacia el vagĂłn siete u ocho, o hacia afuera, hacia los viñedos del valle de RhĂŽne o a las aguas de su caudaloso rĂ­o; pretendĂ­a evitar que saliĂ©ramos disparados a 300 kilĂłmetros por hora que era la velocidad que llevaba el TGV, ese tren veloz y eficaz que aquella noche, en cualquier momento, entrarĂ­a en huelga y, segĂșn mi pronĂłstico, se detendrĂ­a en seco. Como era miĂ©rcoles, esa multitud que controlaba las fuerzas de la inercia a base de carrerillas sobre el fuelle estaba compuesta por hombres de negocios, mujeres ejecutivas de elevado rango, individuos de ojos encendidos o apagados, de chĂĄndal o de vaqueros, que habĂ­an ido abordando, en distintas estaciones, ese Ășltimo tren que habĂ­a salido originalmente, hacĂ­a horas, de Bruselas. Entre todos ellos venĂ­a yo, ni de negocios, ni ejecutivo, ni de chĂĄndal, sino escritor con botella de Borgoña en el bolsillo, invitado por el Festival Bellas Latinas, un evento anual de escritores en español, una fiesta literaria itinerante, que busca inquietar, con bastante Ă©xito, a los lectores franceses. ÂżY quĂ© hacĂ­a un invitado del festival pegando carrerillas en el fuelle del TGV?, o mejor, ÂżquiĂ©n acepta ir a un festival para pasar las de CaĂ­n en un tren francĂ©s?

La respuesta no es tan simple y me tomarĂĄ algunas lĂ­neas explicarlo, pero antes quisiera aplicar el zoom, a manera de preview, en esta comprometida escena: cada vez que yo emprendĂ­a mi carrerilla, la botella de borgoña, que viajaba a 300 kilĂłmetros por hora en el bolsillo de mi americana, insistĂ­a en tirar hacia donde iba el tren y golpeaba sin querer riñones, caderas y algĂșn pĂłmulo de los hombres y mujeres que me rodeaban. Todo habĂ­a empezado el lunes anterior, en el aeropuerto Charles de Gaulle, en ParĂ­s, donde aterricĂ© bien dispuesto a participar en el festival, un excelente festival de lecturas, mesas redondas y visitas a los colegios donde jovencitos entusiastas, que habĂ­an leĂ­do mi libro, y por eso recalco su entusiasmo, me tenĂ­an preparada una baterĂ­a de preguntas, opiniones e incluso algunas revelaciones. Aquella primera noche de las Bellas Latinas participĂ© en una mesa redonda, que era mĂĄs bien un triĂĄngulo: dos escritores hablando de su obra, mĂĄs el vĂ©rtice de una psiquiatra feminista que hablaba de machos, penes y mujeres, sumisas e insumisas, e incluso muy machas, y le daba a aquella mesa, que se celebraba en un salĂłn del Instituto de MĂ©xico en ParĂ­s, un aire de taller de sexualidad. Mientras la psiquiatra bordaba el tema por la mĂĄs lejana periferia de la literatura, yo notĂ© que mi silla estaba situada justamente, con sus cuatro patas bien puestas, encima de una trampilla, una puerta en el suelo de Ă©sas que conducen a un sĂłtano o a una caja donde se ocultan los registros del agua o del telĂ©fono. “A ver si no va a abrirse esta trampilla y desaparezco de golpe de la mesa, en el momento en que me toque hablar, o en el instante en que la psiquiatra repita la palabra macho o el vocablo pene”, pensaba yo inmĂłvil en lo que llegaba mi turno de hablar y asĂ­, muy rĂ­gido y sin moverme, expuse mi tema y despuĂ©s me fui caminando rumbo al hotel porque al dĂ­a siguiente, a primera hora de la mañana, tenĂ­a que tomar un tren a la apacible ciudad de Besançon, cerca de Suiza, donde continuarĂ­a el festival Bellas Latinas. Cuando subĂ­a por la rue de la GaitĂ© rumbo al hotel, quizĂĄ inspirado por el taller de sexualidad que acababa de escuchar, y para olvidar el estrĂ©s que me habĂ­a generado la trampilla, sentĂ­ el impulso de adquirir, en alguno de los negocios que ofrecĂ­an estos productos, una pelĂ­cula pornogrĂĄfica rodada en el ParĂ­s de Marlon Brando y MarĂ­a Schneider, y estaba valorando un par de tĂ­tulos cuando fui asaltado por un pensamiento lĂșgubre que me hizo dejar las dos pelĂ­culas y salir pitando de la tienda. “QuĂ© tal si compro la pelĂ­cula –pensé–, la oculto en mi maleta y de vuelta a casa el aviĂłn se estrella, y a la hora de ordenar los cuerpos y sus pertenencias encuentran, entre mis pocos efectos personales, la pelĂ­cula pornogrĂĄfica y la policĂ­a francesa, muy diligente, aparece en mi casa y entrega a mi familia un paquete con mis efectos personales encabezados por la pelĂ­cula El Ășltimo priapo en ParĂ­s, con su portada mĂĄs que explĂ­cita”. O quizĂĄ no fuera un aviĂłn, pensĂ© tambiĂ©n, y el detonante de ese paquete infame fuera un atropellamiento en el Boulevard Montparnasse o, si los acontecimientos se hubieran dado en otro orden, una caĂ­da en la mismĂ­sima trampilla del Instituto de MĂ©xico, que probablemente me hubiera conducido directamente a las cloacas de la ciudad, al intestino de LeviatĂĄn que con tanta sabidurĂ­a describe Victor Hugo en Los Miserables: “por momentos, este estĂłmago de la civilizaciĂłn digerĂ­a mal, la cloaca refluĂ­a a la garganta de la ciudad, y ParĂ­s tenĂ­a el regusto de su barro”. Al dĂ­a siguiente, a las siete en punto de la mañana, me subĂ­ en un tren rumbo a Besançon, “vagĂłn 18, asiento 62, ventana”. Durante el viaje leĂ­ noticias, mĂĄs un perfil en Paris Match, de la inquietante Cecilia Sarkozy, que acababa de separarse de su marido, y despuĂ©s oĂ­ a J. J. Cale en mi iPod mientras veĂ­a por la ventanilla el campo francĂ©s corriendo a la velocidad del TGV. Llegado a Besançon, fui conducido al hotel, dejĂ© mi maleta con gran tranquilidad porque adentro no habĂ­a ninguna pelĂ­cula pornogrĂĄfica y contemplĂ© una atractiva piscina que mi apretada agenda de participante del festival no me iba a permitir usar; inmediatamente despuĂ©s fui llevado al lycĂ©e Ledoux, un colegio de alumnos entusiastas donde hablĂ© durante dos horas para una clase, luego compartĂ­ una comida monacal con los maestros y el director, y de postre hablĂ© dos horas con otra clase; un tour de force verbal, y sobre todo neuronal, que continuĂł con un programa de radio de una hora, y se ligĂł con un acto, de hora y media, en una hermosa librerĂ­a de siete plantas. Durante la cena, como si hubiera hablado poco durante el dĂ­a, larguĂ© un sentido elogio (cuarenta y cinco minutos) a Cecilia Sarkozy, mientras picaba el confit de pato y pespunteaba las gambas de un salpicĂłn, y hubiera seguido si no es porque el organizador me interrumpiĂł para comunicarme que al dĂ­a siguiente, miĂ©rcoles, a las ocho de la noche, estallarĂ­a una huelga general de trenes y eso, en tĂ©rminos prĂĄcticos, querĂ­a decir que mi itinerario acababa de sufrir un corrimiento: mi cama de hotel de Lyon, la ciudad que seguĂ­a, acababa de transfigurarse en un asiento de tren a Marsella, la ciudad que venĂ­a despuĂ©s de Lyon, pues de otra forma quedarĂ­a inmovilizado por la huelga. Al dĂ­a siguiente, a primera hora de la mañana, subĂ­ al tren y al llegar a Lyon, con un programa de trabajo tan tupido como el de Besançon, fui recibido por una maestra nerviosa, nerviosa por mi llegada y por los actos que venĂ­an, y conforme Ă­bamos caminando rumbo al lycĂ©e AmpĂšre , el colegio donde me tocaba comparecer, se iba poniendo nerviosa por el clima, por el ruido que hacĂ­an los autobuses, por un muchacho que pasĂł a toda velocidad en bicicleta, y era tal su nerviosismo que empezĂł a contagiĂĄrmelo y cuando por fin entramos al lycĂ©e yo era un manojo de nervios, un escritor nervioso por hablar con los alumnos y por participar con nerviosismo en la comida monacal del dĂ­a. Como habĂ­amos llegado con media hora de anticipaciĂłn, la maestra nerviosa, sin saber quĂ© hacer conmigo, se puso a enseñarme con nerviosidad la escuela, “aquĂ­ estĂĄ la biblioteca”, decĂ­a mientras abrĂ­a una puerta y la cerraba inmediatamente de tantos nervios y yo, que no habĂ­a podido ver nada, por el portazo y por mis propios nervios, la iba siguiendo dĂłcilmente mientras me enseñaba, o mĂĄs bien no me enseñaba, la capilla, la direcciĂłn, un ĂĄrbol centenario, una fotocopiadora reciĂ©n comprada, un soberbio ordenador , y toda aquella visita guiada y nerviosa iba siendo interrumpida, cada vez que terminaba de no enseñarme algo, por la pregunta, “¿no quisiera pasar al baño antes de su participaciĂłn?”, y yo la veĂ­a tan nerviosa y tan solĂ­cita que tuve que forzar dos pipĂ­s nerviosos para que se tranquilizara un poco. La huelga de trenes estallaba a las ocho en punto y mi tren a Marsella, el Ășltimo que saldrĂ­a esa noche, estaba programado para las siete y cuarto.

DespuĂ©s del lycĂ©e AmpĂšre y de la presentaciĂłn en otra hermosa librerĂ­a, lleguĂ© con mi maleta a una estaciĂłn tomada por el pĂĄnico, gente desesperada queriendo subirse a cualquier tren, y los empleados y la policĂ­a intentando restablecer la calma; pasĂ© en medio de aquella mĂȘlĂ©e, con mi billete en el bolsillo de la americana, un billete que me aseguraba un lugar en el tren, rumbo a una tienda donde comprĂ© lo que considerĂ© un kit bĂĄsico de supervivencia en la estepa francesa, es decir, una bolsa de plĂĄstico con cosas que podĂ­an serme Ăștiles en el caso, nada remoto, de que el tren suspendiera su marcha a las ocho en punto, la hora fijada por el lĂ­der sindical para la huelga, justamente cuando fuĂ©ramos cruzando uno de los viñedos que hay entre Lyon y Marsella, quizĂĄ en el valle del RhĂŽne, segĂșn calculĂ© mirando obsesivamente un mapa. Mi kit de supervivencia constaba de una barra de chocolate 92% cacao, un gorro de lana del Olympique de Lyon (encasquetado al revĂ©s porque mi equipo en Francia es el Olympique de Marsella), una linternita y una botella de Borgoña que, una vez sobrevenido el desastre, me sirviera de linternita interior y, mĂĄs que nada, de vehĂ­culo para soportar con temperamento ecuĂĄnime esa calamidad. Pues bien, a las 7:10, cinco minutos antes de la salida, me abrĂ­ paso hasta el anden j, entre el tumulto de viajeros que se habĂ­an quedado sin tren en Lyon, sin la posibilidad de regresar a ParĂ­s o a Toulose, a Biarritz o a Perpignan o a donde fuera que viviesen, y en cuanto encontrĂ© mi tren, que era, como he dicho, el Ășltimo que saldrĂ­a antes del estallido de la huelga, vi que la gente se desbordaba por las portezuelas y, como tenĂ­a que llegar a Marsella esa misma noche, me sumĂ© al desbordamiento y poco a poco, con muchas dificultades, logrĂ© situarme entre los vagones 7 y 8, con un pie, como ya saben ustedes, en ese acordeĂłn que se tuerce, que se estira y se enjuta cada vez que el tren da vuelta, a un palmo del baño que, para esas horas, ya habĂ­a ganado un sĂłlido buquĂ©. AcomodĂ© mi kit de supervivencia en un hueco que habĂ­a entre dos maletas, pero antes extraje el corazĂłn del kit, que era el vino, y me lo metĂ­ en el bolsillo de la americana. A las 7:15 en punto nos pusimos en marcha, hombro contra hombro y muslo contra muslo, y pronto logramos la velocidad crucero de 300 kilĂłmetros por hora, una velocidad envidiable pero muy peligrosa cuando se va de pie y expuesto a que, en cualquier frenazo, salga uno volando como proyectil, junto con los otros cuarenta pasajeros que ocupaban ese espacio entre los vagones. Pero esto parecĂ­a no preocuparle a nadie, todos estaban concentrados en pegar la carrerilla contra la inercia en el instante preciso y en el fondo contentos de haber logrado subirse en el Ășltimo tren, todos contentos y yo tambiĂ©n, porque en el desastre que se avecinaba y que podĂ­a fĂĄcilmente preverse, a la hora de identificar los cuerpos esparcidos por el valle del RhĂŽne, la policĂ­a ordenarĂ­a los cuerpos con sus pertenencias y entre las mĂ­as no habrĂ­a ninguna pelĂ­cula pornogrĂĄfica, ningĂșn Último priapo en ParĂ­s y en cuanto pensĂ© esto soltĂ© una carcajada de alivio y dos tipos que venĂ­an junto a mĂ­, hombro con hombro y cheek to cheek, comenzaron a reĂ­rse conmigo y yo, animado por tanto ĂĄnimo, saquĂ© mi estupendo borgoñón y ofrecĂ­ un trago, para seguir animando el ĂĄnimo y tambiĂ©n para acallar las quejas de un ejecutivo que habĂ­a recibido un golpe de botella en los riñones y de una mujer que me miraba furibunda mientras se sobaba un pĂłmulo, y asĂ­ nos fuimos risa y risa hasta Marsella, sin que la huelga detuviera el tren y sin ese frenazo mortal que yo, con cierto pesimismo, habĂ­a previsto. “¿Y a quĂ© viene tanta risa?”, preguntĂ© a los caballeros porque ya empezaba a parecerme excesivo el jolgorio. “Somos sindicalistas y desde hace media hora (eran las ocho y media) tenemos a Sarkozy con una bota en el cuello”. “Salud por eso”, dije yo, y agreguĂ©, mientras ofrecĂ­a otro trago de mi estupendo borgoñón: “y salud por Cecilia, esa mujer bella y enigmĂĄtica que acaba de recuperar su libertad”. Y dicho esto seguimos risa y risa y trago y trago hasta la estaciĂłn de Marsella, donde un enorme contingente de sindicalistas esperaba el Ășltimo tren, para lanzarse a las calles con pancartas y mĂșsica de samba. Invitado por mis dos colegas de risa y vino, me integrĂ© a la manifestaciĂłn, gritĂ© consignas y bailĂ© los ritmos brasileños hasta que me cansĂ©, y antes de irme solo rumbo a mi hotel, por las calles de esa ciudad fascinante y sucia, les dije: “Me voy, mañana tengo que hablar cuatro horas en un lycĂ©e, sostener una comida monacal con los maestros, resistir una larga entrevista de radio y hablar de mi libro durante hora y media en una hermosa librerĂ­a y, para decirlo claramente, estoy hecho polvo. Au revoir y buena suerte, amigos mĂ­os”. ~

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