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Una vida segada por las fuerzas federales, claro, pero también por los inflamados sacerdotes del lamentable Huizilopochtli que la eligieron como ofrenda.
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Para Luis Prieto

 

Hace tres años me buscó mi amiga Luisa Riley para invitarme a participar en Flor en otomí,  documental que se estrenó hace poco. El título traduce el nombre de pila de mi prima Dení Prieto Stock, militante de las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), muerta en la “Casa Grande” de Nepantla en 1974, a los diecinueve años de edad.

            En otomí, muerte se dice du.

Conocí a Luisa en 1970, cuando mis tíos los Prieto Stock, Ayari y Dení me tuvieron de huésped durante un año. Viví con ellos los debates infinitos, las lecturas, la tensión infernal de la clandestinidad. La charla para explicarle a Luisa por qué no participaría en su proyecto atizó el dolor que me abruma desde la muerte de Dení. Un dolor que se renueva cada vez que la Congregación (viva) para la Causa de los Santos (muertos) convierte a Dení en un elogio del martirio.

Confío, en todo caso, que la película de Luisa tenga una calidad diferente a la alharaca de quienes riegan con sangre (ajena) el himno a la joven guerrillera muerta y lo convierten en la exhibición edulcorada de sus buenas conciencias (vivas). Entiendo que parte de la película, al menos, más allá de la espantosa muerte de Dení, celebra su injustamente breve vida: una vida segada por las fuerzas federales, claro, pero también por los inflamados sacerdotes del lamentable Huitzilopochtli que la eligieron como ofrenda.

Alguna vez escribí, largo, sobre esto cuando ese –como lo llama Fernando Savater– “subproducto subversivo del subdesarrollo”, el subcomandante Marcos (vivo), se refirió a Dení al celebrar un “museo” de la guerrilla en Apodaca donde su foto es parte de la “exhibición”. En su sermón de ese día, el sumo sacerdote ensalzó a “los hombres y mujeres para los que el deber es la vida toda y, en no pocos casos, la muerte toda”. Una muerte toda que Marcos supo administrar con cautela solo semejante a la que puso en preservar su vida toda y hacer de ella una apasionante aventura intergaláctica.

Fueron –y son– los inteligentes sacerdotes que armaron a una muchachita diminuta, frágil y miope y la mandaron a liberar a la patria a balazos. Son los teóricos políticos y estéticos (vivos) que exhiben ante un público agradecido, en cátedras y conferencias, un guevarismo de pacota; los mercachifles que renunciaron a los salchichones y ahora mercan liberación en líneas ágata; los cantautores españoles que chorrean melcocha contestataria que cobran en dólares.

Son los santurrones que se abstienen de tocar, en las apologías sobre los jóvenes que ayudaron a matar, cualquier referencia a la forma en que Fidel compartía con su amigo Gutiérrez Barrios la información que soltaban los redentores que iban a posgraduarse a Cuba; o los tratos con Norcorea, cuyos Kims siguen venerando; o el sinuoso papel de los políticos mexicanos –gastados y/o en ascenso– que ya invertían en el negocio de la “liberación nacional”…

Nunca dirán una palabra con la honestidad de la estudiosa Adela Cedillo. Investigadora con quien, en muchas cosas, no estoy de acuerdo, pero cuya honestidad me parece sólida. Cedillo, desde luego (¿quién no?), denuncia los crímenes cometidos durante la “guerra sucia” por el gobierno, pero aspira también a explicar y explicarse a los sumos sacerdotes, como en este “balance crítico”:  

–Lo único que parecen tener todas (las guerrillas latinoamericanas) en común es un costo humano y social muy elevado. Se trate de mil víctimas o de doscientas mil, ninguna guerrilla puede eludir su corresponsabilidad en el desgarramiento del tejido social.

–La relación costo-beneficio en las guerrillas mexicanas, donde las victorias son nulas o pírricas y las pérdidas muy altas, nos debe obligar a pensar si la estrategia de la guerra de guerrillas tiene viabilidad en nuestro país. Asimismo, a la luz del exterminio de cuadros medios y de primer nivel en las décadas de los 60, 70 y 80, y del impacto que esta ausencia de líderes ha tenido en la actualidad, es deseable que la izquierda renuncie a su vocación martirológica y procure ante todo la seguridad de sus militantes, pues la historia nos ha enseñado que es falso que los luchadores sociales sean fácilmente reemplazables.

–La pregunta clásica, sobre si había o no condiciones en México para un levantamiento armado, por lo general se ha respondido descalificando la ideología leninista de los guerrilleros en torno a las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución. Es un debate interesante que se debe dar a profundidad. Desde mi punto de vista, las generaciones de los sesenta y setenta crecieron con el impacto de muchas revoluciones (la mexicana, la rusa, la china y la cubana), por lo que creyeron que una nueva revolución era posible. No estaban locos ni eran unos fanáticos delirantes, pero tampoco valoraron adecuadamente las condiciones materiales e ideológicas de una sociedad que todavía tenía frescos los recuerdos de la violencia que desató el proceso de 1910 pero, sobre todo, que estaba aterrorizada y pasmada por la masacre de Tlatelolco…

 

La foto con la linda cara de Dení, que soñaba “ser admirada por los muchachos”…

La carita que circula en las liturgias de la religión que la santifica en la internet.  

Las otras, las fotos que muestran a Dení destruida por las balas, no son lindas.

Los sacerdotes (vivos) cuidan su negocio…

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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