La revolución egipcia empezó el 25 de enero de 2011. Cuatro meses atrás, la censura del gobierno veía en una sesión especial la película Microphone, de Ahmad Abdalla. La cinta se centra en la escena artística de Alejandría, la segunda ciudad del país. Según una reseña de la San Francisco Film Society, “los elementos de una revolución juvenil están todos ahí. [Los jóvenes] están hartos y la frustración alimenta su arte”. Sin embargo, los censores solo se fijaron en una escena. Una joven grafitera pinta un muro con el lema “La revolución empieza aquí”. Los censores preguntan a Abdalla qué revolución es esa. El director los tranquiliza: “No se refiere a una revolución real, es desde un punto de vista artístico, metafórico.” Tras alguna explicación más, la película pasa sin cortes. Se estrenó el 25 de enero de 2011.
El 17 de enero de 2011, Ibrahim Awad, profesor de políticas públicas de la Universidad Americana de El Cairo, está en Turín. Tres días antes, el presidente tunecino, Zine el Abidine Ben Ali, había abandonado su país tras una revuelta popular. Un grupo de italianos preguntó al profesor Awad si algo así puede ocurrir en Egipto: “Empecé un análisis muy complicado, un poco confuso, para decir que el país estaba muy mal, pero que era difícil que ocurriera lo mismo.” Tres días después, el 17 de enero, en Florencia, el político español Josep Borrell pregunta lo mismo a Awad: “En vez de repetir análisis insostenibles, dije: ‘Sí, va a ocurrir.’ ¿Cuándo? No se sabe.”
El 25 de enero había sido convocada en Egipto una manifestación por el Día de la Policía. Cada año se hacía esa llamada para protestar contra la tortura. Dos días antes, en Ginebra, un grupo de egipcios preguntaron a Awad qué pasará el 25: “Se van a juntar unos centenares, los de siempre”, contestó. El martes 25 le llamaron por teléfono desde El Cairo: “Va en serio.” Solo dieciocho días después, el presidente Hosni Mubarak abandonaba su cargo.
Los casos de los censores y del profesor Ibrahim Awad no son extraordinarios. Nadie preveía que en realidad el presidente de tres décadas pudiera irse. Alaa Al Aswany, quizá el novelista árabe mejor conocido en Occidente, tuvo una experiencia similar. En un encuentro con periodistas a finales de febrero, contó:
El 24 de enero sabía que había una llamada a manifestarse [el día siguiente], pero me dije que habría de nuevo cuatrocientas personas ante el Sindicato de Periodistas [un lugar habitual de El Cairo para estas acciones] rodeados por diez mil policías. Me dije que no iba a ir, que no participaría, así que me levanté por la mañana y me puse a trabajar en mi nueva novela, pero cuando encendí la televisión, me encontré que había ocurrido un milagro.
He hablado con mucha gente en El Cairo. Otros me han contado de sus amigos. Solo alguno muy optimista era capaz de imaginar que el 25 de enero la historia de Egipto iba a cambiar. Sin embargo, todos estaban convencidos de que la situación era insostenible, de que algo tenía que acontecer. La apatía, el miedo, la falta de esperanza y de dignidad eran sensaciones que no podían durar siempre. El mismo Al Aswany lo veía así algunos años antes:
Siempre había creído que habría una revolución y en mis entrevistas en el extranjero lo dije muchas veces y la gente no me creía. Tuve una entrevista con el New York Times en 2007 y dije que Egipto estaba muy cerca de un gran cambio, que íbamos a tener una gran sorpresa en Egipto.
Solo que no creía que esa sorpresa fuera a empezar el 25 de enero de 2011.
ENTRE TÚNEZ Y FACEBOOK
¿Qué hizo que una situación insostenible pero sin salida de repente estallara e hiciera caer el régimen? El joven ingeniero Saleh Fekry había participado en alguna protesta en 2010: “Un día nos vestimos de negro y repartíamos pasquines por la calle. Daba como miedo”, recuerda. Tampoco creyó que el 25 de enero miles iban a salir a la calle. ¿Qué cambió? “Túnez”, asegura. Es la respuesta más inmediata. Los regímenes árabes parecían clavados en la historia. La brutalidad, el apoyo occidental, el petróleo hacían que nadie viera un caldo de cultivo propicio a una revolución en la región. Hasta que ocurrió en Túnez. Eso abrió una puerta a la esperanza: ¿Por qué no puede pasar lo mismo en Egipto? La bloguera egipcia Zeinobia escribió el 23 de enero un post titulado “Qué nos puede enseñar la revolución tunecina”. Era una lista de puntos; el primero: “Las revoluciones ocurren sin previsión incluso en el mayor estado policial.” Así fue en Túnez y así fue en Egipto. Muchos veían que los factores estaban ahí, solo que nadie supo prever su conjunción.
Túnez fue el desencadenante más inmediato. Pero el cambio no surgió de la nada. Hacía años que algo hervía. El segundo factor más reciente fueron las redes sociales. El régimen de Mubarak tenía infiltrados o controlaba los partidos políticos, los sindicatos y la universidad. Los tres focos tradicionales de descontento no podían preparar un levantamiento sin que las fuerzas de seguridad lo sofocaran.
Por supuesto, las redes sociales no fueron la causa de la revolución. Fueron una motivación más: los problemas de Egipto estaban ahí, y después de consultar Twitter, Facebook o YouTube aún había que salir a la calle a jugarse la vida. Eso es lo importante. Pero las redes permitieron sentir a los más atrevidos que había decenas de miles de egipcios dispuestos a decir en público con sus nombres y apellidos que iban a salir a la calle. De los prolegómenos, la página más importante de Facebook fue “Todos somos Khaled Said”.
En junio, el joven Khaled Said había muerto de una paliza a manos de informantes de la policía ante un café internet en Alejandría (los dos culpables fueron juzgados tras la revolución y en octubre recibieron penas de siete años). Un ejecutivo de Google, Wael Ghonim, creó poco después la página en Facebook. Durante los últimos meses de 2010, desde el sitio montaban pequeñas protestas: jóvenes vestidos de negro se quedaban quietos de espaldas a la calle.
Según escribe la profesora de comunicación Rasha A. Abdulla, de la Universidad Americana de El Cairo, en The Cairo Review:
La página [“Todos somos Khaled Said”] ganó credibilidad en parte porque las acciones que creaba estaban bien organizadas y las opiniones de los usuarios [sobre tipo de actos, lugares y horas] se tomaban en consideración.
Para muchos era la primera experiencia real de democracia, de participar en un acto político con consecuencias reales. Así, cuando once días antes del 25 de enero la página apoyó la manifestación, reunió a miles de personas que dijeron que iban a asistir.
El gobierno se dio cuenta tarde de que no había sabido controlar todos los resortes. Cuando encarceló el 27 de enero a Ghonim –durante doce días– o cortó internet el 28 de enero –el viernes de la rabia–, ya era demasiado tarde. Las redes sociales no habían servido solo para reclutar manifestantes: la información sin censurar y las opciones de debatir y ver opiniones distintas que permiten son un lastre para una sociedad represora.
Las redes sociales habían emergido con fuerza en 2008, pero no surgieron en un desierto: el activismo digital había nacido unos años antes, con la eclosión de los blogs en 2003. “En mi análisis del uso de las redes sociales en Egipto, es importante notar que tuvieron un efecto mayor en usuarios de internet previamente apolíticos que en los activistas digitales puros”, escribe la profesora Abdulla. Las redes sociales atrajeron a un nuevo grupo juvenil de la sociedad egipcia que no había seguido o no conocía las batallas de la generación previa.
Las redes sociales florecieron en un ambiente en que los blogs ya llevaban algunos años convocando manifestaciones y, sobre todo, documentando los abusos del régimen. El movimiento que aglutinó esa primera oleada fue Kifaya –“Basta”, en árabe– o Movimiento por el Cambio en Egipto. Los activistas reunidos en Kifaya pedían la progresiva democratización del régimen y aspiraban a que el presidente Hosni Mubarak no traspasara el poder a su hijo Gamal.
EL ACTIVISMO EMPIEZA A ANDAR
El pasado 12 de diciembre de 2011 se cumplieron siete años de la primera manifestación de Kifaya en El Cairo. Fue el primer acto público en Egipto contra Hosni Mubarak. Años antes se habían oído por primera vez gritos contra el presidente: fue en las manifestaciones a favor de la segunda intifada palestina y luego en contra de la guerra de Iraq. El papel que jugó el régimen en esos dos conflictos no gustaba a su población. Kifaya fue un paso más en la pérdida de miedo.
Ahora puede parecer raro, pero la agenda democratizadora de George W. Bush para Oriente Medio en esos años fue importante. Las elecciones de 2005 fueron una pequeña ventana de esperanza en Egipto. Como otras veces, el ganador estaba ya declarado, pero se permitió un papel mayor a la oposición: los Hermanos Musulmanes –inscritos como independientes– obtuvieron 88 escaños. Un famoso bloguero, Sandmonkey, escribía en 2010 sobre el recuerdo de cinco años atrás:
La democracia estaba en boca de todos, y todo el mundo parecía empujar para que fuera realidad, gracias a la determinación de un hombre en el poder al que todos ridiculizaban como un mono idiota, que –con la ayuda de trescientos mil de sus soldados en un país vecino– puso presión y miedo en el corazón de nuestros dirigentes.
Algunas crónicas de la época hablaban ya de “Primavera árabe” en aquel 2005. Por ejemplo, el Christian Science Monitor: “Kifaya se ha convertido en el nombre de un movimiento y la palabra clave en lo que algunos occidentales llaman ‘Primavera árabe’, el crecimiento de la democracia en la región.” Un poco más adelante, el Monitor decía: “No hay ninguna duda de que la retórica de libertad del presidente Bush y de Estados Unidos ha ayudado a romper la puerta para el activismo político en Oriente Medio.” Ese activismo lo aprovechó, aunque el apoyo de la Casa Blanca disminuyó. Con el fracaso de la guerra de Iraq, la agenda quedó en nada, pero la ventana se había abierto un poco más.
Según la periodista Lali Sandiumenge, que vivió en El Cairo entre 2004 y 2008 y que en febrero publicará Guerreros del teclado, sobre el nacimiento del activismo digital en el mundo árabe, “en 2004 había cuarenta blogs en Egipto, en 2006 había miles”. La esperanza de cambio político duró solo unos años. La vía política abierta en 2005 no dio resultados concretos; el régimen no había empezado una lenta apertura. En las elecciones de 2010, dos meses antes de la revolución, el pucherazo del régimen hizo que los Hermanos pasaran de 88 representantes a cero. Fue una prueba más de que la situación era insostenible.
Pero el movimiento subterráneo que inició Kifaya ya no cesó. Algunos blogueros egipcios de esos años obtuvieron premios internacionales. Wael Abbas fue por ejemplo persona del año en Oriente Medio para Time. Sandiumenge dice del blog de Wael que “solo pretendía mostrar lo que ocurría”. Lo que los medios oficiales ocultaban o ignoraban, podía verse en internet. Por supuesto, no fueron años fáciles. Las manifestaciones “reunían a los de siempre”, según Sandiumenge: unos centenares rodeados por miles de miembros de las fuerzas de seguridad. La policía se encargaba de “advertir” a los que creía que se iban a pasar de la raya.
LLEGAN LAS HUELGAS
La represión que creció en la segunda mitad de la década no pudo evitar que se abriera otra grieta en el sistema: las huelgas laborales. Según el activista Hossam el-Hamalawy, “en diciembre de 2006 empezó la mayor oleada de huelgas en Egipto desde 1946”. La economía egipcia no iba mal en esos años: en 2010 el Producto Interior Bruto creció un cinco por ciento. El 25 de enero de 2011, una misión del Fondo Monetario Internacional salía de Egipto con la sensación de que los números del país avanzaban. Pero como sucedió en Túnez –allí con la ayuda de las revelaciones de WikiLeaks sobre la familia de Ben Alí, datos que por supuesto llegaron a Egipto–, la población no sentía que la riqueza estuviera bien repartida. Según The Economist, Egipto tiene lo que se conoce como una economía patriarcal, con un sector privado débil y uno público dominante. Una economía así es compañera de una autocracia.
El momento culminante para las huelgas laborales fue el 6 de abril de 2008. Trabajadores de la empresa textil estatal más grande de Egipto, en Mahalla –ciudad industrial del delta del Nilo, a cien kilómetros al norte de El Cairo–, habían convocado una huelga general para ese día. El movimiento Kifaya había llamado a participar en sentadas en todo el país (las huelgas en Egipto estaban prohibidas). La noche del 5 de abril, las autoridades habían detenido al bloguero Malek –a quien el pasado 19 de noviembre, en los últimos enfrentamientos en Tahrir, hirieron en un ojo– por repartir pasquines.Pero en esa convocatoria de huelga del 6 de abril hubo otra gran novedad. En una noticia en la página de Al Jazeera del día 5, se decía:
No está claro quién inició la llamada a expandir la huelga más allá de los veinticinco mil empleados de la planta textil de Mahalla. Los mensajes piden a la gente que se quede en casa, eviten ir de compras, lleven ropa negra y cuelguen la bandera egipcia del balcón.
Ese agente misterioso que había movido la huelga más allá de sus canales habituales fueron un par de jóvenes –Ahmed Maher y Esraa Abdel Fattah– que crearon una página en Facebook: “Empezamos un grupo y lo enviamos a los ciento sesenta amigos de ella y a los ciento cuarenta míos. Al cabo de un día, había casi tres mil personas en el grupo. Los dos nos quedamos sorprendidos”, contaba Maher poco después, ya tras haber sido acosado y detenido por el régimen.
La página de Facebook se convirtió en el Movimiento Juvenil del 6 de Abril. Junto a “Todos somos Khaled Said”, fueron los dos convocantes masivos del 25 de enero. Los hechos de Túnez les animaron a pensar que había llegado la hora. Antes, las peticiones políticas de Kifaya, los blogueros de la generación previa y las reivindicaciones laborales de los trabajadores de las empresas estatales –muchas propiedad del ejército egipcio– habían sido otros lentos impulsores de la revolución del 25 de enero.
LA TELE SE VUELVE DEMOCRÁTICA
Hay aún otro elemento exterior, de participación menos directa en la revolución, pero también imprescindible: las televisiones por satélite. Internet había abierto otras vías de información para los jóvenes egipcios. Las cadenas internacionales –difíciles de controlar para el gobierno– fueron otro modo de que corrieran más noticias. El estandarte informativo es Al Jazeera, que se volcó en la plaza Tahrir desde el primer día. Pero Al Jazeera se había fundado en 1996 en Qatar, tras el cierre de la BBC árabe por problemas de censura con el satélite en Arabia Saudí. Al Jazeera árabe no era la BBC, pero es lo que más se le parecía. En 2001, el entonces profesor de comunicación Abdallah Schleifer dio otro ejemplo de práctica democrática:
El impacto de Al Jazeera es tan poderoso en el mundo árabe porque diez años atrás el periodismo televisivo no existía, porque entrevistas y debates sobre asuntos públicos con participación del público por teléfono no existían.
Al Jazeera era además un medio con una perspectiva local: el ejército americano bombardeó sus sedes en Kabul y Bagdad durante las guerras. Corre incluso el dudoso rumor –se lo he leído al periodista de The Guardian Brian Whitaker– de que George W. Bush pretendió atacar su cuartel general en Qatar, pero que Tony Blair se lo desaconsejó. El régimen de Mubarak ya no podía hacer lo que le pareciera y despreciar la segunda intifada palestina o apoyar la guerra de Iraq sin que los egipcios lo supieran. El mundo hablaba de eso, y Egipto ya estaba en el mundo.
NO HAY VUELTA ATRÁS
En mis días en Egipto, la prueba principal de que la revolución no tiene vuelta atrás es que la mayoría decía que habían estado en la plaza Tahrir durante los dieciocho días de enero y febrero. En muchos casos, por la expresión, por el tono, era claramente mentira. Pero el consenso era que la situación anterior era insostenible, que el cambio era necesario y que Egipto mejorará. Todos los egipcios con los que hablé coincidían en decir que la revolución había sido un sacrificio necesario y ahora eran optimistas con cautela: Egipto no será un país solvente y democrático en unos meses. Aún quedan baches.
Desde la caída del presidente Mubarak, hay más división sobre cómo conseguir los objetivos: para unos prima la estabilidad y la economía, para otros es más importante la política. Algunos creen que el ejército tiene un papel estabilizador durante la transición. No quieren que se perpetúe, pero la junta militar necesita tiempo para traspasar el mando a un gobierno civil. Es poco probable que los militares quieran instaurar un nuevo régimen calcado al anterior. “Hoy eso sería imposible”, me dijo el profesor Awad. Michael Wahid Hanna, investigador egipcio-americano de la New Century Foundation, cree que “el ejército no tiene interés, por ejemplo, en controlar el Ministerio de Educación”.
Pero los militares procuran por todos los medios conservar sus privilegios: dominan una parte de la economía del país y las cuestiones de seguridad quieren mantenerlas en su poder. El ejército recibe 1.3 millardos de dólares al año de ayuda americana –la segunda más alta que concede Estados Unidos, tras Israel–. Según un cable de la embajada americana en El Cairo de 2009 publicado por WikiLeaks, “los líderes militares [egipcios] ven nuestro programa de asistencia militar como una ‘compensación intocable’ por mantener la paz con Israel”. Si un gobierno civil manejara la política exterior y de seguridad, podría anular, retocar o renegociar el tratado de paz con Israel firmado en 1979, una de las piedras angulares de la calma en la región.
LAS ELECCIONES SORPRENDENTES
Hoy nadie sabe si a mediano plazo el ejército logrará conservar sus dominios. Sus repetidas intenciones por limitar el poder civil de momento no han cuajado. Tras las elecciones de diciembre y enero, el panorama volverá a cambiar. La primera convocatoria electoral fue con un 59 por ciento un éxito de participación. Los activistas de la plaza Tahrir aspiraban a conseguir que el ejército traspasara antes de cualquier elección el poder a un gobierno de salvación nacional con todos los poderes dirigido por Mohamed El-Baradei. Algunos boicotearon la primera ronda electoral porque creían que las urnas iban a estar amañadas. No fue así. A pesar de las irregularidades, los protagonistas aceptaron el resultado. Los jóvenes de Tahrir vieron rápido que debían cambiar de estrategia y ponerse a hacer campaña de base. El guión pasaba de repente de protestas callejeras a la política.
Los activistas planificaron mal el desarrollo de las elecciones y su cambio llegó tarde. Tras la votación en algunas de las zonas más liberales del país, los islamistas dominaban ampliamente. Pocos esperaban lo contrario. La única sorpresa ha sido el más del veinte por ciento que sacaron los partidos salafistas, más radicales que los ganadores de Justicia y Libertad, el partido de los Hermanos Musulmanes.
Pregunté a varios activistas por el temor a los islamistas. Se pusieron a reír. No porque creyeran que los islamis-tas iban a ser inocuos, sino porque el gran adversario de las fuerzas civiles es aún el ejército. No todos los liberales sienten lo mismo. Algunos creen que los militares –como ocurrió en Turquía– son una garantía para mantener un Estado secular. Hay quien especula que los militares habrían permitido las elecciones para que los islamistas arrasaran y los seculares y las minorías recurrieran a ellos para garantizar un Estado no confesional.
Pocos días después de las elecciones, un general declaró ante un grupo de periodistas extranjeros que “el nuevo Parlamento no reflejaba la realidad egipcia”, y por eso debían intervenir en la redacción de la nueva Constitución. Los Hermanos Musulmanes ya han dicho que no aceptarán. Como es habitual en Egipto, tras el globo sonda, todo ha quedado en el aire. El posible enfrentamiento entre las dos principales fuerzas promete. Aunque los liberales no se fían del todo de los Hermanos: siempre les ha costado enfrentarse al régimen y a los militares; más bien han llegado a acuerdos. Habrá que ver esperar y ver qué ocurre tras la formación definitiva del Parlamento a finales de enero.
Algo será seguro: los islamistas tendrán más poder que nunca. ¿Hay que tener miedo? Quizá. Pero antes hay que aclarar tres puntos. Primero, el antiguo régimen permitió el crecimiento de la religión y persiguió en cambio a los grupos que se metían demasiado en política, sobre todo por la izquierda. Por eso, hoy los mejor organizados y preparados son formaciones islamistas. La triquiñuela de Mubarak era mostrar al mundo que, si él caía, los islamistas tomarían el poder. Mejor, por tanto, ayudarle a conservar la presidencia. La estrategia casi le salió bien. Los militares aún pueden aprovecharse del truco.
Segundo, el voto a los Hermanos y a los salafistas no es solo de egipcios ansiosos por prohibir el bikini y el alcohol. Por supuesto, son votos conservadores, pero la variable económica tiene un rol crucial. Los Hermanos son un grupo basado en la clase media, con ingenieros y economistas entre sus afiliados y dirigentes. En muchos barrios pobres, su tarea social hace años que llega, con el beneplácito del régimen. Al final ha calado. Las esperanzas de sus votantes es que arreglen la economía y no roben, como me decía un egipcio de mediana edad:
Siguen la ley de Dios, así que serán más honestos. También están bien preparados: ya hemos probado otras cosas, ahora hay que probar a estos y si no lo hacen bien, de aquí a cuatro años, fuera.
El voto salafista es más radical, pero también tiene un matiz económico, de rabia hacia las élites. Un jeque en un barrio popular cerca de El Cairo explicaba, según el New York Times:
Ellos piensan que son ellos, y solo ellos, los que nos representan. No vinieron a nuestras calles, no vivieron en nuestros pueblos, no llevaron nuestra ropa ni comieron nuestro pan, no bebieron nuestra agua contaminada, no vivieron en la cloaca en la que vivimos.
Se deja sentir una cierta rabia populista, como ocurre con la extrema derecha en países más desarrollados.
Tercero, nadie sabe cómo se comportarán los islamistas en el poder. Ni siquiera está claro si formarán un bloque único o los moderados Hermanos se coaligarán con partidos seculares, que parece lo más probable. Hasta ahora, el islam político ha vivido en la oposición. Nunca debieron decidir ni mancharse con la política. Por eso, hoy parecen inmaculados. Pero este juego del escondite ha terminado. Con un cuarenta por ciento de escaños en el Parlamento, los Hermanos ya no podrán eximir su responsabilidad. El primer día deberán optar por anteponer el islam y aliarse con los salafistas o apostar por la estabilidad y unirse a partidos seculares. Tomen la decisión que tomen, perderán votantes moderados o radicales por el camino. Luego deberán empezar a paliar los problemas económicos. Necesitarán buena suerte. Los problemas de Egipto son enormes.
Los Hermanos parecen lo bastante inteligentes como para no perder su importancia con decisiones viscerales como prohibir el alcohol, que dañaría la valiosa industria turística. Según el secretario general de su partido, Saad El-Katatni, su camino es otro: “Justicia y Libertad no prohibirá a los hoteles que sirvan alcohol, no cerrará playas, cines, centros comerciales o prohibirá internet, sino que educará al público.” El dominio del currículo escolar puede ser una gran arma islamista para afianzar sus valores en una sociedad cada vez más religiosa.
Egipto está en transición. El antiguo régimen no ha desaparecido como en Libia, donde los problemas son nuevos. Ni siquiera ha pasado a un segundo plano, como en Túnez, donde tanto el nuevo presidente como el primer ministro estuvieron encarcelados por Ben Ali. En Egipto, el mariscal Tantawi y el primer ministro Ganzuri sirvieron a Mubarak. La situación es incómoda; hay muchos intereses en juego en el país más importante del mundo árabe. Pero la gente ha perdido el miedo: ya nadie vigila con quién habla sobre política ni quién le escucha; las bromas sobre los militares son permitidas (en Siria, por ejemplo, esa libertad es inimaginable). Los egipcios ya saben cómo ir a defender sus derechos en la calle. “Si el pueblo ha derrotado a Mubarak y asustado a los militares, ¿cómo no va a hacer lo mismo con los islamistas?”, me dijo el profesor Awad. El camino hacia la revolución fue largo. El nuevo camino hacia un país ejemplar también lo será.
CODA
La noche después de la segunda ronda electoral estallaron de nuevo los enfrentamientos en el centro del Cairo. El origen fue el último campamento que quedaba, ante la sede del gobierno. El inicio de los combates fue confuso, pero sus consecuencias son graves: al menos trece muertos y centenares de heridos. Hay quien acusa a los manifestantes de no saber dónde está el límite de la utilidad de la calle para reivindicar. Pero la brutalidad y perseverancia del ejército deja preguntas sin respuesta. Para acabar con una manifestación, un país democrático instrumenta otros medios distintos de piedras, cocteles molotov, fuegos artificiales o tiros. ¿Por qué esa brutalidad? Las teorías abundan y se han convertido incluso en una guerra de comunicación virtual para convencer a la mayoría silenciosa de quién es el culpable. La realidad es que el ejército no está aún dispuesto a ceder el mando. Los militares dicen que es por el bien del país, pero su modo de gestionar los problemas es irracional y peligroso. La presión para lograr un gobierno civil cuanto antes va a crecer. ~
(Barcelona, 1976) es periodista, licenciado en filología italiana. Su libro más reciente es 'Cómo escribir claro' (2011).