El amor soƱado

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Invito a los lectores a una experiencia exquisita: dejarse guiar por un filĆ³logo sabio y viejo de ochenta aƱos a travĆ©s de la noche sensual del sueƱo erĆ³tico espaƱol del Siglo de Oro. Se trata de la experiencia fascinante de dejarse llevar por Antonio Alatorre a explorar los ecos de una de las ideas que mĆ”s poderosamente han influido en la cultura occidental moderna: el traslado poĆ©tico de las venturas y desventuras del amor al mundo de los sueƱos, ya se trate del deseo carnal de los amantes o de las resonancias neoplatĆ³nicas del erotismo mĆ­stico y teolĆ³gico (Antonio Alatorre, El sueƱo erĆ³tico en la poesĆ­a espaƱola de los siglos de oro, Fondo de Cultura EconĆ³mica, MĆ©xico, 2003). Esta idea, podrĆ­a decirse, cristalizĆ³ en un canon muy potente que, como en la mĆŗsica barroca, fue imitado, copiado, traducido, variado y contrapunteado en mil polifonĆ­as. En este canon el poeta sueƱa que se deleita con su amante y se lamenta del triste despertar a una realidad desolada. Como explica Alatorre, los poetas espaƱoles del Siglo de Oro encontraron las raĆ­ces del canon en la antigĆ¼edad grecolatina, en los renacentistas italianos y en los poetas medievales. En estas fuentes los poetas espaƱoles se emocionan leyendo en Ovidio los sueƱos incestuosos de Biblis que ama a su hermano Cauno, invocan la conversaciĆ³n onĆ­rica de Petrarca con su amada Laura, ya muerta, o imitan los ecos medievales del viejo romance: ā€œUn sueƱo soƱaba anoche, / soƱito del alma mĆ­a: / soƱaba con mis amores / que en mis brazos los tenĆ­aā€.

Alatorre, con gran maestrĆ­a y cariƱo por la materia onĆ­rica, va desplegando ante nosotros un amplio tejido de poemas, nos encandila con la belleza de algunos textos y tambiĆ©n nos enseƱa el revĆ©s de la trama, donde podemos ver la red de imitaciones, plagios, prĆ©stamos, influencias y traducciones. Esta red nos ayuda a comprender el contrapunteo de temas canĆ³nicos y sus deliciosas variaciones. Los poemas menos logrados o francamente pobres, al quedar engarzados en este tejido nos ayudan a entender la belleza del conjunto. Una muestra de esta red bastarĆ”: se trata del cĆ©lebre soneto donde Quevedo sueƱa que goza a Floralba; allĆ­ exclama: ā€œque nunca duerma yo si estoy despierto, / y que si duermo, que jamĆ”s despierteā€. Estas palabras las plagiĆ³ Quevedo de un soneto del jesuita Pedro de Tablares; y fueron despuĆ©s imitadas o parodiadas por Lope de Vega (ā€œNunca me amanezca el dĆ­a /si tales noches sonā€), CalderĆ³n (ā€œno me despiertes si duermo; y si es verdad, no me aduermasā€). Lo sintomĆ”tico es que el padre Tablares tampoco es el autor original de los versos, sino que los plagiĆ³ de los poemas de Janus Secundus, el conocido humanista flamenco, autor de los famosos Basia (Besos), quien escribiĆ³ en otra obra, sus ElegĆ­as: ā€œĀæDuermo? ĀæEstoy despierto? ĀæEsto es verdad o es un sueƱo? / Ya sea sueƱo o verdad, Ā”sea, gocemos! / Si es sueƱo, que dure mucho, y que no venga la luz del dĆ­a, por favor, a despertarmeā€, (Elegiae ad amorem I.x.27-30) Estas lĆ­neas fueron copiadas y traducidas por numerosos poetas del siglo XVI.

En los versos erĆ³ticos de los poetas el sueƱo es tan pronto sĆ­mbolo de la muerte o de la cĆ”rcel como seƱal de alivio y liberaciĆ³n. El sueƱo es una suerte de fingimiento o de simulacro, un engaƱo imaginario de gran fuerza. Los sueƱos erĆ³ticos interesaron mucho a los mĆ©dicos de la Ć©poca, ya que muchos pensaban que el amor era una enfermedad que debĆ­a tratarse. Otros sostenĆ­an que las relaciones carnales podĆ­an ser curativas, aĆŗn en sueƱos. AdemĆ”s, como dice Alatorre, el sueƱo erĆ³tico era una manera facilĆ­sima y baratĆ­sima de tener en los brazos a la mĆ”s esquiva de las damas. Un mĆ©dico francĆ©s del siglo XVI, Jacques Ferrand, recordĆ³ la famosa historia contada por Plutarco (Vidas 9:27), y que muchos poetas castellanos seguramente conocĆ­an. Esta es la historia. Un joven egipcio ama a una bellĆ­sima cortesana, que no le corresponde. Pero una noche el pobre joven sueƱa que la posee, y amanece aliviado del loco amor que lo atormentaba. La cortesana se entera y alega ante un juez que, ya que lo ha curado, el joven debe pagarle. ĀæSe le ocurriĆ³ a los poetas que sus Floralbas, Filis y Cloris podrĆ­an en un rapto prosaico denunciarlos ante un tribunal para exigir el pago por los servicios amorosos prestados durante el sueƱo poĆ©tico? Por suerte el juez, en el cuento de Plutarco, tiene una vena musical y poĆ©tica: ordena al joven egipcio que se presente ante Ć©l con una bolsa llena con la cantidad exigida. El juez, delante de la cortesana, vacĆ­a las monedas en una jofaina, pero se las regresa: asĆ­ ella es pagada con el sonido y el color de las monedas, de forma semejante a la que el joven se contentĆ³ con un placer imaginario.

Leer el libro de Alatorre es como ver el color de los sueƱos y escuchar el ritmo de su mĆŗsica. Los poetas castellanos seguramente no soƱaban: ellos sabĆ­an muy bien que estaban haciendo literatura, pero con sus versos encantaban a sus lectores y los hacĆ­an soƱar. Pero con esta poesĆ­a sucede algo parecido a lo que comenta Plutarco de su narraciĆ³n: hubo quien dijo que el juez habĆ­a sido injusto, pues mientras el sueƱo habĆ­a satisfecho las ansias del egipcio, el sonido y el color de las monedas de oro sĆ³lo habĆ­an acrecentado los deseos de la cortesana. Igualmente, el lector ante el juez filĆ³logo que es Alatorre quedarĆ” en vilo, entre la satisfacciĆ³n de haber gozado de unos sonetos hermosos y las ganas insatisfechas de leer mĆ”s.

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Es doctor en sociologĆ­a por La Sorbona y se formĆ³ en MĆ©xico como etnĆ³logo en la Escuela Nacional de AntropologĆ­a e Historia.


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