El día en que no conocí a Octavio Paz

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Fue en octubre de 1975, uno de los días más desastrosos de mi vida. Me había buscado para darme cita y me puse nervioso; a ello se sumó la incomodidad de que, antes, tenía sesión de trabajo con mi jefe, el profesor Antonio Millán, que dirigía (es un decir) la Revista de la Universidad, en la que yo me ganaba unos centavos como editor y corrector (otro decir). Le encantaba explicarme unas desbordadas teorías, como que los problemas de México se debían a que su mentalidad era vigesimal mientras que la del resto del universo era decimal.

Me había citado a la una en su casa de Tlalpan y Paz me esperaba a las cuatro en su oficina de la revista Plural, en Reforma. Iba a tener que correr. Al terminar el trabajo, cuando ya iba a escaparme, Millán me mostró un extravagante artefacto: un ábaco vigesimal inventado por los antiguos mayas. Luego mandó por su hijito, al que había educado vigesimalmente, lo sentó frente al ábaco, me puso en las manos una calculadora electrónica y me dijo que propusiera una multiplicación descomunal. Resignado, dije algo como 64 mil 513 por 32 mil 888. El niñito zarandeó velozmente las cuentas y produjo una respuesta antes que la calculadora. La respuesta estaba absolutamente equivocada, pero la cara orgullosa de Millán me impidió decirlo. Mientras me acompañaban a la puerta, orondo, Millán declaró que el sistema vigesimal iba a hacer de México un verdadero gigante. Yo pensé que sí, sobre todo en el ramo de la producción de ábacos vigesimales, pero me volví a callar. A manera de despedida, como para castigar mi escepticismo decimal, sucedió algo horrible: el niñito me vomitó un pie.

Unos meses más tarde, el profesor Millán abandonó todo y se fue a vivir a una casita frente al mar.

En fin, la cosa es que, además de corregir y leer pruebas, comencé a publicar reseñas de libros en esa revista y la última había sido sobre El mono gramático, un libro de Paz que recién había salido y me había gustado mucho. A pesar de que la Revista de la Universidad era un cadáver que circulaba únicamente en las salas de espera de las oficinas universitarias, Paz se las había arreglado para hacerse de un ejemplar y, más asombroso aún, para conseguir mi número telefónico. Me había dicho que le había gustado mi escrito, que deseaba conocerme y me citó para el día siguiente. Atónito, alcancé a tartamudear un par de frases y en ninguna metí una información crucial: ese día, a esa hora, tenía examen final de Literatura Mexicana Moderna.

Me pasé la noche en vela. Pensé que seguramente Paz iba a someterme a un examen general de conocimientos del que iba a salir muy mal librado. Como la única rama del saber que dominaba en ese momento era la poesía de Manuel José Othón, urdí un plan para conducir la conversación velozmente hacia ella: consistía en darle la mano y decirle: “Mucho gusto, ¿qué opina de Manuel José Othón?” Por si las dudas, decidí también memorizar un par de aforismos de William Blake. ¿Qué tal que viniera al caso decirle, por ejemplo si me ofrecía un café, que “Sí, gracias, pues la ruta del exceso conduce al palacio de la sabiduría”?

Le agradecí a Millán su ofrecimiento de lavarme el pantalón y corrí hacia el camión que me llevaría al metro que me llevaría al centro. Llegué con tiempo de sobra. Los gestos de asco de los pasajeros ante mi pie vulnerado me advirtieron que no podía presentarme así ante Paz. Vi a un jardinero que regaba los jardines y le mostré el desastre; sin decir agua va, pero haciéndolo, enderezó el chorro hacia el pantalón y el zapato. Empapado, me senté frente a una fuente y procuré calmarme mirando las estatuas encueradas. Entonces ocurrió la siguiente tragedia: se apareció el bolero.

Yo era muy pobre y sólo traía diez pesos encima, lo suficiente para comprarme una torta y pagarme el transporte de regreso, pero sacrifiqué la torta a cambio de unos zapatos bien lustrados. Luego de un rato, el bolero me dijo “listo” y que eran diez pesos. Como en esos años una boleada costaba dos pesos, manifesté mi asombro. Explicó que no sólo los había boleado, sino que los había rehabilitado, pues eran una ruina. Le dije que no tenía dinero. Me dijo que llamaría al sindicato de boleros de la Alameda y que lo que tendrían que rehabilitarme iba a ser la cara. Una vez en la inopia, calculé si no sería demasiado grosero pedirle dinero prestado a Paz el mismo día en que iba a conocerlo.

Ya en la oficina, la señorita dijo “Fíjese que el señor Paz no pudo venir”, tomó el teléfono, dijo “Ya llegó el joven” y me pasó la bocina. Paz me dijo que lo sentía mucho, que había tenido una emergencia, que estaba muy apenado, que lo disculpara y que por favor regresara la semana siguiente. Dije que sí, que claro, que lo entendía muy bien. Quizá, me dije, cuando se preparaba para acudir a nuestra cita, había tenido una inesperada visita de las musas y le estarían dictando versos espléndidos.

Salí a la calle. Estaba diluviando. Tenía mucha hambre. Metí el pie en el primer charco lleno de lodo. No tenía un centavo. Había reprobado Literatura Mexicana Moderna. Pensé en Blake: “demasiada tristeza ríe; demasiada alegría llora”. Tenía veinticuatro años. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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