Llegar a una banalidad profunda puede ser,
a mi entender, un auténtico propósito literario.
JP
El jueves por la noche, mientras el secretario de Salud federal anunciaba un viernes de asueto forzoso (en realidad, una cuarentena de, al menos, un fin de semana) para el D.F. y el Estado de México, debido a lo que en ese momento ya se reconocía públicamente como una epidemia de influenza, no pude sino recordar las primeras líneas de El cuaderno gris, el genial diario (o dietario, como lo llamaba su autor) del catalán Josep Pla, un volumen fechado entre los años 1918-1919 y cuyo primer párrafo expone:
1918
8 de marzo— como hay tanta gripe, han tenido que clausurar la universidad. Desde entonces, mi hermano y yo vivimos en casa, en Palafrugell, con la familia. Somos dos estudiantes ociosos. A mi hermano, que es un gran aficionado a jugar al fútbol —a pesar de haberse roto ya un brazo y una pierna—, lo veo solamente a la hora de comer. Él hace su vida. Yo voy tirando. No añoro Barcelona y menos aún la universidad. La vida de pueblo, con los amigos que tengo aquí, me gusta.
La gripe a la que Pla se refiere fue nada menos que la pandemia de influenza más letal en la historia de la humanidad y que aquel bienio cobró varias decenas de millones de vidas en todo el mundo (se calcula que entre 25 y 100 millones, nada más), incluyendo entre los nombres de sus clientes distinguidos algunos tan célebres como los del poeta Guillaume Apollinaire, el pintor Egon Schiele y el filósofo Max Weber.
Hoy, que las contradictorias noticias sobre la influenza porcina aunadas a la inesperada suspensión de las actividades escolares y de buena parte del sector público del área metropolitana han terminado por desatar la alarma general en la Ciudad de México, no deja de encantarme la alusión que el escritor ampurdanés hace, apenas de pasada, de uno de los acontecimientos históricos más dramáticos —y acaso menos recordados— del siglo XX. Como si aquella pausa forzada por la enfermedad y la muerte hubiera sido solamente el hecho marginal merced al cual el joven Pla, a la sazón estudiante de Derecho en Barcelona, encontrara el tiempo suficiente y la tranquilidad necesaria para, en el sopor pueblerino de un villorrio peninsular de principios del siglo pasado, darse al quehacer moroso de observar el mundo y anotar sus minuciosas impresiones.
Sin embargo, la epidemia no pudo haber sido para aquel veinteañero reflexivo un suceso circunstancial, sino el evento ominoso que en realidad fue, uno de cuya amenaza tal vez sólo le era posible evadirse mediante los mecanismos de la vida cotidiana y su ulterior narración: las tertulias de café con los amigos, los paseos por la campiña, la vida en la casa familiar, la descripción exacta de sus paisajes naturales y emocionales. De alguna manera me lo constata el poeta Antonio Deltoro —a quien debo y agradeceré eternamente mi acercamiento a la obra de este escritor catalán— en un artículo publicado hace muchos años en la revista Vuelta y que, corregido y aumentado, serviría de prólogo a La vida básica, la antología que, de una mínima porción de la obra de Pla, preparó en 2004:
A su alrededor muere la gente, hasta tal punto que hay días en que la familia Pla se tiene que dividir para asistir a dos entierros: uno en Palafrugell y otro en algún pueblo vecino; sin embargo, por pudor, por repugnancia a todo exceso sentimental y por afición a la vida, salvo dos o tres veces en que seca y brutalmente nos habla de la enfermedad, apenas si la menciona.
En efecto, mencionada en la primera oración del libro, la gripe española —como terminó por denominarse históricamente a la pandemia— fue para Pla un sujeto elegantemente elidido, un fantasma presente por ausencia y que rara vez se aparece al lector para recordarle que, finalmente, lo que tiene frente a sí es el honesto y maravilloso testimonio de uno de sus sobrevivientes.
“Resulta ocioso delimitar el género preciso de El cuaderno gris, obra necesariamente abierta —ha escrito Juan Villoro sobre este libro al que califica, sin exagerar, como ‘obra capital del siglo XX’—: cumple con los requisitos del diario, pero los desborda en tal forma que resulta extravagante verla exclusivamente como un diario.” En efecto, El cuaderno gris es, antes que el maquillado registro escrito de una vida sin lustre, el relato sobrio, magistralmente tedioso, del día a día de alguien que, como cualquier ser humano, sortea y se sobrepone a los rigores de la muerte; la celebración que de lo simple, lo minúsculo y lo conmovedoramente trivial hace un “aficionado a la vida” para aferrarse firmemente a ella:
Hace una tarde clara, soleada, pavorosamente delicada, exquisita. Nubes blancas. El sol las salpica por abajo y se vuelven de color de rosa. El sol es vivo, la tarde azul, las sombras tienen una ligereza casi de primavera. El aire es suavísimo. ¡Y la muerte a dos pasos!
Hace 15 años, cuando asistía como alumno a alguno de sus célebres cursos de novela e Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, escuché al propio Villoro exponer la famosa proposición de Isiah Berlin según la cual en los momentos históricos los hombres no realizan exclusivamente actos históricos. Como Franz Kafka, ese otro abogado que consignó en su diario el inicio de la Primera Guerra Mundial como un paréntesis entre brazada y brazada de una tarde de piscina, sin duda Josep Pla refrendó tal idea con su quirúrgica prosa de lo nimio. Si las dolencias pulmonares de su mujer y la visita que le hizo en un hospital en los Alpes inspiraron a Thomas Mann la gran novela de la tuberculosis, podríamos decir que El cuaderno gris, de Josep Pla, es la obra maestra del catarro.
Hoy que la tos y los estornudos amenazan nuestra de por sí precaria serenidad, tendríamos que seguir ese ejemplo celebrando nuestro cotidiano respirar.
– Víctor Cabrera