Demócrata es aquel que reconoce que un voto marca la diferencia y que el triunfo corresponde a quien más votos tiene. En ese sentido Hugo Chávez, el soñador bolivariano, cumplió con el precepto democrático y aceptó que su pueblo le dijo no al socialismo del siglo XXI.
El pasado 2 de diciembre, 4.5 millones de votantes dijeron no a las reformas que proponían modificar 69 de los 350 artículos de la Constitución de Venezuela. La reforma significaba la eliminación del límite de dos mandatos en el cargo de presidente y la extensión de seis a siete años, y la concesión al gobierno para censurar a los medios en caso de emergencia.
Así, con menos de dos por ciento de diferencia en los sufragios, se puso freno en la ruta hacia una doctrina basada en el concepto bolivariano de unidad latinoamericana, fuerza del pueblo y una economía basada en el cooperativismo.
Desde 1998, Hugo Chávez ha podido vivir y proclamar su destino entre sueños, pero ésta es la primera vez que sus errores, improvisaciones, falta de seriedad y determinismo populista lo han puesto, sin remedio, frente a la posibilidad de un amargo fin.
Hasta ahora Estados Unidos no ha podido, o no ha querido, acabar con la utópica Revolución Bolivariana. Tampoco las protestas de los opositores o las denuncias internacionales de los medios de comunicación. A Chávez lo están acabando los chavistas.
Si debemos fijar un inicio para este fin es diciembre del 2006. Tras su segunda victoria electoral y ocho años en el poder, el comandante inició la ruta hacia lo que denominó el “socialismo del siglo XXI”, que entre otras medidas implicó la fusión de todas las organizaciones políticas afines a la cruzada contra el “imperialismo estadounidense” a través del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
Con estas medidas, Chávez preparó un coctel explosivo, al que podemos añadir sus constantes tropiezos en la arena internacional, siendo uno de los más notorios las doce semanas de mediación entre las FARC y el gobierno de Colombia. Ahora, el caudillo debe contemplar cómo su amiga Cristina Fernández de Kirchner acepta, por encargo del presidente Sarkozy, la misma misión y la posibilidad de que Felipe Calderón Hinojosa también intervenga.
El 11 de abril del 2002, cuando un golpe de Estado lo alejó del poder durante 48 horas, el comandante fue sorprendido a tal punto que aceptó abandonar el Palacio de Miraflores a cambio de un avión que lo trasladara, junto con su familia, a Cuba.
De haberle cumplido esta petición, los golpistas hubieran terminado con la carrera política de Chávez, pero la casualidad y los errores hicieron que la historia volviera atrás y el niño de Barinas resurgiera más fuerte que los militares golpistas, los oligarcas, el Opus Dei e incluso el monstruo imperialista norteamericano.
En aquel momento, el ahora ex ministro de Defensa Raúl Isaías Baduel –amigo personal y compañero de estudios en la década de 1970– fue clave para el fracaso golpista; mediante la operación “Restitución de la Dignidad Nacional” logró que Chávez volviera.
A partir de ahí, se hubiera podido esperar que Chávez aprendiera el siniestro aspecto sanguinario del oficio de dictador, sin embargo, nadie podrá negar que no ha querido matar, y eso tenemos que agradecerlo.
El comandante es, en todo caso, un dictador dialéctico, un maestro –él mismo hijo de maestros– que quiso enseñar la materia “dignidad” según sus preceptos bolivarianos.
Chávez se autoerigió como el maestro capaz de aleccionar al resto del continente sobre cómo reducir los índices de pobreza con base en programas sociales con financiamiento directo del mayor tesoro venezolano: el petróleo.
Programas como Mercal, que beneficia a cuatro de cada diez venezolanos con alimentos subsidiados, o Misión Robinson, que ha alfabetizado a 1.5 millones de personas logrando que en 2005 Venezuela fuera declarada “Territorio Libre de Analfabetismo” por la UNESCO, se han convertido en una punta de lanza para su revolución.
Chávez quiso y consiguió, en cierto sentido, reacomodar la brecha cada vez más profunda entre los marginados y ese río convertido en una especie de maldición nacional llamado petróleo.
Pero sus enseñanzas fracasaron. El voto de rechazo hacia su tentativa de permanencia ilimitada en el poder fue su nota reprobatoria en la materia de definición histórica.
Lo anterior se podía prever desde un mes antes, cuando, en noviembre, su ex compañero de armas y aventuras, Raúl Isaías Baduel –socialista él mismo–, señaló en voz alta: socialismo sí, pero ¿hacia dónde? Baduel hizo entonces un llamado a los venezolanos para no dejar “que les quiten poder de manera fraudulenta”, e instó a estudiar las reformas constitucionales detenidamente, ganándose de inmediato el apelativo chavista de “traidor”.
La ruptura con Baduel evidenció no solamente el error y fracaso de la jornada del 2 de diciembre, sino que significó el freno de la Historia sobre el avance del “socialismo bolivariano” en la vida de Venezuela.
Baduel no estaba de acuerdo con la escalada hacia ningún lugar de Chávez, y al expresarlo, se desligaba no sólo del compañero, sino de un rumbo de país; marcó distancia de una dialéctica atropellada y de un gobierno que no ha logrado concretar el desarrollo que Venezuela pide a gritos.
Si bien las políticas del socialismo chavista lograron reducir dieciocho puntos porcentuales su tasa de pobreza del 2002 al 2006, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal), es innegable que Chávez ha enseñado a su pueblo a esperar los beneficios de los programas sociales pagados con el petrodinero, pero no ha conseguido ponerlo a trabajar.
Él mismo lo reconoció, luego de aceptar la derrota: “El que venga a decirme que no fue a votar porque no le llegó la beca a tiempo, porque su hija no consiguió cupo en la Universidad Bolivariana… yo prefiero que se pase para la oposición. Prefiero y quiero verdaderos revolucionarios, y no revolucionarios de pacotilla, que seamos capaces de abandonar nuestros intereses particulares.”
Pero ése no fue el factor absoluto de la derrota. Los que se atrevieron a salir a la calle, concretando el adiós definitivo a un gobierno que no funciona, fueron las nuevas generaciones, las que han quedado sin más destino que la migración: el número de venezolanos que viven en España, por ejemplo, ha pasado de seis mil a treinta mil de 1998 a la fecha.
Los jóvenes tomaron la calle, los líderes estudiantiles consiguieron movilizar a un pueblo que, entre chavistas y antichavistas, reconoció la falta de claridad respecto de hacia dónde lo quería llevar un presidente cada vez más locuaz.
Pero no nos equivoquemos, el resultado del referéndum no solamente fue contra Chávez, sino también contra la incapacidad política heredada de la IV República, que de 1830 a 1999 permitió y cultivó una perniciosa convivencia entre democracia, corrupción y el bipartidismo político (adecos y copeyanos).
El adiós de los jóvenes significa el despertar de una sociedad que quiere algo más, y en ese algo más hay que descubrir también las razones de un fracaso histórico.
Se acerca el 2009, y con ello el fin de la era Bush. Cuando George hijo deje la cabeza del gobierno de Estados Unidos, Chávez ya no tendrá sentido. No debemos olvidar que es debido al fracaso de una clase política, y al descuido de Bush –que se olvidó de América en pos de una frenética persecución terrorista–, que el fenómeno Chávez pudo alcanzar las proporciones que hoy vemos.
Hoy el presidente venezolano enfrenta el desafío de la trascendencia: luego de haber tenido todas las oportunidades de cambiar la Historia, ¿resultó ser sólo un demagogo irresponsable, que simplemente tiró por la ventana las oportunidades que le dio su pueblo? Un maestro que no logró enseñar porque no aprendió las lecciones de la Historia y no tuvo las herramientas dialécticas necesarias para administrar los recursos de los venezolanos. ~