Manuscrito de las Memorias de Saint-Simon

El duque y las máscaras fantasmales

Saint-Simon quería la vuelta a la autoridad y a los privilegios y los rituales del régimen feudal, en el que veía un divino orden del mundo echado a perder por su tan detestado Rey Sol y sus descendientes.
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En los reinados de Luis XIV y Luis XV de Francia vivió Louis de Rouvroy, duque de Saint- Simon (París, 1675 – París, 1759); fue brigadier de mosqueteros a caballo, capitán en las batallas de Namur y Neerwinden y embajador en la corte española, de la cual, como noble de rancia raíz, admiraba las severas estructura y etiqueta jerárquicas.

Absolutamente reaccionario, Saint-Simon quería la vuelta a la autoridad y a los privilegios y los rituales del régimen feudal, en el que veía un divino orden del mundo echado a perder por su tan detestado Rey Sol y sus descendientes, de quienes y de cuyas cortes, se aplicó a ser el cronista secreto en sus torrenciales, minuciosas, fastidiosas y/o deleitosas Memorias.

Grafómano desde los diecinueve años hasta su muerte a los ochenta, el duque, que pasaba largos y voluntarios insomnios moviendo la susurrante pluma de ave (que rara vez  se despegaba del papel para beber en el recipiente de negra tinta) era un talentoso escritor de larga, espiralada y desatada prosa y de quien Chateaubriand, uno de sus descubridores en el siglo XIX (otros fueron Stendhal y Proust), habría de decir que “escribía atropelladamente para la posteridad”.

Quizá el duque no desea la posteridad, pues un memorialista maniático no mira hacia el futuro sino hacia un pasado requerido como un eterno presente. Saint-Simon se complacía en habitar sus recuerdos amorosos de cortesano de una Versalles correcta y deseablemente intemporal y en huir mentalmente de la sucesora corte versallesca, para él mediocre y vulgar, en la que se resignaba a vivir a cambio de cronicarla con su ácida y desenfrenada escritura testimonial.

Saint-Simon sazonaba el poderoso, monótono y frecuentemente aburrido torrente de una prosa, que a la vez ha quedado asombrosamente fresca y moderna, con greguerías y caricaturas que fijando figuras y caracteres de los dos reyes, de los aristócratas y cortesanos de Versalles y alrededores, ponían en pie a Bélébat, “un elefante en cuanto al cuerpo, un buey en cuanto al espíritu”, a Fagon “gruñendo acaracolado sobre su bastón”, a Marlborough que “vegeta entre sus apoplejías”, a Madame de Chaulnes “como un guardia suizo vestido de mujer”, a  D’Estrées como “una repleta botella de tinta que, si de pronto es derribada, vierte cataratas y charcos”, a Villeroy  “piafando y pavonéandose como un caballito de carrusel”…

Amargado y rabioso por el desvanecimiento de jerarquías y ceremoniales de su amada antigua noblesse, Saint-Simon  se engolosinaba en su amargura a medida que escribía excitado por el resentimiento del noble nunca resignado a la pérdida de las jerarquías, de las maneras y el estilo de la idealizada corte monárquica anterior. Era una especie de antirromántico cronista de las costumbres para quien no existía lo fantástico, lo infrarreal o suprasuprarreal, lo inquietantemente extraño y ominoso, lo que Freud habría de etiquetar con la palabra Unheimliche, y por eso llama tanto la atención su famosa página en que se insinúa lo fantástico sin salir del verdadero mundo versallesco.

Concluiré citando la anécdota, rara y se diría que premonitoria flor inesperadamente brotada en las memorias saintsimonianas: 

“Bouligneaux, teniente general, y Wartigny, mariscal de campo, hombres valientes y algo extravagantes, murieron en la batalla frente a Veruey. El invierno anterior se habían confeccionado muchas máscaras de cera y al natural de personas de la corte, quienes las portaban bajo otras máscaras, de modo que cuando se desenmascaraban, uno quedaba engañado tomando la primera máscara [la pegada al rostro]por el rostro real; y esta broma divertía mucho.

“En este invierno hubo aún más diversión. Grande fue la sorpresa cuando alguien halló las máscaras bien conservadas, excepto las de Bouligneaux y Wartigny, las cuales, si bien conservaban su perfecto parecido, tenían la palidez y la rigidez de personas recientemente fallecidas. Con esas caretas aparecieron una noche de baile, y causaron tal horror que se intentó mejorarlas con un tinte rojo, pero éste se desvanecía inmediatamente, y la palidez y la rigidez no menguaban. El hecho me pareció tan extraordinario que lo he creído merecedor de ser reportado, y lo hago porque toda la corte y yo fuimos testigos estupefactos de tan extraña singularidad.

“Finalmente, se tiraron las dos máscaras.”

 

-Anteriormente publicado en Milenio Diario, 14-X-2012

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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