“Lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas”, dice el refrán que promueve las transgresiones controladas de esa Disneylandia para adultos. Sin embargo, si el visitante se llama O. J. Simpson es muy posible que provoque escándalo. A los sesenta años, el antiguo astro del fútbol americano no desea otra cosa que notoriedad.
Hace unas semanas, O. J. se presentó en un cuarto de un hotel de Las Vegas armado con una pistola. El huésped era un coleccionista de objetos deportivos. ¿Qué deseaba el visitante? Recuperar su certificado de ingreso al Salón de la Fama del fútbol americano. En su torturada psicología, eso equivale a pedir que le devuelvan su adn.
En 1973, O. J. corrió 2.003 yardas para los Bills de Buffalo y se retiró con un total de 11.236 yardas a sus espaldas; soportó las embestidas de los rivales, el dolor de las lesiones, las caídas en el césped congelado, a cambio de un documento que certificara su gloria. Y sin embargo, ese papel no estaba en su poder. Recuperarlo no le pareció un robo: un fetichista lo había comprado; él había corrido 11.236 yardas para poseerlo.
La historia de Simpson parece un electrocardiograma de la cultura de la celebridad. De niño corrió para huir de los arrabales y en la NFL demostró lo que un desesperado puede hacer en favor de la prisa. Sus iniciales y su condición inasible le concedieron un apodo extraño: El Jugo.
Desde Houdini, el arte del escapismo no había tenido mayor representante. O. J. nació para huir como otros nacen para pulverizar cristales con sus gritos. El contexto le brindó estímulos para la fuga, pero lo suyo era un don. Sus ojos revelaban que la paranoia puede ser un instrumento de precisión. Recuerdo sus carreras hacia el final de la temporada, cuando los campos de invierno hacían que echara vaho por la boca, no tanto a causa del frío, sino por la posibilidad de ser detenido. Su aliento era el del miedo y de la furia.
Las estadísticas que todo lo trivializan redujeron el destino de Simpson al de “hombre de éxito”. Además, su apostura lo convirtió en un héroe mediático. Aunque sus atractivas facciones ocultaban carencias, nadie quiso averiguarlas: la vida interior no tiene rating.
En 1977, el Otelo de las canchas se convirtió en el primer jugador de fútbol americano en aparecer en la portada de Rolling Stone y un año después fue el primer deportista que fungió como anfitrión del programa Saturday Night Live. Al retirarse del deporte, no tuvo problemas en aparecer en la pantalla, en papeles que no requerían otra destreza que la corpulencia y la sonrisa carismática. Sus mejores actuaciones ocurrieron en los comerciales de Hertz, donde corría por aeropuertos con nuevo dramatismo: como no llevaba casco, sus facciones desnudaban la angustia que le había servido de combustible.
Hasta aquí todo era digno de esa ilusión mediática llamada “sueño americano”. Casado con Nicole, una hermosa mujer rubia, el atleta tenía una jubilación en la que cobraba de maravilla sin ser aporreado. Sin embargo, una violencia soterrada atravesaba su temperamento y solía perder los nervios. Su esposa se mudó de casa y él la acosó con llamadas. El celoso Otelo prometía venganza.
Sobrevino entonces la más famosa de sus fugas. En 1994 lo vimos por televisión cuando trataba de escapar de la policía de Los Ángeles en una camioneta Bronco color blanco. Era sospechoso del asesinato de Nicole y su compañero sentimental. Ante la ley, el corredor no tuvo más remedio que entregarse. Su juicio fue seguido con mayor atención que sus partidos. Todos los datos parecían inculparlo. El momento estelar del proceso ocurrió cuando el fiscal le pidió que se probara el guante negro usado por el asesino: la prenda le quedó como hecha a la medida. Pero O. J. era demasiado célebre para purgar condena en una cárcel común. Fue absuelto después de casi un año de deliberaciones. En 1997 un tribunal de lo civil lo consideró “responsable” de las muertes y lo condenó a pagar 33 millones de dólares a los deudos. La solución fue tan extraña como el resto de su vida fugitiva. El juzgado de lo civil no podía penalizarlo por el crimen pero sí por sus consecuencias.
Años después, O. J. enfrentó algo peor que la ley: el grado cero de la indiferencia. Para alguien cuyo móvil ha sido el reconocimiento resulta terrible llamarse así y no pertenecer a la familia Simpson.
Después de dejar el pellejo en las canchas, la imagen del corredor se disipaba como la tarjeta de una lejana Navidad. Devastado, el escapista invirtió su destino: quiso que lo atraparan con notoriedad. Sin que viniera a cuento, se puso en la fila de los sospechosos comunes que reclaman la paternidad del hijo de Anna Nicole Smith. Sus citas parecían demasiado alejadas de la fecha de embarazo de la modelo, pero él insistió con patéticos detalles fisiológicos, provocando un inclemente epigrama en la prensa rosa: “El esperma del velocista es lento”.
El siguiente paso fue más intrépido: escribió un libro en el que “imagina” el asesinato de su ex mujer. El título no puede ser más efectista: Si yo lo hice (la portada se pensó para sugerir esta lectura: si YO LO HICE). En una involuntaria imitación de El asesinato como una de las bellas artes, de De Quincey, Simpson quiso mostrar que el crimen perfecto ocurre por escrito y concede un premio doble: confesarse y cobrar regalías sin ser arrestado.
Un juez prohibió la circulación del libro y O. J. se quedó sin esa opción para volver bajo los reflectores. En una última jugada, quiso recuperar su identidad y se enteró de que estaba en Las Vegas (a veces le pasa eso a los famosos: lo propio les queda lejos).
Orenthal James Simpson sacó una pistola para exigir el papel que acredita su fama. Ávido de notoriedad, el fugitivo quiso correr hacia sí mismo.
La sociedad del espectáculo no conoce ese destino. ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).