El triunfador de las elecciones en España, José Luis Rodríguez Zapatero, es un hombre cuyo lenguaje corporal se basa en el autocontrol y la deferencia hacia quien lo escucha. Siempre contesta en dos tiempos: a través de sus ojos claros es posible percibir el proceso de preparación de sus respuestas y, a través de su cuerpo, observar que está convencido de que la razón democrática lo asiste.
El mandatario español se sustenta en la fuerza de la razón para no acabar siendo antidemócrata en nombre de la democracia. Se ve y se gusta como demócrata, y permanentemente alude a la confianza. Esto sucede del mismo modo con Andrés Manuel López Obrador, quien también usa la “confianza” como factor supremo de su comunicación política.
La jornada del 9 de marzo de 2008 siguió la línea de hace cuatro años. Después de los atentados terroristas del 11-M, la política española entró en la era digital y los SMS se volvieron el medio más importante de comunicación política. El mensaje “¿Aznar de rosita?” evidenció que las flores ofrecidas a las víctimas del terrorismo no fueron suficientes para hacer perdonar su negativa a retirar tropas de Iraq. La movilización frente a las oficinas del Partido Popular la noche previa a las elecciones marcó el primer triunfo de Rodríguez Zapatero.
En apenas tres décadas España fue capaz de pasar de una dictadura a una democracia a través del consenso, revirtiendo la tendencia histórica de guerras fratricidas. Sin embargo, el enfrentamiento que marcó al reciente proceso electoral puso sobre la mesa el riesgo de volver a ese pasado.
Este 2008, en las horas previas a los sufragios, los sms estuvieron nuevamente presentes con el mensaje “Zapatero sólo gana por los atentados”, tras el asesinato del ex concejal socialista Isaías Carrasco a manos de la ETA.
Tanto los principales partidos políticos –el PSOE y el PP– como los nacionalistas –Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Partido Nacionalista Vasco (PNV) y algunos otros menos importantes– hicieron de esta elección la más enconada y virulenta de los tiempos democráticos; imperó una mecánica en la que privaron las diferencias por encima de las coincidencias que forjaron a la España libre y ejemplar de la última etapa del siglo XX.
Frente a la desquiciada campaña, el pueblo español pudo haber optado por premiar a cualquiera de los extremos, pero prefirió generar con sus votos un mapa político centrista en el que nadie tiene el control absoluto sobre nada: fueron votados 169 diputados del PSOE contra 154 del PP.
Las heridas producidas por una guerra civil no desaparecen: quedan latentes, y cualquier mal viento las puede reabrir; eso ha ocurrido: en la búsqueda del sufragio democrático los resentimientos han vuelto.
El Partido Popular y la Iglesia, por un lado, y el Partido Socialista, por el otro, han estado prontos a sacar los recuerdos del baúl y a cobrar las facturas de su contribución a la formación de España. Zapatero, a su vez, ha destinado buena parte de su capital político a impulsar la Ley de la Memoria Histórica y, pese a su afán de conciliación, acabó abriendo tumbas y destapando viejas rencillas.
Las recientes elecciones han marcado el fin de la transición democrática iniciada en 1977. España se parece cada día más a esa Italia de la que se decía que era “un país donde el gobierno no funciona, pero la sociedad sí”. Si algo sabe esta nación es que tiene los medios y la fortaleza necesarios para destruir el pasado, maltratar el presente e hipotecar el futuro.
El resultado de las elecciones es un claro mensaje tanto para los principales partidos como para los nacionalismos y otros extremos, representados por ERC e Izquierda Unida (IU), que en total obtuvieron sólo cinco escaños.
Estos comicios se caracterizaron, entre otras cosas, por la vuelta al ruedo político de la Iglesia católica. Desde que España existe, la curia romana ha sido parte indeleble de su ser: España no es concebible sin Isabel la Católica, como el poder del Vaticano habría sido imposible sin el imperio de Felipe II.
La relación entre la Iglesia y el Estado español se ha distinguido por un permanente enfrentamiento entre el excesivo poder eclesiástico y una sociedad que busca y encuentra en el laicismo su mayor modernidad.
Dentro del reciente clima de crispación política, la Iglesia fijó claramente su postura al elegir como presidente de la Conferencia Episcopal al más integrista de sus cardenales, Antonio María Rouco, y no al moderado, Ricardo Blázquez.
El gobierno de Rodríguez Zapatero –que permitió el matrimonio entre personas del mismo género– sabe que la Iglesia más integrista, radical y conservadora lo acompañará en su gobierno durante los siguientes cuatro años. Frente a esto, el gobierno español ha planteado que podría revisar el concordato firmado en 1979, acuerdo entre el Vaticano y el Estado español que mantiene algunos de los privilegios reconocidos a la Iglesia católica durante el franquismo.
El previsible enfrentamiento entre el gobierno y la Iglesia es una señal inequívoca de que, suceda lo que suceda en el futuro inmediato, los tambores de guerra seguirán sonando, pese a la voluntad del pueblo español, que con su voto impuso –lo entiendan o no los gobernantes– la vuelta al consenso activo.
A fines de enero, Zapatero se reunió con un selecto auditorio en una cena realizada en Vigo, al norte de España. Al ser cuestionado sobre las circunstancias que orillarían a su gobierno a denunciar el concordato, el presidente respondió con templanza: “Como gobernante, una de las cosas que he aprendido es no reaccionar nunca a la provocación directa sino ir pensando y evaluando qué es lo mejor para el bien de España y los españoles.” Sin dudarlo remató: “Ahora bien, la capacidad de intromisión del Vaticano y de la Iglesia católica en la política española ha terminado.”
La historia de España, en la que la derecha ha ocupado más tiempo el poder, se caracteriza por un constate amor a las guerras y por el sacrificio de los perdedores.
Una de las conquistas de la democracia española es que nunca se han cuestionado sus resultados electorales, por lo que es imposible pensar que los perdedores pudieran no acatarlos. A Mariano Rajoy le llegó la hora de abandonar su fantasía presidencial; de no hacerlo –como ha anunciado–, la derecha entenderá, a fuerza de votos, que un discurso de confrontación no gana elecciones.
Un factor que no se puede obviar al analizar la derrota de Rajoy es su fracasada propuesta de establecer un “contrato de integración con valor jurídico” –o código de conducta de lealtad y de cumplimiento– con los migrantes, sector que se ha vuelto determinante en la última década para explicar la España moderna: casi diez por ciento de la población es extranjera. En el año 2012 el voto proveniente de los migrantes será tan importante como hoy lo es su participación en el crecimiento demográfico.
También es evidente que en las elecciones de 2012 habrá, en las listas de los partidos mayores, representantes con acento extranjero, quienes harán valer su voz mediante el voto, como ya lo hicieron los homosexuales.
Hay que prepararse para una España donde los emigrantes tengan cada vez más peso en las políticas sociales impuestas por y para ellos, abriendo paso a una crisis que necesariamente conllevará menos gasto social, más
desempleo y mayor frustración.
Cuando haya que empezar a compartir los restos del naufragio con los migrantes, se verá si el pueblo español no abandona su tendencia al centro y revitaliza a la facción más dura de la derecha. ~