Ha muerto un escritor. ¡Sólo un escritor! He leído muchos cuentos de Monterroso, pero sólo me acuerdo del más corto, El dinosaurio, que dice: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Es el cuento más corto de toda la historia de la literatura. ¡Vale para todo! Su principal arma literaria es la ironía. Siempre corre el riesgo de utilizarse en serio. El dinosaurio es la crítica política más sutil del totalitarismo inherente al partido político que desgobernó México durante 73 años, el PRI, pero no contiene una moraleja. El redencionismo tercermundista no es cosa suya. Menos todavía el altruismo y la filantropía. No tiene afán de trascendencia. Su único objetivo es la escritura. ¡La literatura! Únicamente el lector desprevenido dará sentido y veredicto a sus cuentos, fábulas, textos trucados, novelas cortísimas y diarios para gente ociosa. El autor se limita a responder y quizá también a reírse de sus palabras.
Ha muerto un escritor de brevedades. ¡Un escritor inteligente! La brevedad fue su cortesía. Todo en él fue breve, excepto la inteligencia, pues su autocrítica fue implacable: “El escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto.”
Ha muerto un escritor de misceláneas. ¡Un escritor mestizo! Con un poco de arte y otro tanto de pensamiento, sazonado con mucho cinismo antiguo, nos escribe un ensayito, o sea, una obra de filosofía sobre la crueldad de la estulticia. El texto de La oveja negra es paradigmático: “… Una oveja negra fue fusilada. Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.”
Ha muerto un escritor obsesionado por la palabra. ¡Sin magia la palabra desaparece! No hay dogmas para escribir. El escritor tiene que ser limpio. He ahí La palabra mágica, esa narración concisa y amena, gloria de la prosa hispanoamericana, para constatar que la norma de la escritura desaparece, cuando sentimos mágicamente la palabra: “En cuanto a nosotros, somos como Ginés de Pasamonte, gente de muchos oficios, y nuestra herencia es la picaresca y unas veces estamos presos y otras andamos con un mono adivino o una cabeza parlante, mientras al margen escribimos lo que buenamente podemos.” La palabra, la buena palabra, está siempre encantada, pues siendo inofensiva no puede dejar de ser peligrosa.
Ha muerto un escritor obsesionado por la escritura. ¡La escritura es terapia o no es! La literatura es para sobrevivir uno mismo con alegre dignidad. Monterroso es uno de esos autores que no deja de preocuparse por sus colegas. Jamás desaprovecha la ocasión para recordarnos que escribir es vivir. El primer mandamiento de su Decálogo del escritor es para memorizar: “Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.” Pues de lo contrario, como dijo El mono que piensa en ese tema, “pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan, o […] del que cuando ha perfeccionado un estilo se encuentra con que no tiene nada que decir”. Lean a Monterroso, pues, más que breve, es inteligente y, más que alegre, un irónico bajito. ~
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