El Frankenstein de Tlalpan

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Hay una variable que hace falta en varios de los análisis que he leído de los escenarios en los que México podría transformarse en un Estado inestable: el colapso institucional. ¿Cómo pierden viabilidad las instituciones en un país? Muy simple: dejan de contar con la confianza de la ciudadanía. Así ocurre con los aparatos de seguridad, maniatados de inmediato cuando los ciudadanos los miran con recelo. Aún peor es el caso de las instituciones cuya legitimidad depende de la autonomía que logren mantener frente a los poderes del Estado o los que atentan contra el Estado. Así es el Instituto Federal Electoral. Durante años, el IFE fue una especie de milagro. En este país, acostumbrado a los chantajes, la corrupción y la impunidad, el IFE consolidó un sistema que, dígase lo que se diga, se acercó a la perfección. Basta preguntarle a la inmensa mayoría de los mexicanos que han tenido la oportunidad de ser funcionarios de casilla para comprobar que la mayor virtud del IFE era la participación ciudadana. Cientos de miles de ciudadanos llevaron a buen puerto los procesos electorales de 2000, 2003 y 2006. Y la confianza era mutua. Hasta antes del tobogán de 2006, el IFE era una de las instituciones más respetadas y honestas para los mexicanos. Hoy, esa confianza se ha erosionado hasta casi desaparecer.

A principios de semana apareció una encuesta sobre la elección de 2009. Más allá de destapar a los punteros, el sondeo incluía un dato revelador: cuatro de cada diez mexicanos dijeron no confiar en los resultados del proceso electoral de julio, sin importar cuáles sean. Es una cifra triste. A raíz de la encuesta, decidí preguntar al público de W Radio su opinión sobre el IFE. Recibimos más llamadas que nunca. Una tras otra, las opiniones coincidían: “No confío en el IFE”, “ya no voy a votar”, “todos son lo mismo”. Al final, 90% de los radioescuchas que se comunicaron encontraron una causa común: su rechazo absoluto al nuevo IFE. Más adelante en la semana, apareció un nuevo sondeo en otro diario de circulación nacional. Esta vez, 60% de los encuestados aseguró que la responsabilidad del escándalo de los spots en partidos de futbol correspondía al propio IFE. De nada sirvieron las explicaciones vehementes de Virgilio Andrade o la calma sobrehumana de Leonardo Valdés. El veredicto de la gente parece ser inapelable: el IFE es un irritante poco confiable.

Mucho se ha escrito sobre la responsabilidad de las televisoras en la reciente degradación de la autoridad electoral. Y con razón. Es difícil defender gestos como el de Salvador Rocha Díaz, representante legal de TV Azteca, cuando ironizó sobre el conflicto con una sonrisa socarrona y un cigarro entre los labios. Aquello de los “sandwichitos” merece estar en algún compendio sobre la podredumbre moral en nuestro país. Lo mismo para el reportaje de la propia TV Azteca sobre aquella familia que, de manera completamente espontánea, se reúne frente a un televisor para lanzar improperios contra el IFE, una institución fundamental para la consolidación de la democracia mexicana y de México mismo en un momento particularmente complicado.

Pero el desplante televisivo no es, ni de lejos, el centro del problema. El IFE no ha caído en el estado de fragilidad en el que está por la anécdota de los partidos de futbol. El IFE está donde está porque el gobierno no ha sabido defenderlo ni apuntalarlo después de la reforma y porque el presidente Calderón, eternamente obsesionado con su inexistente falta de legitimidad, optó por sacrificarlo en el altar de los partidos después de las presiones de 2006 orquestadas por Andrés Manuel López Obrador. Ese ha sido el más evidente legado de la disputa entre los candidatos de 2006. La estridencia del primero (y de su séquito) por el supuesto fraude obligó a Calderón a decapitar al IFE. Pero no fue una decapitación ad hóminem solamente. La salida de Luis Carlos Ugalde y los consejeros fue —ahora es evidente— sólo el principio de algo mucho más grave: un IFE envuelto en duda y, peor aún, auténticamente castrado. A pesar de la reforma electoral, el IFE ha perdido la confianza del electorado al que está destinado a servir. El de los mexicanos y su autoridad electoral es un matrimonio fracturado. Y eso es una auténtica desgracia.

¿Puede cicatrizar la herida? Será difícil. El IFE tendrá que hacer mucho más que emitir spots conciliadores (es una joya del absurdo mexicano que la institución creada para luchar contra la spotización dependa ahora de la publicidad para hacerse de legitimidad). En algún momento, el IFE tendrá que creerse sus propias atribuciones y actuar en consecuencia. En México, sólo el ejercicio del poder engendra confianza. Sería deseable que, cuando la autoridad electoral decida actuar, encuentre también el respaldo activo del gobierno de Felipe Calderón y de los partidos que crearon al Frankenstein. Ya lo advertía Mary Shelley: no hay nada peor que un monstruo maltrecho completamente desamparado.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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