El historiador revisionista

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“Estoy entusiasmado con el libro La Révolution Mexicaine de Jean Meyer”, le dijo Cosío Villegas -una mañana de 1974- a su amigo, el gran editor Joaquín Díez Canedo, y le sugirió publicarlo de inmediato. Al día siguiente le habló de nuevo, para pedirle que no lo publicara. ¿Qué había ocurrido? Cosío Villegas era hijo directo, genuino, legítimo de la Revolución Mexicana. De la mejor Revolución, la de quienes habían querido “hacer algo por México” y, hasta cierto punto, con la fundación de tantas magnas instituciones, lo habían logrado. Escribía sus memorias, estaba en el tramo final de su vida. Era natural que tuviese resistencias frente a una versión a tal grado crítica de la Revolución, mucho más crítica, de hecho, que su propio ensayo “La crisis de México”. El libro no se publicó. No obstante, al poco tiempo Cosío encargó a Jean (a Cayetano Reyes y a mí) los tomos de la Historia contemporánea de México sobre el periodo de Plutarco Elías Calles que publicó desde fines de los setenta El Colegio de México.

Yo había devorado los tres tomos de La Cristiada, era alumno de Jean fuera de las aulas, lo admiraba (lo he admirado siempre) y comenzábamos a ser amigos. En Plural publiqué la reseña “La otra cara de la Revolución”. Defendí el libro como una continuidad de La Cristiada. En esa reseña transcribí dos párrafos autobiográficos de Meyer. El primero de La Cristiada:

Esta breve descripción no da cuenta de los miles de kilómetros recorridos en coche, en mula y a pie, por montes y valles; no da cuenta de las dificultades, de las lluvias de invierno y de verano, del carácter caprichoso de los animales, de las reticencias o de la sordera de los testigos, de la irascibilidad de los borrachos, de la sospecha; no da cuenta de las emociones, de las alegrías y de las contrariedades; el descubrimiento de los paisajes, el de los hombres, la participación en las peregrinaciones, la gracia de las amistades inmerecidas, la muerte de quienes hicieron posible este trabajo.

El segundo provenía de La Revolución Mexicana:

A la escucha de Los de Abajo, (el autor) ha quedado sorprendido ante la experiencia trágica vivida cotidianamente por el pueblo. Una experiencia que no coincide siempre con la exaltación en que viven miles de hombres que libran su propio combate por el poder para luego disponerse a construir un cierto México. Para aquellos, para el pueblo, 1917 es el año del Hambre. Para éstos, 1917 es, precisamente, el año glorioso de la Constitución.

Todo el espíritu de Jean Meyer está en esas líneas: el contacto real con el pueblo (no con la idea del pueblo) lo había llevado a cambiar sus premisas (era más o menos marxista) y a ver la historia, no desde el punto de vista de la Revolución ni de los revolucionarios, sino de los revolucionados. (Véase el respecto la entrevista de Christopher Domínguez a Meyer en Letras Libres de marzo de 2010).

Jean es el historiador revisionista por excelencia. Creo que mi generación contribuyó a desacreditar y desacralizar la “historia de bronce”, logró ensanchar los horizontes temáticos y afinar los enfoques de la historia, pero, de alguna forma (acaso por el influjo del 68 o el aura sagrada que la palabra Revolución ha tenido en México y América Latina), no desmitificó a fondo la Revolución Mexicana y, en algunos sentidos, ahondó su mito. El zapatismo, el villismo, qué duda cabe, fueron movimientos populares, pero populares ¿a qué grado?, ¿dónde?, ¿para quién? El país tenía 15 millones de habitantes, quizá 100,000 en armas, ¿qué pensaba la mayoría de la violencia?, ¿cómo la vivía?

Ésa es la historia que cuenta Jean en La Revolución Mexicana. Libro en verdad revisionista, complemento de La Cristiada que desmitifica la Revolución oponiéndole otra revolución, acaso más unificada, persistente y amplia que la primera (o que las primeras, porque fueron varias). Pero se trató de una revolución campesina y católica, conservadora y pasatista, políticamente incorrecta. Bloqueada para la historia oficial y por la historia crítica autodenominada progresista.

Jean Meyer había contribuido a revelarla. Muchos de sus libros sobre la otra historia de la independencia y de los siglos XIX y XX se entienden como un viaje espiritual hacia la entraña cristiana de México, “a la escucha” de sus campesinos opuestos al canon liberal y revolucionario. Así se entiende su interés en el cruce exacto del neozapatismo y el catolicismo encarnado en el obispo Samuel Ruiz. Y así se entiende también su fascinante aventura intelectual por la historia de Rusia, su campesinado y su espiritualidad cristiana, paralela en varios sentidos a la mexicana.

Sus prendas, además de la solidez científica, son la emoción intelectual, la pasión moral, el amor a su objeto. Rasgos que faltan a veces en el frío academicismo de nuestro gremio. Celebro mucho acompañar a Jean en esta ocasión tan grata y ser parte de este reconocimiento tan merecido. Y como tampoco la generosidad es rasgo común en el ambiente académico, me complace doblemente estar aquí, no sólo por el acto de justicia con Jean sino por el orgullo que para el CIDE significa honrarlo.

Al amigo, quiero agradecerle su comprensión y tolerancia, sus enseñanzas y sus obras, su solidaridad profesional y personal. Estoy seguro de que el alma de nuestro maestro Luis González celebra hoy también a “Juanito”, su amigo fiel, su discípulo predilecto.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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