Esa mañana, la primera de clases de tercer año del secundario, llegué al colegio vistiendo una camiseta de fútbol. Era la de suplente de River Plate: morada, con unas tiras blancas que caían sobre los hombros como lluvia, hermosa. El reparto de lugares se ejecutaba de un modo azaroso y era un momento determinante, porque podía condenarnos a estar todo un año sentados al lado de alguien que no soportábamos. En ese segundo ciego en el que nos sentábamos en un sector del aula y no en otro se jugaba, para decirlo de modo dramático, el destino de nuestras amistades y entonces el futuro y la vida completa. Elegí el anteúltimo banco al fondo, fila del medio, uno de los pocos lugares que quedaban libres. Me tocó de compañero un tal Roitser, un pibe alto y de mirada soñadora, que parecía no haberse dado cuenta de que la mañana había empezado hacía algo más de una hora y de que estábamos ahí, en un colegio del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, en 1998. De esa primera postal no recuerdo demasiado, pero sí me acuerdo muy bien del mediodía, cuando un grupo grande de compañeros recién conocidos coincidimos para almorzar en un enorme patio de comidas que quedaba a cuatro cuadras del colegio. Apenas llegué al lugar me percaté de que mi remera soltaba un olor un poco rancio (todavía no existía esa tecnología que vuelve a las remeras deportivas inmunes a la transpiración) y empecé a caminar por el lugar escoltado por un vaho imposible de disimular. Cargué una bandeja con hamburguesa, papas fritas y gaseosa, la dieta de aquellos años, y me acerqué al grupo, en el que todos se desenvolvían con la torpeza de los adolescentes que se están conociendo. Algunos esperaban en silencio el momento para hacer su carta de presentación y otros,
los más desenvueltos, manejaban los tiempos de la charla y desplegaban su carisma. Uno de los desenvueltos, sentado al lado mío, percibió rápidamente el olor de mi remera e hizo un chiste, pero yo me hice el que no lo escuché. Vi, eso sí, el efecto en cadena: uno a uno se iban dando vuelta para mirarme, acotar algún comentario y hacerse cómplices de ese grupo que todavía no tenía nada de qué conversar y que encontró en el olor de mi remera un tema en común al que aferrarse. “Olorete” me apodaron ese mediodía. Yo, que trataba de pasar inadvertido, me convertí en el centro de atención y quedé mudo durante todo ese día, el primero de clases.
A la mañana siguiente tomé todas las precauciones y me atavié con una remera de noble algodón con una inscripción de los Ramones, en un cambio de vestuario que no era solo textil sino también semántico. Me senté en el lugar de siempre, al lado de Roitser, que seguía sin dar grandes señales de entender lo que estaba sucediendo a su alrededor. “Cómo va, che”, me dijo alguien de atrás, el último banco de la fila, contra la pared. “Todo bien”, le contesté, pero casi ni nos miramos: fue una presentación silenciosa, como un cabeceo lento y afirmativo a la distancia. Durante el primer recreo se me acercó y me hizo un comentario sobre mi remera del día anterior. Pensé que se venía un nuevo regodeo en el tema del olorete, pero dijo en cambio algo sobre la tradición del color morado, al que llamó “purpúreo”, en las camisetas suplentes del fútbol latinoamericano. Fabián, me dijo que se llamaba. Y se sentaba con el Negro, que estaba vegetando en algún rincón del aula, y al que me presentó cuando pasamos por al lado suyo. El Negro no habló. Así se formó el grupo.
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Lo único que nos gustaba hacer era hablar, y más concretamente comentar lo que los otros hacían. Desde nuestra quietud estudiábamos todo lo que teníamos alrededor, ese era nuestro laboratorio mental. Fuimos armando también un curioso sistema de comunicación interno, para poder hablar sin interrupciones en medio de las clases, cuando el único que podía hacerlo era el profesor. Las “encuestas” fueron el sistema más efectivo de comunicación que pudimos idear. Cada día había un encargado de componer las encuestas para la jornada. Su estructura era muy sencilla: una categoría y cuatro opciones. Si la encuesta del día giraba en torno a, por ejemplo, la música, una pregunta podía ser así:
Mejor disco de Pink Floyd:
The dark side of the moon
Atom heart mother
The piper at the gates of dawn
The wall
Las encuestas podían tener varias páginas y estaban siempre escritas a mano, en el momento, erigidas al calor de los hechos, y tenían al menos quince categorías como esta. El que recibía la encuesta tenía que contestarla con una cierta velocidad, como si una respuesta pausada y excesivamente calculada pudiera volver al resultado algo demasiado artificial, demasiado cerebral. En el momento de elegir no se podía vacilar, pero sabíamos que en el recreo íbamos a tener quince hermosos minutos para comentar las respuestas una por una. Ese era el diálogo mudo con el que pasábamos muchas de las horas de clase. Una vez que las dos personas que habían tenido el honor de participar en una encuesta hacían lo suyo, la hoja grande y rayada pasaba por el resto de las manos del grupo para que todos pudieran asistir a esa conversación de lapiceras azules sobre el margen de una hoja escolar. Había un vértigo en las encuestas, porque las respuestas tenían que ser instantáneas, no se admitían tiempos para la reflexión, y al mismo tiempo había algo irrevocable en las elecciones que ahí se indicaban. Una elección estética, literaria o social, según el tema del que se estuviera contestando, podía durar años y se podía convertir en un estigma. ¿Por qué elegir el “álbum blanco” a Abbey Road en una encuesta sobre los Beatles? La encuesta parecía ser solamente nuestro modo de hablar en los momentos en que no podíamos, pero tardamos en darnos cuenta de que además tenía para nosotros la densidad de la palabra escrita: lo que decíamos oralmente podía ser relativo; lo que escribíamos, en cambio, era definitivo.
Y si hablamos de oralidad, posiblemente los momentos cumbres de aquellos años de charlas hayan acontecido en el “Club del desayuno”. El nombre se lo puso Roitser, que lo sacó de una película norteamericana en la que un grupo de jóvenes coinciden durante una larga tarde en el aula de un colegio por estar castigados. Yo no conocía la película, y el nombre me parecía inquietante, pero jamás lo cuestioné. El “Club del desayuno” se juntaba un par de mediodías por semana en el patio de comidas de un pequeño centro comercial que quedaba a dos cuadras del colegio, en el que englutíamos comida rápida hasta el escándalo. Roitser traía un temario sobre el que había que discutir, sí o sí. Eran reuniones socráticas en el corazón de un McDonald’s perdido. El listado era siempre de temas “grandes”, lo que entonces creíamos que eran cuestiones importantes: la eutanasia, el suicidio, la locura, la relación entre arte y vida. La ronda era respetuosa y milimétrica; uno hablaba, los otros masticaban. El club sobrevivió durante años y a veces se sumaban a la mesa otros compañeros de la división que no conocían la dinámica ni estaban prevenidos de lo que allí iba a acontecer. En esos casos, algunos convidados de piedra prestaban atención, con el silencio respetuoso que imponen los rituales ajenos, y otros en cambio aportaban su cuota de perplejidad: “¿De qué mierda hablan?”
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Nuestros profesores se dividían entre los que todavía albergaban una luz de esperanza respecto a la posibilidad de moldear nuestro carácter y los que habían caído en un pozo de escepticismo y abulia. Estos últimos tenían suficientes razones para el desánimo. Posiblemente la institución pagaba buenos sueldos, y ese es un motivo atendible para que allí hayan recalado algunos profesores brillantes, pero rápidamente se daban cuenta de que nuestro curso era una tierra baldía, que ninguna flor hermosa podía crecer en esos pastizales muertos, y entonces se dedicaban a dejar pasar el tiempo y esperar el sueldo a fin de mes. A veces, sin embargo, sucedía algún chispazo. En las clases de literatura leíamos casi exclusivamente a Cortázar, y no hay explicación más sencilla que esa para la férrea vinculación que hay entre Cortázar y la adolescencia. Las clases de física las impartía un gordo increíble, gritón e irascible, que parecía un hombre de sesenta años en el límite de un infarto, hasta que nos enteramos de que tenía veintitrés y había terminado la facultad hacía semanas con promedio de diez. Los exámenes eran momentos memorables, donde los alumnos se esforzaban por estudiar lo menos posible. En los minutos previos a los exámenes, el aula era un hervidero. Una tarde teníamos prueba de literatura; el tema, Hamlet. Cinco minutos antes de que irrumpiera la profesora, el Negro le pregunta a Fabián de qué se trata Hamlet. El reloj pasa: faltan tres, faltan dos minutos. Consciente de que ya no hay tiempo, de que una cumbre de las letras anglosajonas no se puede condensar a contrarreloj, le resume el concepto de este modo: “Es un poco como El rey león, pero en Dinamarca y hace mucho años.” Cuando la profesora hizo la devolución pública de los exámenes, dijo que en líneas generales todo era muy malo, pero que había casos que le habían llamado la atención. Por ejemplo, el de un alumno que había escrito que Hamlet era la historia “de Mufasa y de Simba cuando viajaron a Dinamarca”. El Negro era un caso aparte en los exámenes. Su regla general era ir en blanco, sin haber estudiado una sola línea, confiado en que iba a recibir algún tipo de asistencia divina, encarnada por lo general en Fabián, que se sentaba a su izquierda. El problema del Negro era la literalidad. En las pruebas de historia, por ejemplo, había que contar el proceso de industrialización por sustitución de importaciones, un tema clásico. Ante la pregunta por este tema, el Negro quedaba boyando en el aire. Yo escuchaba, a mis espaldas, el susurro: “Pasame la respuesta uno.” Fabián entonces hacía un esfuerzo para resumir oralmente la respuesta, para ofrecerle un ovillo del que él pudiera tirar y llenar dos páginas manuscritas de hoja rayada. Le decía: “Dejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.” Pasaban entonces diez minutos de silencio reconcentrado y cuando creíamos que el Negro iba a pedir algún tipo de salvavidas para la segunda pregunta, susurraba: “Listo, ya escribí eso, ¿qué más?” Entonces Fabián miraba la hoja de su compañero y veía una única, una perfecta línea que decía: “Dejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.” Ay, el Negro, qué inagotable fuente de alegrías. Después de un examen de geografía, la profesora dijo: “Hubo casos malos, otros muy malos, y un alumno escribió mal su apellido.” El Negro no se dio por aludido, y eso lo hacía grande. “Usted vive de la caza y de la pesca, alumno”, le dijo una profesora alguna vez, de modo profético.
Algunos de los profesores parecían, por lo demás, haber tomado demasiado drogas duras en su juventud. Diego, que daba literatura en cuarto año, había quedado flotando en un viaje de ácido lisérgico. La primera vez que lo vimos, una compañera hizo una pregunta, a Diego le gustó la voz y la hizo cantar un tema de los Beatles. Terminamos cantando todos, un karaoke frenético a las nueve de la mañana. “Ya nadie escucha Sumo, son todos unos pelotudos”, sentenciaba, y se quedaba colgado, como flotando, uno o dos minutos de silencio inquietante mirando a la nada. En escenas como esa quedó atrapada mi educación.
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Fuimos la última generación analógica. Las nuestras son postales del mundo tres o cuatro segundos antes de volverse digital. Me cuesta recordar cómo vivíamos, dar testimonio de ese momento de transición. El primer celular que vi está asociado a un episodio violento. Habrá sido en 1997, 1998. Volvía a mi casa después de un día de clases y nos bajamos del colectivo en Plaza Italia con Roitser. Apenas pusimos un pie en la calle, tres pibes con intenciones poco nobles nos apretaron el brazo y nos llevaron a caminar, bajo una muy cortés invitación: “Caminá o te quemo.” Bordeamos la Rural, el zoológico y llegamos, después de quince minutos de lenta peregrinación, a los bosques de Palermo. En el interior de ese pulmón verde, resguardados de la posible mirada de un oficial de la ley, nos robaron el dinero, las zapatillas, los pulóveres, las mochilas y, en un acto final de innecesario sadismo, tiraron las llaves de nuestras casas a los lagos. Cuando se fueron, caminamos como zombis descalzos de vuelta a la civilización. Todavía dentro de los bosques de Palermo, vimos a una pareja besándose en el pasto, ajenos al tormento de la vida real. Interrumpimos el momento amoroso para comentarles la situación y el hombre sacó del bolsillo del saco, trabajosamente, de un modo casi ceremonial, un aparato enorme y pesado al que se refirió como “Movicom”. Era uno de esos celulares grises, del tamaño del brazo de un hombre de mediana edad, con una antena negra, gruesa y rígida. Me lo ofreció, en signo de loable generosidad: la llamada, en esos días, se pagaba en oro. Pulsé tecla por tecla el teléfono de mi casa pero nadie atendió. Apiadado, el buen hombre nos regaló unos pesos y nos tomamos un taxi. Esa fue la primera llamada que hice desde un teléfono móvil.
En cuanto a la escritura, todo lo escribíamos a mano. Juntábamos papeles por todos lados, y por eso la letra manuscrita nos va a recordar siempre a nuestra infancia. Si leíamos algo interesante en un libro o una revista, hacíamos una fotocopia y la intercambiábamos con Fabián, en un contrabando precario de textos, pero que funcionaba con la precisión de una industria editorial. Para el momento de los exámenes, hacíamos machetes a mano, con letra imprenta pequeña, lo más legible que podíamos, y después lo llevábamos a la casa de fotocopias para pedir que lo “redujeran”, en un acto de ilusionismo tecnológico. Así, podíamos esconder el ayudamemoria en cualquier pliegue de la ropa. A partir de cierto momento, empezamos a ver las primeras computadoras. El colegio contaba con una sala de computación, nutrida de lentísimos armatostes que eran, sin embargo, el futuro mismo. La gama de colores que ofrecían esas pantallas era inolvidable: amarillo, verde, blanco. Mi primera computadora personal llegó por descarte, cuando un amigo de mis padres renovó su aparato por uno un poquito menos peor, y me legó el suyo, que pasó a ocupar la mitad de mi habitación. La enchufé sobre mi escritorio de madera y me hice adicto a sus poquísimas funciones. Mis padres todavía usaban máquinas de escribir, y de a poco, con muchísima resistencia, mi madre se animaba a la máquina eléctrica. En algún momento de esa época compramos también nuestro primer fax, negro e imponente, al que yo no me animaba ni a acercarme. Pero el momento de la tecnología era una instancia aislada del día, algo que solo ocurría cuando me sentaba, a la noche, frente a mi computadora. Durante el resto del tiempo todo era analógico, y ahora da la impresión de que todo era un poco más lento. Quizá todas las generaciones ven el pasado así, en cámara lenta y en color cian, aunque esos atributos se parecen demasiado a nuestras primeras computadoras.
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La tierra yerma que era para mí el mundo de las mujeres se cortó de pronto a principios del quinto y último año de colegio, cuando se me acercó Mariana. Ah, sombra terrible de Mariana, voy a evocarte. Pasaste años clavada en mi inconsciente, fagocitando mis neuronas. Mariana era más grande que nosotros, porque había pasado dos años misteriosos en España sin estudiar. Tenía un novio legendario, que se había vuelto legendario por el solo dato curricular de estar noviando con ella. Mariana era alta, desinhibida y hermosa; hablaba de sexo todo el día y nosotros la escuchábamos con la veneración que producen las figuras icónicas, inalcanzables. Hablaba con nosotros de tanto en tanto, solo para dejar en claro lo alejados que estábamos del mundo de las mujeres. Como era la mayor y la más experimentada, le marcaba el camino al resto de las chicas del curso, que la admiraban con envidia.
A mí no me había crecido la barba, parecía un niño de primaria y no había hablado nunca con una chica, pero, por alguna razón que nunca terminaré de dilucidar, Mariana me puso en su mira y disparó. Todo sucedió una tarde convencional de clases. El profesor hablaba, nadie lo escuchaba y los alumnos saltaban de banco en banco, se pasaban papeles o intercambiaban chistes. En eso se me acercó ella y me dijo: “Estás muy lindo”, y me acarició el pelo, que estaba ese día particularmente sucio. No puedo decir que me sorprendí: todo era tan inverosímil y fuera de registro que apenas lo asimilé. Al día siguiente, con variaciones mínimas, la escena se repitió. Cuando el avance ya fue lo suficientemente recurrente, empecé a ponerme nervioso. No se lo comenté a los amigos, porque no hablábamos de mujeres. Y además no hubo tiempo: a los pocos días Mariana me dijo que después de clases necesitaba hacer tiempo por la zona de Palermo, porque tenía una cena, y me sugirió que la invitara a mi casa para esas horas muertas. Llegamos pasadas las seis de la tarde y nos encerramos en mi habitación. Cuando cerré la puerta, me dio vergüenza la decoración del cuarto, tan infantil, con banderines de equipos de la nba y fotos de jugadores de River recortadas de revistas y mal pegadas. Primera ingenuidad: la luz era blanca, completamente antierótica, no se me ocurrió encender el velador. Segunda ingenuidad: ella entró y se sentó en la cama y yo, en lugar de sentarme a su lado, elegí una silla de computadora, triste, de oficinista. Hablamos de asuntos sin importancia hasta que me dijo: “Hace unos días me gustabas, pero no hiciste nada, así que ya fue.” Yo le dije: “Ah, bueno, entonces ya fue.” Tercera ingenuidad. Por fortuna, Mariana no se desanimó ante tanta pacatería, se paró de la cama y me dio un beso. Yo arremetí, casi desesperado. Ella marcaba los ritmos y los tiempos. Se paró, apagó la luz, se apoyó contra la pared y me dijo que la besara ahí, parados. Hice todo lo que ella me indicó, siempre, y lo seguiría haciendo hoy. Me agarró la mano y la puso en sus tetas, habilitándome. Estuvimos unos minutos así hasta que me invitó a la cama, a mi cama, y me dijo que pusiera un disco. Estaba puesto un compilado de los Rolling Stones, le di play. Mis recuerdos ahora son torpes y confusos. No se cómo nos desnudamos, ni puedo asegurar que nos hayamos sacado toda la ropa. Ah, Mariana, qué hermosa que eras, qué milagro tenerte ahí conmigo, esa noche del año 2000, celebrando el nuevo milenio. Llegamos entonces a una instancia decisiva, donde yo perdería la virginidad para siempre, con la chica más genial del colegio. Ella se interrumpió y me preguntó si había estado alguna vez con alguna mujer. Por mi comportamiento durante los pasos previos, pensé que había quedado claro que no, pero por las dudas se lo confirmé. “Ah, si esperaste hasta ahora, debe ser porque estás buscando una chica de la que te enamores”, me dijo. Yo estuve a punto de decirle que no, que no había estado esperando, que no había tenido una oportunidad de estar con una mujer y que pensaba que nunca la iba a tener. Pero no se lo dije, porque ahí sí entendí que la confesión no era muy erotizante. Balbucí alguna excusa que no podría precisar, pero lo que yo dijera no importaba, porque las cartas ya estaban jugadas. El resto no es literatura.
Al día siguiente decidí hacer el anuncio al grupo. Aproveché el recreo y en el medio de una charla intrascendente sobre cuál era el top 5 de temas de Charly García a criterio de cada uno, deslicé la primicia. No lo podían creer. Era algo tan inesperado que no supieron cómo reaccionar. Ese día empezó definitivamente mi romance con Mariana, que se extendió durante dos semanas determinantes. Nos veíamos algunas tardes después de clases, pero en el colegio casi no hablábamos, aunque de a poco todos se fueron enterando de que entre nosotros pasaba algo. A partir de esa noticia que se fue esparciendo, además, entré en el mapa de muchos que antes apenas intuían mi existencia. Yo estaba obsesionado, no pensaba más que en ella. Quería verla todo el tiempo, vivir con ella, casarme con ella, irme a otro planeta donde pudiéramos estar solos, morir con ella. A las dos semanas, una tarde después de clases nos fuimos con un grupo a la casa de un compañero, y yo solo quería besar a mi chica. Como no nos dábamos besos en público, salimos al pasillo y nos besamos en las escaleras silenciosas y oscuras del edificio. Después de unos minutos ella separó mi cuerpo del suyo, se puso seria y me dijo: “Solo te tengo que pedir una cosa, que no te enamores.” Demasiado tarde, Mariana querida, me hubieras avisado antes de venir a mi casa esa primera noche, ahora no hay vuelta atrás. Ya era tarde, y ella lo entendió por mi silencio, por mi mirada vidriosa, por mis manos vagamente trémulas, por mi sonrisa incómoda. Y no tuvo piedad. A la mañana siguiente me citó fuera del aula, en medio de una clase. Me dijo que volvía con su novio, que lo nuestro se había acabado, que pasara a otro tema. ¿No me decís nada?, me preguntó. Yo estaba mareado, como si un boxeador me hubiera dado un golpe en el medio del estómago. “Si es lo que querés, bueno”, le dije con cobardía. Se dio vuelta y entró al aula. Yo encaré para el otro lado y me fui al baño a llorar. Durante meses no pude volver a escuchar ese compilado maldito de los Rolling Stones con el que nos encamamos esa primera vez. ~
Fragmentos de la novela autobiográfica Los años confusos, de próxima publicación.
es periodista cultural. Colabora frecuentemente en medios como Página/12, Los Inrockuptibles, Qué Pasa y Quimera. Sus cuentos han aparecido en antologías de Argentina, Chile y México.