IlustraciĆ³n: Decur

El invierno con mi generaciĆ³n

ā€œEn diciembre del aƱo 2001 ā€“ha seƱalado Patricio Pronā€“ una serie de acontecimientos hizo pensar que el paĆ­s que habitualmente llamamos Argentina llegaba a su fin.ā€ Una aguda crisis econĆ³mica devino crisis polĆ­tica y el descontento social parecĆ­a incontenible. En un ambiente de represiĆ³n, inestabilidad y caos, la actividad literaria estaba condenada a estancarse. En los aƱos posteriores, sucediĆ³ lo impensable: la literatura se revitalizĆ³, las pequeƱas editoriales ganaron presencia una vez que los grandes sellos dejaron de interesarse en autores locales y una nueva camada de escritores hizo su irrupciĆ³n en el panorama. Estos autores demostraron no ser solo producto de una circunstancia especĆ­fica sino parte de una de las tradiciones mĆ”s ricas de la literatura de aquel paĆ­s. Una tradiciĆ³n que, segĆŗn observa DamiĆ”n Tabarovsky en su introducciĆ³n a este dosier, concilia lo excĆ©ntrico y lo polĆ­tico, lo central y lo perifĆ©rico. Una que escribe contra la norma. En nueve narraciones, una de ellas de no ficciĆ³n, Letras Libres ha querido reunir a algunas de las voces mĆ”s sobresalientes de las letras recientes de Argentina, no para insinuar los rasgos compartidos de una generaciĆ³n, sino, precisamente, para dar fe de su diversidad. ~
AƑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Esa maƱana, la primera de clases de tercer aƱo del secundario, lleguĆ© al colegio vistiendo una camiseta de fĆŗtbol. Era la de suplente de River Plate: morada, con unas tiras blancas que caĆ­an sobre los hombros como lluvia, hermosa. El reparto de lugares se ejecutaba de un modo azaroso y era un momento determinante, porque podĆ­a condenarnos a estar todo un aƱo sentados al lado de alguien que no soportĆ”bamos. En ese segundo ciego en el que nos sentĆ”bamos en un sector del aula y no en otro se jugaba, para decirlo de modo dramĆ”tico, el destino de nuestras amistades y entonces el futuro y la vida completa. ElegĆ­ el anteĆŗltimo banco al fondo, fila del medio, uno de los pocos lugares que quedaban libres. Me tocĆ³ de compaƱero un tal Roitser, un pibe alto y de mirada soƱadora, que parecĆ­a no haberse dado cuenta de que la maƱana habĆ­a empezado hacĆ­a algo mĆ”s de una hora y de que estĆ”bamos ahĆ­, en un colegio del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, en 1998. De esa primera postal no recuerdo demasiado, pero sĆ­ me acuerdo muy bien del mediodĆ­a, cuando un grupo grande de compaƱeros reciĆ©n conocidos coincidimos para almorzar en un enorme patio de comidas que quedaba a cuatro cuadras del colegio. Apenas lleguĆ© al lugar me percatĆ© de que mi remera soltaba un olor un poco rancio (todavĆ­a no existĆ­a esa tecnologĆ­a que vuelve a las remeras deportivas inmunes a la transpiraciĆ³n) y empecĆ© a caminar por el lugar escoltado por un vaho imposible de disimular. CarguĆ© una bandeja con hamburguesa, papas fritas y gaseosa, la dieta de aquellos aƱos, y me acerquĆ© al grupo, en el que todos se desenvolvĆ­an con la torpeza de los adolescentes que se estĆ”n conociendo. Algunos esperaban en silencio el momento para hacer su carta de presentaciĆ³n y otros,

los mĆ”s desenvueltos, manejaban los tiempos de la charla y desplegaban su carisma. Uno de los desenvueltos, sentado al lado mĆ­o, percibiĆ³ rĆ”pidamente el olor de mi remera e hizo un chiste, pero yo me hice el que no lo escuchĆ©. Vi, eso sĆ­, el efecto en cadena: uno a uno se iban dando vuelta para mirarme, acotar algĆŗn comentario y hacerse cĆ³mplices de ese grupo que todavĆ­a no tenĆ­a nada de quĆ© conversar y que encontrĆ³ en el olor de mi remera un tema en comĆŗn al que aferrarse. ā€œOloreteā€ me apodaron ese mediodĆ­a. Yo, que trataba de pasar inadvertido, me convertĆ­ en el centro de atenciĆ³n y quedĆ© mudo durante todo ese dĆ­a, el primero de clases.

A la maƱana siguiente tomĆ© todas las precauciones y me ataviĆ© con una remera de noble algodĆ³n con una inscripciĆ³n de los Ramones, en un cambio de vestuario que no era solo textil sino tambiĆ©n semĆ”ntico. Me sentĆ© en el lugar de siempre, al lado de Roitser, que seguĆ­a sin dar grandes seƱales de entender lo que estaba sucediendo a su alrededor. ā€œCĆ³mo va, cheā€, me dijo alguien de atrĆ”s, el Ćŗltimo banco de la fila, contra la pared. ā€œTodo bienā€, le contestĆ©, pero casi ni nos miramos: fue una presentaciĆ³n silenciosa, como un cabeceo lento y afirmativo a la distancia. Durante el primer recreo se me acercĆ³ y me hizo un comentario sobre mi remera del dĆ­a anterior. PensĆ© que se venĆ­a un nuevo regodeo en el tema del olorete, pero dijo en cambio algo sobre la tradiciĆ³n del color morado, al que llamĆ³ ā€œpurpĆŗreoā€, en las camisetas suplentes del fĆŗtbol latinoamericano. FabiĆ”n, me dijo que se llamaba. Y se sentaba con el Negro, que estaba vegetando en algĆŗn rincĆ³n del aula, y al que me presentĆ³ cuando pasamos por al lado suyo. El Negro no hablĆ³. AsĆ­ se formĆ³ el grupo.

Lo Ćŗnico que nos gustaba hacer era hablar, y mĆ”s concretamente comentar lo que los otros hacĆ­an. Desde nuestra quietud estudiĆ”bamos todo lo que tenĆ­amos alrededor, ese era nuestro laboratorio mental. Fuimos armando tambiĆ©n un curioso sistema de comunicaciĆ³n interno, para poder hablar sin interrupciones en medio de las clases, cuando el Ćŗnico que podĆ­a hacerlo era el profesor. Las ā€œencuestasā€ fueron el sistema mĆ”s efectivo de comunicaciĆ³n que pudimos idear. Cada dĆ­a habĆ­a un encargado de componer las encuestas para la jornada. Su estructura era muy sencilla: una categorĆ­a y cuatro opciones. Si la encuesta del dĆ­a giraba en torno a, por ejemplo, la mĆŗsica, una pregunta podĆ­a ser asĆ­:

Mejor disco de Pink Floyd:

The dark side of the moon

Atom heart mother

The piper at the gates of dawn

The wall

Las encuestas podĆ­an tener varias pĆ”ginas y estaban siempre escritas a mano, en el momento, erigidas al calor de los hechos, y tenĆ­an al menos quince categorĆ­as como esta. El que recibĆ­a la encuesta tenĆ­a que contestarla con una cierta velocidad, como si una respuesta pausada y excesivamente calculada pudiera volver al resultado algo demasiado artificial, demasiado cerebral. En el momento de elegir no se podĆ­a vacilar, pero sabĆ­amos que en el recreo Ć­bamos a tener quince hermosos minutos para comentar las respuestas una por una. Ese era el diĆ”logo mudo con el que pasĆ”bamos muchas de las horas de clase. Una vez que las dos personas que habĆ­an tenido el honor de participar en una encuesta hacĆ­an lo suyo, la hoja grande y rayada pasaba por el resto de las manos del grupo para que todos pudieran asistir a esa conversaciĆ³n de lapiceras azules sobre el margen de una hoja escolar. HabĆ­a un vĆ©rtigo en las encuestas, porque las respuestas tenĆ­an que ser instantĆ”neas, no se admitĆ­an tiempos para la reflexiĆ³n, y al mismo tiempo habĆ­a algo irrevocable en las elecciones que ahĆ­ se indicaban. Una elecciĆ³n estĆ©tica, literaria o social, segĆŗn el tema del que se estuviera contestando, podĆ­a durar aƱos y se podĆ­a convertir en un estigma. ĀæPor quĆ© elegir el ā€œĆ”lbum blancoā€ a Abbey Road en una encuesta sobre los Beatles? La encuesta parecĆ­a ser solamente nuestro modo de hablar en los momentos en que no podĆ­amos, pero tardamos en darnos cuenta de que ademĆ”s tenĆ­a para nosotros la densidad de la palabra escrita: lo que decĆ­amos oralmente podĆ­a ser relativo; lo que escribĆ­amos, en cambio, era definitivo.

Y si hablamos de oralidad, posiblemente los momentos cumbres de aquellos aƱos de charlas hayan acontecido en el ā€œClub del desayunoā€. El nombre se lo puso Roitser, que lo sacĆ³ de una pelĆ­cula norteamericana en la que un grupo de jĆ³venes coinciden durante una larga tarde en el aula de un colegio por estar castigados. Yo no conocĆ­a la pelĆ­cula, y el nombre me parecĆ­a inquietante, pero jamĆ”s lo cuestionĆ©. El ā€œClub del desayunoā€ se juntaba un par de mediodĆ­as por semana en el patio de comidas de un pequeƱo centro comercial que quedaba a dos cuadras del colegio, en el que englutĆ­amos comida rĆ”pida hasta el escĆ”ndalo. Roitser traĆ­a un temario sobre el que habĆ­a que discutir, sĆ­ o sĆ­. Eran reuniones socrĆ”ticas en el corazĆ³n de un McDonaldā€™s perdido. El listado era siempre de temas ā€œgrandesā€, lo que entonces creĆ­amos que eran cuestiones importantes: la eutanasia, el suicidio, la locura, la relaciĆ³n entre arte y vida. La ronda era respetuosa y milimĆ©trica; uno hablaba, los otros masticaban. El club sobreviviĆ³ durante aƱos y a veces se sumaban a la mesa otros compaƱeros de la divisiĆ³n que no conocĆ­an la dinĆ”mica ni estaban prevenidos de lo que allĆ­ iba a acontecer. En esos casos, algunos convidados de piedra prestaban atenciĆ³n, con el silencio respetuoso que imponen los rituales ajenos, y otros en cambio aportaban su cuota de perplejidad: ā€œĀæDe quĆ© mierda hablan?ā€

Nuestros profesores se dividĆ­an entre los que todavĆ­a albergaban una luz de esperanza respecto a la posibilidad de moldear nuestro carĆ”cter y los que habĆ­an caĆ­do en un pozo de escepticismo y abulia. Estos Ćŗltimos tenĆ­an suficientes razones para el desĆ”nimo. Posiblemente la instituciĆ³n pagaba buenos sueldos, y ese es un motivo atendible para que allĆ­ hayan recalado algunos profesores brillantes, pero rĆ”pidamente se daban cuenta de que nuestro curso era una tierra baldĆ­a, que ninguna flor hermosa podĆ­a crecer en esos pastizales muertos, y entonces se dedicaban a dejar pasar el tiempo y esperar el sueldo a fin de mes. A veces, sin embargo, sucedĆ­a algĆŗn chispazo. En las clases de literatura leĆ­amos casi exclusivamente a CortĆ”zar, y no hay explicaciĆ³n mĆ”s sencilla que esa para la fĆ©rrea vinculaciĆ³n que hay entre CortĆ”zar y la adolescencia. Las clases de fĆ­sica las impartĆ­a un gordo increĆ­ble, gritĆ³n e irascible, que parecĆ­a un hombre de sesenta aƱos en el lĆ­mite de un infarto, hasta que nos enteramos de que tenĆ­a veintitrĆ©s y habĆ­a terminado la facultad hacĆ­a semanas con promedio de diez. Los exĆ”menes eran momentos memorables, donde los alumnos se esforzaban por estudiar lo menos posible. En los minutos previos a los exĆ”menes, el aula era un hervidero. Una tarde tenĆ­amos prueba de literatura; el tema, Hamlet. Cinco minutos antes de que irrumpiera la profesora, el Negro le pregunta a FabiĆ”n de quĆ© se trata Hamlet. El reloj pasa: faltan tres, faltan dos minutos. Consciente de que ya no hay tiempo, de que una cumbre de las letras anglosajonas no se puede condensar a contrarreloj, le resume el concepto de este modo: ā€œEs un poco como El rey leĆ³n, pero en Dinamarca y hace mucho aƱos.ā€ Cuando la profesora hizo la devoluciĆ³n pĆŗblica de los exĆ”menes, dijo que en lĆ­neas generales todo era muy malo, pero que habĆ­a casos que le habĆ­an llamado la atenciĆ³n. Por ejemplo, el de un alumno que habĆ­a escrito que Hamlet era la historia ā€œde Mufasa y de Simba cuando viajaron a Dinamarcaā€. El Negro era un caso aparte en los exĆ”menes. Su regla general era ir en blanco, sin haber estudiado una sola lĆ­nea, confiado en que iba a recibir algĆŗn tipo de asistencia divina, encarnada por lo general en FabiĆ”n, que se sentaba a su izquierda. El problema del Negro era la literalidad. En las pruebas de historia, por ejemplo, habĆ­a que contar el proceso de industrializaciĆ³n por sustituciĆ³n de importaciones, un tema clĆ”sico. Ante la pregunta por este tema, el Negro quedaba boyando en el aire. Yo escuchaba, a mis espaldas, el susurro: ā€œPasame la respuesta uno.ā€ FabiĆ”n entonces hacĆ­a un esfuerzo para resumir oralmente la respuesta, para ofrecerle un ovillo del que Ć©l pudiera tirar y llenar dos pĆ”ginas manuscritas de hoja rayada. Le decĆ­a: ā€œDejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.ā€ Pasaban entonces diez minutos de silencio reconcentrado y cuando creĆ­amos que el Negro iba a pedir algĆŗn tipo de salvavidas para la segunda pregunta, susurraba: ā€œListo, ya escribĆ­ eso, ĀæquĆ© mĆ”s?ā€ Entonces FabiĆ”n miraba la hoja de su compaƱero y veĆ­a una Ćŗnica, una perfecta lĆ­nea que decĆ­a: ā€œDejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.ā€ Ay, el Negro, quĆ© inagotable fuente de alegrĆ­as. DespuĆ©s de un examen de geografĆ­a, la profesora dijo: ā€œHubo casos malos, otros muy malos, y un alumno escribiĆ³ mal su apellido.ā€ El Negro no se dio por aludido, y eso lo hacĆ­a grande. ā€œUsted vive de la caza y de la pesca, alumnoā€, le dijo una profesora alguna vez, de modo profĆ©tico.

Algunos de los profesores parecĆ­an, por lo demĆ”s, haber tomado demasiado drogas duras en su juventud. Diego, que daba literatura en cuarto aƱo, habĆ­a quedado flotando en un viaje de Ć”cido lisĆ©rgico. La primera vez que lo vimos, una compaƱera hizo una pregunta, a Diego le gustĆ³ la voz y la hizo cantar un tema de los Beatles. Terminamos cantando todos, un karaoke frenĆ©tico a las nueve de la maƱana. ā€œYa nadie escucha Sumo, son todos unos pelotudosā€, sentenciaba, y se quedaba colgado, como flotando, uno o dos minutos de silencio inquietante mirando a la nada. En escenas como esa quedĆ³ atrapada mi educaciĆ³n.

Fuimos la Ćŗltima generaciĆ³n analĆ³gica. Las nuestras son postales del mundo tres o cuatro segundos antes de volverse digital. Me cuesta recordar cĆ³mo vivĆ­amos, dar testimonio de ese momento de transiciĆ³n. El primer celular que vi estĆ” asociado a un episodio violento. HabrĆ” sido en 1997, 1998. VolvĆ­a a mi casa despuĆ©s de un dĆ­a de clases y nos bajamos del colectivo en Plaza Italia con Roitser. Apenas pusimos un pie en la calle, tres pibes con intenciones poco nobles nos apretaron el brazo y nos llevaron a caminar, bajo una muy cortĆ©s invitaciĆ³n: ā€œCaminĆ” o te quemo.ā€ Bordeamos la Rural, el zoolĆ³gico y llegamos, despuĆ©s de quince minutos de lenta peregrinaciĆ³n, a los bosques de Palermo. En el interior de ese pulmĆ³n verde, resguardados de la posible mirada de un oficial de la ley, nos robaron el dinero, las zapatillas, los pulĆ³veres, las mochilas y, en un acto final de innecesario sadismo, tiraron las llaves de nuestras casas a los lagos. Cuando se fueron, caminamos como zombis descalzos de vuelta a la civilizaciĆ³n. TodavĆ­a dentro de los bosques de Palermo, vimos a una pareja besĆ”ndose en el pasto, ajenos al tormento de la vida real. Interrumpimos el momento amoroso para comentarles la situaciĆ³n y el hombre sacĆ³ del bolsillo del saco, trabajosamente, de un modo casi ceremonial, un aparato enorme y pesado al que se refiriĆ³ como ā€œMovicomā€. Era uno de esos celulares grises, del tamaƱo del brazo de un hombre de mediana edad, con una antena negra, gruesa y rĆ­gida. Me lo ofreciĆ³, en signo de loable generosidad: la llamada, en esos dĆ­as, se pagaba en oro. PulsĆ© tecla por tecla el telĆ©fono de mi casa pero nadie atendiĆ³. Apiadado, el buen hombre nos regalĆ³ unos pesos y nos tomamos un taxi. Esa fue la primera llamada que hice desde un telĆ©fono mĆ³vil.

En cuanto a la escritura, todo lo escribĆ­amos a mano. JuntĆ”bamos papeles por todos lados, y por eso la letra manuscrita nos va a recordar siempre a nuestra infancia. Si leĆ­amos algo interesante en un libro o una revista, hacĆ­amos una fotocopia y la intercambiĆ”bamos con FabiĆ”n, en un contrabando precario de textos, pero que funcionaba con la precisiĆ³n de una industria editorial. Para el momento de los exĆ”menes, hacĆ­amos machetes a mano, con letra imprenta pequeƱa, lo mĆ”s legible que podĆ­amos, y despuĆ©s lo llevĆ”bamos a la casa de fotocopias para pedir que lo ā€œredujeranā€, en un acto de ilusionismo tecnolĆ³gico. AsĆ­, podĆ­amos esconder el ayudamemoria en cualquier pliegue de la ropa. A partir de cierto momento, empezamos a ver las primeras computadoras. El colegio contaba con una sala de computaciĆ³n, nutrida de lentĆ­simos armatostes que eran, sin embargo, el futuro mismo. La gama de colores que ofrecĆ­an esas pantallas era inolvidable: amarillo, verde, blanco. Mi primera computadora personal llegĆ³ por descarte, cuando un amigo de mis padres renovĆ³ su aparato por uno un poquito menos peor, y me legĆ³ el suyo, que pasĆ³ a ocupar la mitad de mi habitaciĆ³n. La enchufĆ© sobre mi escritorio de madera y me hice adicto a sus poquĆ­simas funciones. Mis padres todavĆ­a usaban mĆ”quinas de escribir, y de a poco, con muchĆ­sima resistencia, mi madre se animaba a la mĆ”quina elĆ©ctrica. En algĆŗn momento de esa Ć©poca compramos tambiĆ©n nuestro primer fax, negro e imponente, al que yo no me animaba ni a acercarme. Pero el momento de la tecnologĆ­a era una instancia aislada del dĆ­a, algo que solo ocurrĆ­a cuando me sentaba, a la noche, frente a mi computadora. Durante el resto del tiempo todo era analĆ³gico, y ahora da la impresiĆ³n de que todo era un poco mĆ”s lento. QuizĆ” todas las generaciones ven el pasado asĆ­, en cĆ”mara lenta y en color cian, aunque esos atributos se parecen demasiado a nuestras primeras computadoras.

La tierra yerma que era para mĆ­ el mundo de las mujeres se cortĆ³ de pronto a principios del quinto y Ćŗltimo aƱo de colegio, cuando se me acercĆ³ Mariana. Ah, sombra terrible de Mariana, voy a evocarte. Pasaste aƱos clavada en mi inconsciente, fagocitando mis neuronas. Mariana era mĆ”s grande que nosotros, porque habĆ­a pasado dos aƱos misteriosos en EspaƱa sin estudiar. TenĆ­a un novio legendario, que se habĆ­a vuelto legendario por el solo dato curricular de estar noviando con ella. Mariana era alta, desinhibida y hermosa; hablaba de sexo todo el dĆ­a y nosotros la escuchĆ”bamos con la veneraciĆ³n que producen las figuras icĆ³nicas, inalcanzables. Hablaba con nosotros de tanto en tanto, solo para dejar en claro lo alejados que estĆ”bamos del mundo de las mujeres. Como era la mayor y la mĆ”s experimentada, le marcaba el camino al resto de las chicas del curso, que la admiraban con envidia.

A mĆ­ no me habĆ­a crecido la barba, parecĆ­a un niƱo de primaria y no habĆ­a hablado nunca con una chica, pero, por alguna razĆ³n que nunca terminarĆ© de dilucidar, Mariana me puso en su mira y disparĆ³. Todo sucediĆ³ una tarde convencional de clases. El profesor hablaba, nadie lo escuchaba y los alumnos saltaban de banco en banco, se pasaban papeles o intercambiaban chistes. En eso se me acercĆ³ ella y me dijo: ā€œEstĆ”s muy lindoā€, y me acariciĆ³ el pelo, que estaba ese dĆ­a particularmente sucio. No puedo decir que me sorprendĆ­: todo era tan inverosĆ­mil y fuera de registro que apenas lo asimilĆ©. Al dĆ­a siguiente, con variaciones mĆ­nimas, la escena se repitiĆ³. Cuando el avance ya fue lo suficientemente recurrente, empecĆ© a ponerme nervioso. No se lo comentĆ© a los amigos, porque no hablĆ”bamos de mujeres. Y ademĆ”s no hubo tiempo: a los pocos dĆ­as Mariana me dijo que despuĆ©s de clases necesitaba hacer tiempo por la zona de Palermo, porque tenĆ­a una cena, y me sugiriĆ³ que la invitara a mi casa para esas horas muertas. Llegamos pasadas las seis de la tarde y nos encerramos en mi habitaciĆ³n. Cuando cerrĆ© la puerta, me dio vergĆ¼enza la decoraciĆ³n del cuarto, tan infantil, con banderines de equipos de la nba y fotos de jugadores de River recortadas de revistas y mal pegadas. Primera ingenuidad: la luz era blanca, completamente antierĆ³tica, no se me ocurriĆ³ encender el velador. Segunda ingenuidad: ella entrĆ³ y se sentĆ³ en la cama y yo, en lugar de sentarme a su lado, elegĆ­ una silla de computadora, triste, de oficinista. Hablamos de asuntos sin importancia hasta que me dijo: ā€œHace unos dĆ­as me gustabas, pero no hiciste nada, asĆ­ que ya fue.ā€ Yo le dije: ā€œAh, bueno, entonces ya fue.ā€ Tercera ingenuidad. Por fortuna, Mariana no se desanimĆ³ ante tanta pacaterĆ­a, se parĆ³ de la cama y me dio un beso. Yo arremetĆ­, casi desesperado. Ella marcaba los ritmos y los tiempos. Se parĆ³, apagĆ³ la luz, se apoyĆ³ contra la pared y me dijo que la besara ahĆ­, parados. Hice todo lo que ella me indicĆ³, siempre, y lo seguirĆ­a haciendo hoy. Me agarrĆ³ la mano y la puso en sus tetas, habilitĆ”ndome. Estuvimos unos minutos asĆ­ hasta que me invitĆ³ a la cama, a mi cama, y me dijo que pusiera un disco. Estaba puesto un compilado de los Rolling Stones, le di play. Mis recuerdos ahora son torpes y confusos. No se cĆ³mo nos desnudamos, ni puedo asegurar que nos hayamos sacado toda la ropa. Ah, Mariana, quĆ© hermosa que eras, quĆ© milagro tenerte ahĆ­ conmigo, esa noche del aƱo 2000, celebrando el nuevo milenio. Llegamos entonces a una instancia decisiva, donde yo perderĆ­a la virginidad para siempre, con la chica mĆ”s genial del colegio. Ella se interrumpiĆ³ y me preguntĆ³ si habĆ­a estado alguna vez con alguna mujer. Por mi comportamiento durante los pasos previos, pensĆ© que habĆ­a quedado claro que no, pero por las dudas se lo confirmĆ©. ā€œAh, si esperaste hasta ahora, debe ser porque estĆ”s buscando una chica de la que te enamoresā€, me dijo. Yo estuve a punto de decirle que no, que no habĆ­a estado esperando, que no habĆ­a tenido una oportunidad de estar con una mujer y que pensaba que nunca la iba a tener. Pero no se lo dije, porque ahĆ­ sĆ­ entendĆ­ que la confesiĆ³n no era muy erotizante. BalbucĆ­ alguna excusa que no podrĆ­a precisar, pero lo que yo dijera no importaba, porque las cartas ya estaban jugadas. El resto no es literatura.

Al dĆ­a siguiente decidĆ­ hacer el anuncio al grupo. AprovechĆ© el recreo y en el medio de una charla intrascendente sobre cuĆ”l era el top 5 de temas de Charly GarcĆ­a a criterio de cada uno, deslicĆ© la primicia. No lo podĆ­an creer. Era algo tan inesperado que no supieron cĆ³mo reaccionar. Ese dĆ­a empezĆ³ definitivamente mi romance con Mariana, que se extendiĆ³ durante dos semanas determinantes. Nos veĆ­amos algunas tardes despuĆ©s de clases, pero en el colegio casi no hablĆ”bamos, aunque de a poco todos se fueron enterando de que entre nosotros pasaba algo. A partir de esa noticia que se fue esparciendo, ademĆ”s, entrĆ© en el mapa de muchos que antes apenas intuĆ­an mi existencia. Yo estaba obsesionado, no pensaba mĆ”s que en ella. QuerĆ­a verla todo el tiempo, vivir con ella, casarme con ella, irme a otro planeta donde pudiĆ©ramos estar solos, morir con ella. A las dos semanas, una tarde despuĆ©s de clases nos fuimos con un grupo a la casa de un compaƱero, y yo solo querĆ­a besar a mi chica. Como no nos dĆ”bamos besos en pĆŗblico, salimos al pasillo y nos besamos en las escaleras silenciosas y oscuras del edificio. DespuĆ©s de unos minutos ella separĆ³ mi cuerpo del suyo, se puso seria y me dijo: ā€œSolo te tengo que pedir una cosa, que no te enamores.ā€ Demasiado tarde, Mariana querida, me hubieras avisado antes de venir a mi casa esa primera noche, ahora no hay vuelta atrĆ”s. Ya era tarde, y ella lo entendiĆ³ por mi silencio, por mi mirada vidriosa, por mis manos vagamente trĆ©mulas, por mi sonrisa incĆ³moda. Y no tuvo piedad. A la maƱana siguiente me citĆ³ fuera del aula, en medio de una clase. Me dijo que volvĆ­a con su novio, que lo nuestro se habĆ­a acabado, que pasara a otro tema. ĀæNo me decĆ­s nada?, me preguntĆ³. Yo estaba mareado, como si un boxeador me hubiera dado un golpe en el medio del estĆ³mago. ā€œSi es lo que querĆ©s, buenoā€, le dije con cobardĆ­a. Se dio vuelta y entrĆ³ al aula. Yo encarĆ© para el otro lado y me fui al baƱo a llorar. Durante meses no pude volver a escuchar ese compilado maldito de los Rolling Stones con el que nos encamamos esa primera vez. ~

Fragmentos de la novela autobiogrĆ”fica Los aƱos confusos, de prĆ³xima publicaciĆ³n.

+ posts

es periodista cultural. Colabora frecuentemente en medios como PƔgina/12, Los Inrockuptibles, QuƩ Pasa y Quimera. Sus cuentos han aparecido en antologƭas de Argentina, Chile y MƩxico.


    × Ā 

    Selecciona el paĆ­s o regiĆ³n donde quieres recibir tu revista:

    Ā  Ā  Ā