El liberalismo ayer y hoy

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José María Lassalle no es un político común y su libro Liberales. Compromiso cívico con la virtud (Debate, 2010) no es, naturalmente, un común libro de político. Lassalle es diputado nacional y secretario de Cultura del Partido Popular y en su reciente ensayo traza la historia fascinante de los hombres que, entre 1678 y 1688, se rebelaron ante el monarca inglés y pusieron las bases de lo que más tarde serían las democracias liberales y sus rasgos sustanciales: la libertad de conciencia, el derecho a la propiedad privada, el libre mercado. En esta entrevista, realizada en su despacho en el Congreso, Lassalle repasa no solo el nacimiento del liberalismo, sino también su historia, sus peculiaridades ideológicas y su desenfocada deriva neoconservadora.

El liberalismo, afirma usted al principio de Liberales, es una respuesta al miedo que siente un grupo de ciudadanos ante el absolutismo, ante la deriva totalitaria de los gobiernos; en sus orígenes, concretamente, ante la tentación autoritaria de los Estuardo en la Inglaterra de finales del siglo xvii.

Sí, el miedo es un factor determinante en el nacimiento del liberalismo. Un miedo que se proyecta sobre la conciencia individual de unos creyentes que se sabían minoría y cuya identidad estaba en cuestión por parte de un absolutismo en potencia que, siguiendo el precedente francés, había convertido la tolerancia, más que en un instrumento de liberación, en un instrumento de opresión inconsciente que en cualquier momento podía ser revertido, dependiendo de la voluntad del soberano. De ahí surge el miedo, la incertidumbre, la urgencia de encontrar mecanismos institucionales más sólidos que construyeran una trinchera para salvaguardar la individualidad. El miedo ha sido siempre un factor motriz de la defensa de la libertad.

El liberalismo surge también arraigado, como explicó Richard Pipes y recoge usted, a la idea de propiedad: es la propiedad lo que confiere derechos, además de ser emblema de la autonomía política.

De hecho la idea de la propiedad nace de la propiedad sobre la conciencia. Es decir, el liberalismo surge ante el fracaso de la tolerancia para salvaguardar la conciencia individual, de tal modo que la libertad de conciencia se transforma en una propiedad, en algo indisponible por parte de aquel que deba respetarla y disponible estrictamente para aquel que es dueño de ella. En ese sentido, la propiedad tiene unas raíces que desde la conciencia se proyectan sobre la construcción de la identidad y que sugieren que, por ejemplo en el caso de Locke –que es paradigmático–, el hombre empieza siendo propietario de sí mismo, propietario de su conciencia, propietario de su conocimiento y de su dignidad y de su sentido. Asume una reflexión moderna, ilustrada, y a partir de ahí va estableciendo una serie de consecuencias que van proyectándose de lo inmaterial y espiritual hacia lo material y físico. De alguna manera, el pensamiento liberal nace primero como un pensamiento asociado a la libertad de la conciencia, pero acaba convirtiéndose en un pensamiento que defiende la libertad económica, consecuencia marginal de la primera. En ese sentido la propiedad es lo propio, lo de uno mismo. Y empieza desde la conciencia y se va proyectando hasta acciones entre las cuales está la apropiación de bienes, la circulación de estos o el intercambio de servicios.

También el puritanismo es un asunto clave en el nacimiento del liberalismo. ¿Qué es el puritanismo en el siglo xvii?

Cuando se habla de puritanismo nos estamos refiriendo a todos los grupos cuya suma constituía una mayoría dentro de la sociedad inglesa del siglo xvii, y que eran de alguna manera deudores de la ética calvinista, que trata de evidenciar todo un conjunto de normas morales, de valores, que luego Max Weber identificó perfectamente con la ética que fundamentó al capitalismo en su etapa inicial, y que también establece el trasfondo político que se comenta en el libro. Se trata de una reivindicación de la virtud que santifica la ciudadanía –es la reflexión que Walzer plantea en torno a la “rebelión de los santos”– y que explica muy bien todo el fenómeno de la lucha política parlamentaria que consigue construir en Inglaterra muy tempranamente una democracia liberal.

Otro asunto clave es el de los impuestos: el derecho del rey a tasar las propiedades de sus súbditos, en muchos casos para financiar guerras caprichosas.

La visión liberal sobre los impuestos la analiza muy bien Adam Smith en La riqueza de las naciones cuando dice que los impuestos son expresión de la libertad del individuo. Frente a esa imagen que tiende a considerar que un liberal está en contra de los impuestos, Adam Smith defiende que los impuestos son la expresión de un hombre libre, que como ciudadano es consciente de que debe participar del esfuerzo público que hace posible la existencia de un Estado y de una ley que salvaguarda el interés general, que garantiza el marco de neutralidad de un mercado que genera prosperidad.

Adam Smith, que acabó siendo inspector de aduanas, era plenamente consciente de que sin impuestos no hay Estado, ni una ley capaz de salvaguardar el interés general. Ahora, esa capacidad para subvenir al Estado y sus necesidades tiene que estar limitada, acotada, por los ciudadanos libres, que a través de su representación fijan clarísimamente el marco en el que el Estado puede reclamar el pago de esos impuestos.

Así pues, un liberal no está en contra de los impuestos, pero sí lo está de un exceso impositivo que desborde los límites ordenados dentro de los cuales debe desenvolverse el Estado si queremos que este no se transforme en una fuente de opresión y de intervención que acabe impidiendo que el mercado genere prosperidad.

Citaba a Adam Smith. Es curioso hasta qué punto se ha desvirtuado su pensamiento y cómo se le ha convertido casi en un pensador despiadado e hipnotizado por el mercado.

En los últimos años, Adam Smith ha sido convertido en un profeta del neoliberalismo. Primero, se ha transmutado el contenido de su reflexión teórica, se ha olvidado que aunque no fue capaz de construir una reflexión sistémica que aglutinara toda su obra, porque no tuvo tiempo, las piezas literarias de su pensamiento comparten un soporte de comunidad. La teoría de los sentimientos morales, las Lecciones de jurisprudencia y La riqueza de las naciones son obras que están entrecruzadas, y no puede analizarse de una forma aislada lo que Adam Smith está planteando en determinados capítulos o incluso en torno a determinadas expresiones. Smith era un profundo lector de Marco Aurelio y en toda su obra pone en evidencia una fuerte influencia republicana en el sentido clásico del término. Y eso hace que tuviera interés, por un lado, en saber dónde estaban las fuentes de la prosperidad de las naciones, pero también, por otro lado, que tuviera un fuerte interés en reflexionar sobre lo que él llamaba la función de la legislación y la importancia de la ley como un instrumento para evitar lo que –él decía– era el mal más preocupante que subyacía sobre la política de su tiempo: la tendencia de los empresarios a gobernar a la humanidad. Por eso decía que siempre que dos o más empresarios se reunían lo hacían para conspirar contra la nación. De ahí que insistiera en la importancia de que el Estado tuviera una capacidad de intervención y que buscara neutralizar esos comportamientos y asegurar la propia libertad del mercado a efectos de que nadie pudiera adquirir una posición preeminente.

En el comportamiento del sujeto prototípico de Adam Smith no está la obsesión por el egoísmo sino la preocupación por la simpatía. Es decir: el otro importa. El otro importa no solo en el terreno de la reflexión moral, sino también en el terreno del intercambio económico. A lo largo de La riqueza de las naciones hay un montón de referencias críticas con el capitalismo aventurero, de los que se embarcan en busca de un beneficio egoísta. Él tiene absolutamente claro que los vicios son vicios y las virtudes, virtudes. Y que la forma de construir un entorno de prosperidad se basa en la virtud y en el comportamiento ético, también de ese intercambio de bienes y servicios. A pesar de que en determinados momentos plantee también que es obvio que el interés particular es un factor que de alguna manera contribuye al común estímulo, a la búsqueda de la prosperidad.

Si avanzamos un poco en el tiempo, llegamos al sigo xix, que es en buena medida el siglo liberal por excelencia. Sin embargo, en él, pese a la retórica victoriana, pareciera que desaparece esa idea de “simpatía” hacia el otro de Smith y que el capitalismo se convierte en pura rapiña.

El siglo xix es un siglo económico, un siglo marcado por la revolución industrial, que transforma buena parte de la cosmovisión temporal asociada al pensamiento liberal. Yo creo que el último liberal, en el sentido republicano del término, que es lo que yo he tratado de analizar en el libro, es Tocqueville. A partir de Tocqueville, particularmente en el mundo anglosajón, la escuela manchesteriana, con David Ricardo a la cabeza, va introduciendo una lógica economicista en la interpretación del bienestar.

Es con John Stuart Mill que el ciudadano comienza a perder protagonismo como sujeto de la reflexión liberal para ser sustituido por el homo economicus. De hecho, es Stuart Mill quien comienza incluso a plantear una reflexión sobre el bienestar en función de criterios utilitarios, donde al final la suma del mayor número es lo que va estableciendo escenarios de idoneidad más elevada. No es casual que el siglo xix, un siglo económico, sea el siglo en el que Marx elabora El capital. Y no es casual además que Marx no oculte su interés por la reflexión de Stuart Mill, y Stuart Mill su reflexión por el propio Marx. Y ese es un elemento que hay que tener en cuenta para entender por qué el liberalismo va poco a poco canalizando más su interés hacia la reflexión económica que hacia la reflexión moral.

En ese sentido es casi inevitable la pregunta de si los fundadores de la ortodoxia económica de nuestro tiempo, Thatcher y Reagan, fueron verdaderos liberales.

Yo creo que ninguno de los dos tenía una formación teórica sólida. Fueron dos políticos con una clara intuición, y esa intuición estaba asociada primero a que existía la necesidad de plantear una batalla real a lo que representaba la amenaza totalitaria soviética, y por otro lado a resolver la crisis del Estado de bienestar. Y en este segundo ámbito es concretamente donde se produce una reflexión teórica alimentada por una serie de pensadores que son en gran medida deudores de una interpretación más económica que moral del pensamiento liberal. Es verdad que en el imaginario de Thatcher también están autores como Hayek o Popper, con quien llegó a tener una relación personal muy estrecha, e incluso Oakeshott, teórico del pensamiento conservador británico…

Quizá el más raro e interesante pensador conservador del siglo xx...

Sí, es un pensador de gran nivel teórico, un pensador conservador que pone de manifiesto algo muy típico del mundo anglosajón, que es algo que echamos de menos en España, y es que el pensamiento conservador a partir del siglo xix, el mundo tory, se hace conservador porque tiene un corazón liberal…

Porque tiene un corazón dubitativo. Son conservadores porque tienen dudas, y ante la duda nos quedamos como estamos.

Y es más, nos quedamos como estamos pero sobre la base de una decantación empírica. La experiencia es la que pone de manifiesto el miedo a que los errores me lleven a situaciones de conflicto que pueden romper la armonía que para mí es un elemento fundamental de la paz social. Y en ese escenario negativo despliego evidentemente toda esa tradición burkiana de la experiencia, que en el fondo es Locke y esa tradición liberal. El conservadurismo británico y francés son profundamente liberales.

¿El francés también? No estoy muy seguro…

También, porque han delimitado claramente los espacios respecto a la reacción. En España es distinto, el pensamiento conservador, sobre todo a partir de Donoso Cortés, es un pensamiento reaccionario, no es conservador en el sentido europeo del término, mientras que el pensamiento conservador británico y francés tiene un alma y un corazón liberal. Los primeros conservadores franceses son realmente los liberales doctrinarios y en ese sentido está toda una corriente republicana que casi se podría retrotraer en el tiempo a Fontaine.

Retomemos a Reagan y Thatcher…

En términos generales ambos fueron capaces de liberar un movimiento político que en el campo de la transformación cultural e ideológica del siglo xx fue determinante para poner fin a la Guerra Fría, porque fue un revulsivo respecto de la amenaza que implicaba la izquierda más totalitaria. Aunque desde un punto de vista teórico sentaba las bases para que el pensamiento de centro-derecha en muchos países se alimentara por una corriente neoliberal y libertaria que luego ha tenido unos efectos también perjudiciales para la propia prosperidad.

Tengo la sensación de que, más allá de que sus teorías económicas no fueran del todo acertadas –como dice en el libro–, el neoliberalismo provoca un quiebre en la tradición liberal porque reduce la libertad al ámbito económico pero excluye de él a la libertad moral, sexual o religiosa.

La razón por la que se produjo una decantación por la interpretación económica del liberalismo fue consecuencia, por un lado, de la urgencia por encontrar soluciones prácticas y efectivas para salir del colapso del Estado de bienestar, y en segundo lugar porque en el fondo el entorno cultural e institucional de las sociedades anglosajonas, tanto de los Estados Unidos como del Reino Unido, era profundamente liberal y tolerante desde el punto de vista cultural, más allá de ciertos grupos, algunos con un cierto folclore ultraconservador, que han sido constantes a lo largo de la historia. Pero en términos generales la urgencia económica –ya que no había una urgencia moral o institucional, habida cuenta de que la retaguardia cultural de la sociedad norteamericana y de la británica son profundamente liberales– hizo que se pusiera más énfasis en las cuestiones económicas que en las otras. Luego, todo eso se ha entremezclado confusamente de una manera muy compleja con otros fenómenos posteriores, donde de nuevo ha resurgido todo ese populismo moral, particularmente en la sociedad norteamericana, y más concretamente en el Medio Oeste, así como el discurso neocon, que en determinados momentos ha podido infiltrar algunos elementos en la administración de George Bush hijo. Y en ese sentido creo que hace mucho más compleja la reflexión sobre lo que aquí se plantea y sobre lo que realmente supuso la aportación política que para el pensamiento liberal tuvieron dos personalidades tan importantes como Reagan y Thatcher.

En el caso europeo, creo que el liberalismo ha triunfado como sistema –propiedad privada, democracia, etcétera– pero no tanto como ideología dentro de ese sistema. Diría, por ejemplo, que la construcción de la Europa unida ha sido fruto de la socialdemocracia y la democracia cristiana, pero que el liberalismo ha sido meramente testimonial.

El proyecto europeo, nacido tras la Segunda Guerra Mundial, es un proyecto circunstancial, muy deudor del momento, sobre todo del hecho de que las divisiones del Ejército Rojo y el Telón de Acero estaban a pocos kilómetros del corazón de la Europa libre. Esta bipolaridad a la que se veía sometida una Europa desmoronada provocó la urgencia de encontrar puntos de encuentro de centralidad política que no tensionaran aún más unas sociedades que de por sí ya estaban sujetas a una enorme presión. En ese sentido, la socialdemocracia y la democracia cristiana actuaron como elementos que contribuyeron, con cierta proximidad en muchos de sus planteamientos, sobre todo sociales, a salvaguardar algo que en ese momento tenía una urgencia muy importante para las sociedades europeas, que era la estabilidad de la paz social.

En cualquier caso, detrás de los padres fundadores de Europa –Schuman, De Gasperi, Adenauer– existe evidentemente un condicionante socialcristiano pero también una profunda reflexión liberal, liberal igualitaria. Y, en ese sentido, reivindico más una tradición liberal igualitaria, de confluencia de la libertad de los modernos con la libertad de los antiguos, siguiendo las categorías de Constant o de la libertad positiva y negativa de Berlin, que me parece que explican mejor el fenómeno político y económico surgido después de la Segunda Guerra Mundial. No hay que olvidar que el que probablemente sea el principal teórico económico, Röpke, era un social-liberal que reflexiona sobre las raíces cristianas del mercado y tiene una visión cristiana, pero esta visión casi calvinista, luterana, está conectada con lo que son los fundamentos mismos del mercado liberal y de una cosmovisión liberal. Yo creo que Europa no puede entenderse sin el liberalismo y la Ilustración.

Tengo la impresión de que en España se habla mucho de liberalismo; es un sistema de ideas  que, de hecho, se ha incrustado parcialmente tanto en la izquierda como en la derecha, aunque solo esta la reivindique, y aun no toda. Y, sin embargo, España me sigue pareciendo un país muy refractario al liberalismo, con estructuras de poder muy intervencionistas y un gran afán controlador.

Este es un problema social, el fracaso de la modernidad en nuestro país. Como explico en el libro, el pensamiento liberal tiene al principio un desarrollo básicamente anglosajón, pero posee una deriva continental francesa con nombres como Montesquieu o Condorcet. De pronto, esa deriva se trunca con la Revolución francesa. Luego se retoma, pero ya de una manera herida por la propia tragedia de la Revolución. En España tiene una evolución singular, y es que el país está metido en un momento liberal parecido al que se describe en el libro de la mano de los whigs, que es el momento de las Cortes de Cádiz, de la Constitución de 1812, donde nace de pronto una generación política con nombres como Alcalá Galiano o Martínez de la Rosa, pensadores profundamente modernos que asumen los registros liberales hasta el punto de establecer canónicamente un concepto novedoso en la terminología política. Pero de pronto ven truncados sus esfuerzos por una reacción monárquica, absolutista, que rompe cualquier posibilidad de continuidad de ese momento inicial del liberalismo en España.

Todo el siglo xix español es un siglo de fracaso institucional del liberalismo porque, a diferencia de lo que pasa en Francia o en Inglaterra, los conservadores no se hacen liberales; o mejor dicho, los liberales no asumen que tienen que hacerse casi conservadores. En ese sentido, me parece fascinante la figura de Donoso Cortés, que es el liberal caído del caballo, un hombre vinculado al temprano intento de levantar un Estado liberal tras la muerte de Fernando VII; que tras vivir la revolución de 1848 se hace reaccionario, y cuya pieza teórica más importante es su Discurso sobre la dictadura, que Carl Schmitt estudiará y será el origen de su tesis doctoral y de su fascinación por la reacción. A partir de aquí, el pensamiento de las derechas españolas se va a alimentar de la influencia emocional de Donoso, del trasfondo teórico-moral de Balmes y por supuesto de la portentosa riqueza teórica de Menéndez Pelayo. Y habrá que esperar hasta entrado el siglo xx, de la mano de Ortega, para que de nuevo el pensamiento liberal recupere visibilidad. Pero ya se ha construido una marginalidad alrededor de él que dificulta la penetración entre las clases medias de la España del siglo xix y que se convierta en un discurso vertebrador de la propia reflexión política. La Restauración fracasó en tratar de convertir el liberalismo en el eje motriz; avanzó mucho pero fracasó porque no había ese sustrato que sí continuó en Francia y en Inglaterra. Eso hace que en términos generales el liberalismo en España haya tenido unos derroteros tan complejos, no haya calado, haya tenido un elemento de marginalidad y de heterodoxia difícilmente digerible por muchos, haya sido anatemizado por la Iglesia, haya sido proscrito por el pensamiento más conservador y reaccionario, que ha visto en él los peores vicios de la política, y al final incluso determinados elementos de la izquierda más ilustrada han encontrado en el liberalismo un campo fértil para alimentar determinados planteamientos teóricos e incluso programáticos, con lo cual se ha convertido también en un territorio muchas veces ambiguo. Finalmente, en los últimos años ha sido además objeto de una especie de inflación argumentativa utilizada por determinados grupos que han querido convertir el liberalismo en una especie de redención profética, que tiene que ver más con sus propias identidades personales que con lo que realmente es la conducta de un liberal.

En ese sentido, el liberalismo –como creo que también refleja su libro– es un entramado ideológico ambiguo, pero que tiene sobre todo algo de actitud con respecto a la realidad y a las relaciones que los seres humanos mantenemos entre nosotros. Todos los personajes de Liberales son, por encima de todo, caballeros, gente tolerante, consciente de la pluralidad y en busca del mecanismo que permita concertarla. Pero también creo que eso implica un problema de imagen, si es que se puede hablar en estos términos de una idea filosófica, y es que mucha gente cree que, como el liberalismo es cosa de caballeros, es cosa de ricos.

El pensamiento liberal es evidentemente un pensamiento complejo que entremezcla un corpus teórico y una actitud. En ese sentido es verdad lo que planteaba Marañón sobre el liberalismo y el liberal como algo vinculado al carácter. Y creo que efectivamente en el liberal hay primero una actitud antidogmática clara, heterodoxa, y un recelo a eso que Isaiah Berlin definía como el monismo, esa creencia de que para cada cuestión hay una respuesta y una explicación, que además se transforma en un absoluto.

El liberal jamás levanta la voz, porque entiende que el diálogo, y por tanto el encuentro, es un punto imprescindible para tratar de resolver los conflictos. Elude el conflicto. El liberal epistemológicamente es alguien que jamás se atribuye la verdad porque le preocupa más despejar los errores y aprender de ellos, y por tanto interpreta la realidad políticamente, como decía nuestro querido Ortega cuando ofrecía su reflexión sobre el perspectivismo, al fin y al cabo más que una verdad hay perspectivas, y eso es algo, curiosamente, profundamente español. Y el liberal, como bien veía también Adam Smith, necesita desplegar una conducta empática hacia el otro. Sin el otro no puede haber intercambio de bienes y servicios, sin el otro no se puede fijar la única verdad del mercado: que los precios nacen espontáneamente, pero que en el fondo es la reflexión de que, de igual manera que no existe un precio absoluto y verdadero, tampoco existen valores absolutos y verdaderos. Más allá de la propia virtud de aceptar que en gran medida los valores –y esta es una herencia del nominalismo medieval– no están en términos universales sino que están en esa permanente negociación intelectual que caracteriza a la cultura y ha caracterizado a Occidente. En ese sentido el liberalismo es evidentemente una actitud con todo un componente caracterológico, pero luego todo eso se transforma en un cuerpo de ideas y tiene detrás un anclaje teórico que determina la defensa de la libertad moral, de la religiosa, de la económica. Es verdad que al final ese esfuerzo por construir un cuerpo teórico que nace probablemente de un corazón animoso, y por tanto de un carácter, define también a un tipo, a una especie de tipología.

Piense en los fascinantes ensayos de Locke que tratan sobre la educación, que cuentan de alguna manera su experiencia como educador de un caballero, el sobrino de Lord Shaftesbury. En ellos se halla una preocupación por fijar un ideal virtuoso de hombre, y en ese sentido puede parecer que tiene un componente minoritario, pero no creo que la búsqueda de la excelencia y la ejemplaridad sea una búsqueda minoritaria sino que se puede convertir realmente en una experiencia colectiva, una experiencia abierta a todos más allá de sus orígenes. El liberalismo, pues, es también un esfuerzo educador, y en los pensamientos de Locke sobre la educación están perfectamente radiografiadas la reflexiones que llevan hacia ese carácter y esa actitud, que tienen que ver también con el esfuerzo ilustrado kantiano de hacer que el hombre piense por sí mismo, que tenga capacidad para responsabilizarse de sus propias acciones sin depender de nadie que lo conduzca hasta su propia identidad. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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