Luz verde olivo: la guerra como política

“Abrazos, no balazos”, ha sostenido el presidente desde 2018; no obstante, durante su sexenio ha otorgado mayor presupuesto a las fuerzas armadas e intensificado sus tareas. La administración entrante debe reconocer que la estrategia no ha funcionado, pues la militarización ha incrementado la violencia en lugar de aminorarla.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El 29 de diciembre de 2023 la Fiscalía General del Estado de Michoacán llevó a cabo un operativo para el desmantelamiento de una red de antenas y equipo de cómputo que el grupo criminal “los Viagras” utilizaba para brindar internet de forma monopólica y a precios elevados a la población de Tierra Caliente. Cuando hablamos de inseguridad, violencia y crimen organizado en México, referirnos solamente al narcotráfico ya es insuficiente. El crimen organizado se ha expandido no solamente en número, sino en actividades como la provisión de bienes y servicios en diversos territorios. Tan solo para el año 2020, el Programa de Política de Drogas ya estimaba la presencia de, al menos, 150 grupos criminales activos en los 32 estados del país.

La fragmentación de los grupos del crimen organizado es, en parte, una consecuencia de la estrategia de seguridad que abanderan los enfrentamientos y los “combates frontales” de las fuerzas armadas, los cuales han persistido a lo largo de los años y se han intensificado a partir del inicio de la “Guerra contra las drogas” hasta la actualidad. Este prolongamiento de la “guerra” ha provocado que los grupos del crimen organizado busquen formas de sobrevivir. Como “los Viagras”, muchos grupos criminales han expandido su “cartera” de actividades para establecer control territorial. A lo largo de los años, hemos visto la diversificación de los mercados ilegales hacia la trata de personas, la extorsión e, incluso, hacia actividades fiscales y regulatorias como el cobro de impuestos, micropréstamos y, como mencioné, la provisión de bienes y servicios.

Para entender la violencia que se vive en México es necesario entender que el crimen organizado no existe sin el Estado. El crimen organizado existe porque hay un Estado que lo permite. La relación entre el Estado y el crimen organizado no es una suma cero, sino más bien un continuo de colaboración-competencia. Esta relación ha fluctuado a lo largo de los años en un contexto de guerra criminal, cuyos antecedentes datan de los años ochenta para el caso mexicano. En 1985, el homicidio de Enrique “Kiki” Camarena, un agente de la Drug Enforcement Administration (DEA), llevó a una crisis interna dentro del cártel de Guadalajara y a su posterior fragmentación. Esto sentó las bases para el crecimiento de nuevos grupos del crimen organizado y una intensificación de la violencia relacionada con el narcotráfico. En los años noventa, mientras el sistema político mexicano empezaba una transición democrática –con el PRI perdiendo algunas gubernaturas estatales y, en el año 2000, el Partido Acción Nacional (PAN) ganando por primera vez una elección presidencial a nivel federal–, la relación entre el Estado y el crimen organizado mostró signos de fluctuación. Durante el mandato de Vicente Fox (2000-2006), aunque hubo intentos de reforma, las estrategias contra el narcotráfico fueron menos intensivas en comparación con su sucesor. En 2006, cuando Felipe Calderón asumió la presidencia, dio inicio la llamada “Guerra contra las drogas” caracterizada por un conjunto de operativos de despliegue de fuerzas del Estado y planteada como una estrategia de “combate frontal y eficaz al narcotráfico” de acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012. Esta política marcó una nueva era de confrontación abierta entre el Estado y los grupos del crimen organizado, exacerbando la violencia. La guerra se convirtió en política de seguridad.

A partir de 2018, con Andrés Manuel López Obrador en el poder ejecutivo, se introdujo la estrategia discursiva de “abrazos, no balazos” que enfatizaba la reducción de la confrontación directa y el fortalecimiento de programas sociales para abordar las causas profundas del crimen, aunque la violencia y la presencia de las fuerzas armadas en seguridad pública continuaron e, incluso, se intensificaron. Una de las promesas de campaña de Andrés Manuel fue regresar al ejército a sus cuarteles. Sin embargo, no solamente no relegó del espacio público a las fuerzas armadas, sino que, durante su sexenio, se les otorgó más poder mediante una mayor asignación de presupuesto y de tareas de carácter civil. Hemos vivido periodos de colusión históricos entre ciertos funcionarios del Estado y grupos criminales, lo cual refleja un grado de tolerancia y colaboración muy singular. Por ejemplo, la investigación del caso Ayotzinapa en 2014 reveló nexos profundos entre autoridades locales, el crimen organizado y el ejército, dejando al descubierto la complejidad y las fluctuaciones en esta relación. Y es todavía más preocupante que desde el poder estatal se cubran este tipo de investigaciones con tal de proteger la legitimidad de instituciones como el ejército.

Los estudios académicos a nivel subnacional en México han encontrado que existe una relación causal entre los operativos permanentes de “combate frontal al narcotráfico” por parte de las fuerzas gubernamentales, especialmente aquellos al mando de militares, y el incremento de la tasa de homicidios. La literatura apunta a que estas formas de intervención estatal directa tienden a generar competencia, fragmentación y multiplicación de estos grupos, lo que produce mayores niveles de violencia letal. Estamos, entonces, frente a una encrucijada: ¿por qué continuar con la guerra?

Este primero de octubre de 2024 iniciará el mandato de Claudia Sheinbaum con una consigna especial: darle continuidad al proyecto de la Cuarta Transformación. La militarización ya no solo de la seguridad, sino de la vida pública, es una de las políticas que abandera ese proyecto. La presidenta electa ha manifestado en diversos foros la necesidad de trasladar el mando civil de la Guardia Nacional hacia un mando militar, a pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en el año 2023 declaró como inválida la adscripción militar de esta institución de seguridad. El interés en consignar a la Guardia Nacional bajo un mando militar viene acogido por una confrontación con el poder judicial, cuya reforma se ha vuelto inminente.

Insistir en la militarización es insistir en la continuación de la guerra. La militarización, como hemos visto en los últimos años, ha incrementado la violencia en lugar de disminuirla. En el año 2000, de acuerdo con cifras del Inegi, la tasa de homicidios era de 5.4 por cada 100 mil habitantes; en 2010, en pleno apogeo del sexenio de Felipe Calderón, la tasa era de 11.4; para el 2020 esta tasa ya había aumentado a 14.4 homicidios por cada 100 mil habitantes. La estrategia de confrontación directa con grupos criminales tiende a provocar reacciones violentas y a fragmentar a estos grupos, multiplicando los actores armados y elevando los niveles de conflicto. Esta dinámica no solo pone en peligro la seguridad, sino que perpetúa un ciclo de violencia que socava cualquier intento de construir una paz duradera y sostenible. La política de guerra ya no puede seguir siendo una política de seguridad.

Las fuerzas armadas históricamente han operado bajo la falta de transparencia y de rendición de cuentas. Mantenerlas con una mayor capacidad de poder en el ámbito de la vida pública significa la exacerbación de la guerra. El peligro se amplifica cuando consideramos el avance de la ultraderecha en el mundo, que abre la posibilidad de un cambio en el espectro político hacia un gobierno “de derecha”. Si dejamos a unas fuerzas armadas muy fortalecidas bajo un mando civil debilitado, estas pueden convertirse en una herramienta de represión y control en manos de un régimen autoritario. ¿Qué estrategias de regulación y control de las fuerzas armadas se plantea la nueva administración?

El siguiente gobierno tiene una tarea pendiente: la pacificación del país. Y esta, por antonomasia, no puede estar liderada por la presencia de grupos armados en el espacio público. La gobernanza democrática estable y efectiva requiere una división de funciones clara y funcional entre las autoridades civiles y las militares. Las fuerzas armadas deben estar bajo el control de las autoridades civiles electas para asegurar la subordinación militar a la política democrática y evitar el militarismo. Esto implica mecanismos institucionales que aseguren que las decisiones estratégicas y de defensa se alineen no solo con las políticas del gobierno civil, sino con principios de paz, seguridad y justicia. No mantener las relaciones cívico-militares con fronteras claras puede derivar en una erosión de la autoridad civil, donde los militares podrían tomar decisiones fuera del marco democrático, poniendo en riesgo la estabilidad política y la paz social. En ausencia de una supervisión adecuada, existe el peligro de que las fuerzas armadas ejerzan un poder desmedido, comprometiendo los principios democráticos. Un gobierno que se autodenomina de izquierda debería tener esto presente. Sin embargo, la posibilidad de una paulatina pacificación del territorio se avizora muy lejana frente a la militarización como política de seguridad. ~

+ posts

(Estado de México, 1993). Ensayista. Maestrante en Sociología Política por el Instituto Mora. Investigadora en la organización CEA Justicia Social.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: