Ciudadano mexicano hasta 1927, el escritor francés Ramon Fernandez (así, sin acentos, como él firmaba) emerge desde los años salvajes del siglo pasado. Este maldito que hubiese sido recordado sólo como uno de los críticos literarios más profundos de su tiempo de no haber colaborado activamente con los nazis, reaparece. Tras una visita apoteósica al doctor Goebbels, en 1941, a Ramon lo salvó, del paredón o del suicidio, su pésima salud. Murió cuando los aliados se acercaban a París.
Salió, en París, Philippe Sauveur (Grasset), el libro perdido de Ramon Fernandez (1894–1944) que agrega a su fama brillante y sulfurosa, una novela mostrenca sobre la homosexualidad. Una vez más ha sido el celo de su hijo, el también novelista y crítico Dominique Fernandez (1927), aquel niño casi abandonado por su padre fascista que en secreto festejaba con banderitas rojas sobre el mapa las victorias soviéticas, el que nos permitido penetrar, sin indulgencia y sin desprecio, en el excepcional legado de Ramon. No contento con escribir Ramon (2009), la hermosa y conflictiva biografía que un hijo emprendió para explicarse (y explicarnos) a su padre ausente y maldecido, a Dominique también lo ayudó la suerte. Resulta que, en 1991, entrevistado en la televisión, evocó la novela perdida de su padre, una de cuyas versiones manuscritas leyó con muchísimo interés Marcel Proust, durante sus últimos años, cuando Ramon lo visitaba. Un espectador sin ninguna relación con los Fernandez, recordó haber visto en su granero, en Auxerre, un manuscrito anónimo e incompleto titulado, precisamente “Philippe Sauveur”: así era como Ramon, en su correspondencia y el abate Mugnier en sus diarios, llamaban a la novela abandonada. Como lo cuenta en Ramon, Dominique recogió el manuscrito y casi quince años después lo publica, con un documentado prólogo suyo sobre la novela homosexual en 1900 y con un postfacio de Luc Fraisse sobre las relaciones entre Proust y Ramon.
Gracias a los negocios del abuelo Ramon con el general Porfirio Díaz, los Fernandez se afrancesaron. Hijo de un diplomático mexicano, Ramon, el tercero, nació en París pero nunca le interesaron, pese a que Alfonso Reyes le mandaba la revista Contemporáneos, las letras de acá. Villaurrutia lo soñó como un posible Santayana mexicano; Ramon mismo se sentía visceralmente mexicano. De aspecto casi charro, lo parecía. Tanto su hijo como otros de los testigos e intérpretes de su biografía, adjudican su machismo y su alcoholismo, al estereotipo mexicano.
Algunos editores mexicanos se han interesado en publicar Ramon, la biografía, en español y lo mismo deberá ocurrir, espero, con Philippe Sauveur, no sólo por la universalidad de Ramon, autor de ensayos decisivos sobre Proust, Molière, Gide y Balzac, ni tampoco por su mexicanidad, sino por el interés intrínseco de la novela recuperada y por el estudio de las razones por las que renunció a ella. Por tratarse de tres versiones, inconclusas todas, su lectura es como armar un rompecabezas. Estamos ante una investigación literaria en la cual un escritor heterosexual se propuso abordar, en los tiempos en que sólo Gide y Proust, con visiones diametralmente opuestas, se atrevían a hacerlo, el escandaloso misterio de la homosexualidad. Siendo esquemático, resumiré: el pagano Gide, siempre tan cercano al futuro, se aventuraba por el camino del placer y sus libertades canceladas por el cristianismo (protestante, sabía de lo que hablaba) mientras que Proust, de origen judío y de familia conversa al catolicismo, prefería mantener a la homosexualidad en el mundo tenebroso del vicio, como lo comprobarían los lectores de Sodoma y Gomorra y sus hombres–mujeres, cuya aparición en 1921 muy probablemente desanimó al joven Ramon: el más grande novelista de su tiempo, su amigo y maestro que por algo estaba tan interesado en los bosquejos de Philippe Sauveur había dicho, acaso, la última palabra. Paradójicamente, en sus conversaciones Proust le hizo saber a Ramon que la homosexualidad no era como lo asumía con ingenuidad su joven amigo, un destilado decadentista producto de la hipersensibilidad de los artistas, sino una actividad secreta inmemorial y propia de todas las clases sociales.
Me parece, tras leer la novela perdida, que lo que Ramon intentaba era una síntesis entre Gide y Proust (no en balde, a ambos, los abordó exhaustivamente como crítico) y hacer de su Philippe Sauveur, un hombre del día y un hombre de la noche, intentando acercarse a él desde afuera, mediante una técnica objetivo–ensayística, la del primer borrador, explorando la interioridad del personaje, en el segundo asedio y proponiéndose, en el tercero, algo similar a lo gloriosamente logrado por Proust en Busca del tiempo perdido, una especie de cinta de Moebius. No sé si todo libro inconcluso sea un fracaso, no sé si hacerle caso a Valéry con aquello de que todo libro publicado es un borrador abandonado, pero en su incompletud, Philippe Sauveur está entre lo más vivo de aquella narrativa nerviosa, agresiva, mundana y a veces superflua de los años de la entreguerra.
Ramon perdió de vista Philippe Sauveur, quizá porque ese alter ego lo comprometía –el personaje oscila, como su autor lo hará fatalmente, entre el socialismo y el nacionalismo hasta hallar la síntesis fatal– o porque se creía incapaz de superar a Proust o no era lo suficientemente atrevido como para poner en solfa su virilidad. Dominique Fernandez maneja con prudencia la hipótesis de la gran novela que pudo ser Philippe Sauveur –el retrato de los invertidos ingleses a la que se enfrenta el héroe es una fastuosa continuación de Dorian Gray– como una fallida salida del clóset.
“Creo que su personalidad literaria”, le escribió Reyes, sin lograr su propósito, a Ramon Fernandez en 1929, “debería ser mejor conocida en México, que es la mitad de su patria.” Quizá ese momento ha llegado.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile