I
Que aquel hombre alcalde, surgido de los cenáculos más ortodoxos, otorgara el beneplácito a la instalación de un comedero para buitres en un terreno municipal de la ciudad pirenaica, pudo constituir para algunos un hecho sorprendente, pero realmente no lo fue. Sentados frente a frente en la semioscuridad de su despacho, sólo separados por el humo de su cigarro, parecía escuchar, eso sí sin inmutarse, palabras tan poco comunes a mediados de los sesenta como “biotopo”, “ecología” o “conservacionismo”, pero que debieron resultarle estimulantes ya que, permitiendo que acabara mi discurso, se levantó, me dio la mano y dijo algo así como de acuerdo diré a Santos que mañana mismo te busque un lugar adecuado. El mejor enclave para el estudio de carroñeros, el mejor enclave donde conocer los procesos naturales de eliminación de restos orgánicos, había sido creado por obra y gracia del poder omnímodo de alguien que a lo mejor ni siquiera había entendido nada pero que debía dar muestras constantes de su capacidad para mandar y ser obedecido. Eran tiempos de ordeno y mando pero con el valor añadido de la perennidad, casi de la eternidad; hoy, ya fallecido el edil, el comedero, ahora felizmente redenominado muladar, sigue ofreciendo alegrías a la ciencia y a los simples observadores de la naturaleza y el paisaje.
II
Una meseta –una “corona” en lengua local– desprovista de vegetación para no espantar a las desconfiadas aves y que disponga de aceptable acceso para los vehículos que han de transportar los cadáveres, con una situación en el mapa que no desanime a los ganaderos y que no cree alarma social a los ciudadanos: ése era el sueño de todos nosotros. Esquilmados por los venenos que colocaban los cazadores, por los disparos de los propios cazadores, por las nuevas normas sanitarias que obligaban a enterrar, por la falta de comida al irse sustituyendo las caballerías por tractores y camiones, los carroñeros, las grandes aves rapaces carroñeras –buitres, alimoches, quebrantahuesos– se convirtieron en nuestro ideal de salvación. Éramos una tribu urbana con una especial sensibilidad por la naturaleza que se nos hurtaba, con una peculiar nostalgia por un pasado rural repleto de palabras como “bestias de tiro”, “arado romano”, “semovientes” o “tracción a sangre”. Ese germen de los movimientos ecologistas carecía de presupuestos económicos, cruzaba aún sin mala conciencia fronteras regionales y no se exhibía constantemente en la prensa como las actuales oenegés y otros misioneros; éramos absolutamente voluntaristas y puros, pese a la inigualable pestilencia del material manejado. Recordar ahora esos años supone, inevitablemente, la necesidad de contar algunas anécdotas y homenajear a algunos compañeros caídos.
III
Toda historia tiene un protagonista, alguien insustituible que a menudo arriesga más incluso de lo que de él se espera y que carece de límites en lo referente a generosidad y sabiduría. Ese personaje se llamaba –se llama– Salvador Filella. Autodidacta, trabajador infatigable, volcado unívocamente a la causa, fue quien me inició en la ornitología –yo era sólamente herpetólogo– y quien creó desde su atalaya repartida entre el Museo de Zoología y el Zoo de Barcelona una escuela, una serie de generaciones de observadores de aves. Espartano, madrugador por tanto, convocaba a los excursionistas a tremendas horas de la noche: a las cuatro, a las tres incluso de la madrugada del sábado ya podían verse llegar algunos automóviles a determinado punto de la adoquinada calle Wellington. Allí, a la luz incierta de unas delgadas farolas, con un fondo de rugidos de leones y gritos de gaviota posadas en el cercano mercado de pescado, se abría chirriando una verja tras la que aparecía Filella invitándonos, conminándonos, a pasar a la cámara frigorífica del zoológico, habitáculo sin luz de regulares dimensiones que anunciaba, al abrir su puerta y empezar a percibirse un olor acre, el total de los horrores que contenía. El anfitrión, ataviado con un conjunto de combate y camuflaje –botas, polainas, gorra, cartucheras adaptadas para el almacenaje de muestras a recoger en el campo, catalejo provisto de un artilugio casero para poder ser manejado con celeridad y precisión en cualquier postura y medio adverso, mochila gigantesca y, todo ello, sobre un terno de carácter agrícola/ganadero con reminiscencias del somatén– reforzaba su indumentaria, en estas ocasiones, con una bata blanca que a modo de galones portaba diversas piltrafas y amplias y coloristas manchas de sangre y otros licores distribuidos principalmente por el pecho y la parte superior de la espalda. Los candidatos a ornitólogos iban entrando en fila perfectamente ordenados y dispuestos, pero algunos, al descubrir el panorama de carroñas multiformes amontonadas sobre un suelo viscoso en un ambiente frío y enrarecido, veían flaquear sus fuerzas y abandonaban. No obstante, siempre había quien venciendo esas tontas repugnancias cargaba el maletero del coche, que a menudo era el coche del hermano mayor o del padre, y partía a distribuir la mercancía por los Puertos de Beceite o por el Prepirineo. Estamos hablando de una fase preliminar, a comienzos de los setenta, en la que no habiendo aún en Teruel, Lérida y Huesca comederos estables, se depositaban las cabezas de caballo partidas –alimento destinado a los carnívoros del zoo– y los cadáveres enteros o troceados de cebras, hipopótamos y jirafas en las proximidades de los farallones y cortados sobre los que sobrevolaban los últimos ejemplares de necrófagos aéreos. Ésa era nuestra misión y la verdad es que todavía siento el orgullo del esfuerzo realizado y el agradecimiento hacia todos los que participaron. (Otra cosa serán los quebraderos de cabeza que esos restos óseos causarán a los paleontólogos dentro de unos cientos de años.)
IV
Ahora quisiera recordar a un singular personaje que durante aquellos años nos honró con su presencia. Nunca se supo cuál era su verdadero nombre porque hasta él mismo se denominaba con el apodo con que era conocido: “El Buitre”. No es frecuente que en este mundo tan compartimentado haya alguien con intereses en dos campos contrapuestos, sin embargo en El Buitre eso sí sucedía. Filólogo, poeta, hombre de letras, compaginaba con éxito privado y público esa faceta con la práctica entusiasta e incansable de la ornitología de campo centrada desde luego en el estudio y en la protección de las grandes aves de presa. Él fue quien se envolvió con un cadáver eventrado de asno en la vertiente norte de la montaña de Montserrat a la espera de que acudieran necrófagos y así poder estudiar de cerca sus reacciones. También mezcló carroña con el grano que se vende para las palomas de la plaza del Pilar de Zaragoza quizá con la esperanza de que éstas mutaran en córvidos. Este héroe fue recogido por el escritor Félix de Azúa en su libro Diario de un hombre humillado, donde se presta atención, fundamentalemente, a su faceta literaria y donde se modifica, quizá por el sentimiento pancatalanista del autor, el lugar de su trágica muerte. “El Buitre” no murió en Calaceite sino en San Hipólito de Voltregá, víctima de la conjunción de sus dos mayores pasiones: la ornitología y la toponimia. Pretendió atraer de nuevo a quienes habían conformado el nombre de la población (Voltregá – Vulturaria – Buitrera) y trazó un anillo en torno a ella compuesto por decenas de cadáveres de porcino convenientemente putrefactos para que resultaran más visibles y atractivos para las aves. Probablemente el gesto no fue valorado del todo.
V
El muladar ya no es el comedero. Superada la etapa de recuperación de las poblaciones de buitres ya no es necesario aportar carroña suplementaria. Los ganaderos de la zona transportan a él las reses que fallecen no teniendo así que enterrarlas, y dejando ya de lado esa actitud vergonzante que les llevaba a echarlas en simas, pozos o barrancos angostos donde el cadáver desaparecía de la vista pero que al no ser accesible a las aves necrófagas tardaba meses en descomponerse contaminando corrientes superficiales y subterráneas. Se ha pasado pues a una fase en la que se da salida a una necesidad que antes se cumplía en el muladar de cada pueblo y que ahora se cumple en un muladar subcomarcal, suficientemente separado de las viviendas para evitar molestias y suficientemente próximo a las instalaciones ganaderas por el uso de medios rápidos de transporte. Gracias a los comederos se recuperaron las poblaciones de buitre y una vez estabilizadas permiten el correcto funcionamiento de los muladares. Pero el muladar también es otra cosa, es sobre todo otra cosa. El muladar es un foco de atracción de la fauna necrófaga, que es como decir de la fauna carnívora, ya que son muy pocas las especies exclusivamente depredadoras. Un animal emblemático como el águila real visita a menudo el muladar, ya que no son sólo los jóvenes de la especie los que consumen carroña (el 70% del total de su comida) sino también los adultos, sobre todo cuando las adversidades climáticas dificultan la captura de presas vivas. Datos sobre la conducta trófica de especies tan diferentes como el ciervo, el búho real o el águila de Bonelli obtenidos mediante la observación nocturna y diurna en muladares han desmontado teorías seculares y monolíticas. En el muladar que nos ocupa y como cita espectacular y que por sí sola justifica todos los esfuerzos, se vieron, en la mañana del 17 de febrero del año 1997, junto a una nube de buitres leonados, cuatro quebrantahuesos de apariencia adulta, un águila imperial joven y un ejemplar de buitre negro sobrevolando altísimo la zona. Fue la primera vez que se observaba esta última especie en esta zona del Pirineo de forma fidedigna y por varias personas a la vez.
VI
El muladar es un lugar de culto. Pero restringido. Sin embargo, pese a todas las cautelas y recomendaciones, siempre hay alguien entre los iniciados que lo visitan que no guarda el debido silencio cuando regresa a su lugar de origen. Hay épocas críticas; verano, Semana Santa, cuando grupos, incluso, acuden con sus cámaras a registrar lo que allí sucede. Recuerdo a un fotógrafo belga, en pleno mes de agosto, inmóvil debajo de un arbolito que ni le protegía del inclemente sol ni mucho menos impedía que fuera detectado por la poderosa visión de las aves. Allí permaneció hasta que, deshidratado y triste, se dio por vencido. Es difícil conseguir un equilibrio entre lo que debiera ser un espacio funcional de ayuda ganadera, un espacio para el mantenimiento de las poblaciones de fauna salvaje, un espacio dedicado al estudio de la misma y un espacio de gran poder visual donde el inmenso paisaje natural integra un microcosmos de huesos, insectos necrófagos, lagartijas a la caza de insectos, hormigueros surgidos gracias al insólito aporte de grano del aparato digestivo de los cadáveres de herbívoros, y un complejo mosaico vegetal mezcla de esos mismos contenidos estomacales y de la potenciación de las plantas herbáceas locales debido al inusual abonado.
VII
También hubo un tiempo en que el muladar se convirtió en un campo de trabajo. El artista Tito venido del mundo del cabello deseaba entrar en el mundo del esqueleto. Su escultura deseaba ser más sólida, perdurable, sonora. El componente hueso, materia elemental, soporte primigenio, deseaba ser utilizado ya en su estadio final antes de desaparecer enterrado, mineralizado y convertido en polvo. Un grupo numeroso de ayudantes, cámaras, directores, guionistas se balanceaba al viento cierzo mientras flanqueaba al escultor que recogía, poseído de una fuerza espectral, huesos y huesos para, en sacos, introducirlos en una camioneta. Tito fue grabado para la televisión equipado con una bata blanca, guantes de goma y gorro negro ajustado al rasurado cráneo. De aquella cosecha y de muchas otras no amparadas por el bullicio de los periodistas surgió una monumental obra de un dramatismo primitivo y de una belleza lunar. Luego, agotadas las formas, extrajo sonidos que sin duda proceden del dolor de la carne acribillada y devorada por los gusanos: un arpa artesana sobre un lecho óseo. Además en esa época y bajo la advocación de Tito aparecieron otros peregrinos. Recuerdo a Giraldo Adober, trovador provenzal, que pretendió jugar con la muerte durmiendo bajo las estrellas, junto a las fieras que merodean y olfatean en torno al muladar, y al que aún no se le ha borrado el espanto del rostro. Y también al paracaidista cántabro Nicolás de Sinsabor que fue derribado de una pedrada, por suerte a pocos metros del suelo, cuando se lanzaba desde un risco próximo para poder sentir lo mismo que el buitre leonado en su descenso sobre la carroña.
VIII
El muladar ha generado, durante estos años, muchas historias, pero quizá sean tres las más notables.
La primera, la irrupción e instalación en el mismo de cuatro descomunales y amenazantes perros cimarrones que no sólo impedían que la fauna silvestre se acercara sino que atacaron a dos de los ganaderos que con sus tractores iban a verter reses muertas. Uno de ellos, un muchacho de quince años, perdió tres dedos de una mano. Avisada la Guardia Civil se organizó una batida pero resultó infructuosa. Una semana después contacté con un cazador profesional y nos fuimos de madrugada a por ellos. En el centro exacto del muladar estaban los cuatro perros. Sanguino plantó una rodilla en tierra y comenzó a disparar: cayeron tres seguidos, los tres de color negro, pero el cuarto escapó. Nos acercamos y uno de ellos llevaba un collar con una chapa metálica que decía “Urbi et orbe”; aún la conservo. El cuarto ejemplar no volvió a verse y los tres fallecidos fueron devorados por los buitres en pocas horas.
Otra historia de menor intensidad épica coincidió con la apertura de cierto restaurante de comida rápida en una localidad turística próxima. A menudo, en esa época, me daba una vuelta por el muladar para recoger las latas y plásticos que alguien tenía la costumbre de tirar junto a las ovejas. Fui andando, pese a los dos kilómetros desde la carretera, con el ánimo de observar los nidos de avispa terrestre que abundaban en esos días y, cuando debían de faltar unos cuatrocientos metros, tras un recodo del camino, comencé a oír un ruido de motor que parecía venir del muladar. Efectivamente, allí parada, había una furgoneta Mercedes, pero el ruido no lo producía ella sino una especie de sierra con la que dos individuos cortaban rodajas de una oronda vaca suiza recién echada. Los paisanos ni se inmutaron y a mi pregunta de si sabían que esa carne era para los buitres contestaron que nunca habían coincidido con ninguno y que creían que hacía años que los habían matado a todos con la esterlina (nombre de la estricnina en la lengua local). El restaurante cerró ya hace tiempo aunque no creo que eso tuviera nada que ver con la procedencia de la materia prima: secreto que nunca desvelé mientras funcionó para evitar que Sanidad interviniera y clausurara el comedero.
Finalmente, un aspecto maravilloso del lugar: la existencia de bestias fantásticas. Las extrañas huellas que aparecen en el barro del camino y que no son de perro ni de zorro pero sí de cánido y el tajo hecho en el cuello de una caballería recién muerta y que forma una especie de recipiente. La prolongada narración de historias fabulosas hechas por personas tradicionalmente mentirosas que apuntan a un mamífero de cuatro patas de sorprendente color blanco al que nunca alcanzan los perros al perseguirlo por los bosques. También, un animal como un gato grande de inmensa cabeza y mirada fulminante al que cierto leñador que no era de la zona llamó “clavo”. Ellos, o él, cortan como si se tratara de manteca con las garras o los dientes las zonas calientes del recién muerto y lo hacen de tal modo que la sangre no se derrama, se almacena como en una taza. Nunca concurren. Se evitan. Se excluyen. El gran lobo vive en la parte clareada del bosque, incluso en bosquetes de repoblación y el lince boreal baja de las alturas, del monte de erizones, aliagas y bojes donde los árboles son escasos y la nieve perdura. Hay determinadas partes de los relatos que parecen aproximarse a determinada realidad pero enseguida se entrecuzan tanto que es imposible distinguir los contornos de las formas y de los comportamientos de unas especies que nadie sabe si realmente existieron. ~