I
Es tan difรญcil hablar del perdedor como necio callar sobre รฉl. Necio, porque no puede haber ganador definitivo y porque a cada uno de nosotros, tanto al Napoleรณn megalรณmano como al รบltimo mendigo de las calles de Calcuta, nos es reservado el mismo final. Difรญcil, porque peca de simplista quien se da por satisfecho con esta banalidad metafรญsica. En efecto, asรญ se pierde la dimensiรณn realmente candente del problema, la dimensiรณn polรญtica.
En lugar de leer en las mil caras del perdedor, los sociรณlogos se atienen a sus estadรญsticas, basadas en valores medios, desviaciones estรกndar y distribuciones normales. Rara vez se les ocurre pensar que ellos mismos podrรญan pertenecer al bando de los perdedores. Sus definiciones vienen a ser como el rascarse una herida: despuรฉs pica y duele mรกs, como dice Samuel Butler. Lo que estรก claro es que, por la manera en que se ha acomodado la humanidad โโcapitalismoโ, โcompeticiรณnโ, โimperioโ, โglobalizaciรณnโโ, no sรณlo el nรบmero de los perdedores aumentarรก cada dรญa, sino que pronto se verificarรก el fraccionamiento propio de los grandes conjuntos; las cohortes de los frustrados, de los vencidos y de las vรญctimas se irรกn disociando unas de otras en medio de un proceso turbio y caรณtico. Al fracasado le queda resignarse a su suerte y claudicar; a la vรญctima, reclamar satisfacciรณn; al derrotado, prepararse para el asalto siguiente. El perdedor radical, por el contrario, se aparta de los demรกs, se vuelve invisible, cuida su quimera, concentra sus energรญas y espera su hora.
Quizรก valga la pena echar un vistazo a su antรญpoda, el ganador radical. รste es igualmente un producto de la llamada globalizaciรณn, y aunque no puede haber simetrรญa entre los dos, comparten algunas caracterรญsticas. Tambiรฉn el Master of the Universe econรณmico, que supera en poder y riqueza a todos sus antecesores, estรก completamente aislado en tรฉrminos sociales, sufre โpor meras razones de seguridadโ una pรฉrdida de realidad y se siente incomprendido y amenazado.
Pero las categorรญas del anรกlisis de clase son poco idรณneas para solventar las contradicciones que aquรญ interesan. Quien se conforme con los criterios objetivos y materiales, con los รญndices de los economistas y las deprimentes conclusiones de los empรญricos, no entenderรก nada del drama intrรญnseco del perdedor radical. Se trata casi siempre de un hombre. Puede parecer trivial apuntar las razones de que esto sea asรญ, pero no estรก de mรกs seรฑalarlas. Para el que se atribuye a sรญ mismo una superioridad tradicionalmente incuestionada y no se ha resignado a que el plazo de esa primacรญa haya caducado, serรก infinitamente difรญcil asumir su pรฉrdida de poder. (No hace mucho que en los hogares alemanes existรญa un โcabeza de familiaโ.) Por todas estas razones, un hombre que se siente un perdedor radical se encuentra al borde de un precipicio imaginario que a una mujer le resultarรญa mรกs bien ajeno.
Sin embargo, lo que los demรกs piensen de รฉl, sean sus competidores o sus hermanos de tribu, expertos o vecinos, condiscรญpulos, jefes, amigos o enemigos, y sobre todo su esposa, no le es suficiente al perdedor para radicalizarlo. รl mismo tiene que aportar su grano de arena, tiene que convencerse de que realmente es un perdedor y nada mรกs. Mientras le falte esa convicciรณn, podrรก irle mal, podrรก ser pobre e impotente, haber conocido la ruina y la derrota; pero no habrรก alcanzado la categorรญa de perdedor radical hasta que no haya hecho suyo el veredicto de los demรกs, a quienes considera como ganadores. Sรณlo entonces โse desquiciarรกโ.
II
Nadie se interesa espontรกneamente por el perdedor radical. El desinterรฉs es mutuo. En efecto, mientras estรก solo (y estรก muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo: un durmiente. Si alguna vez llega a hacerse notar y queda constancia de รฉl, provoca una perturbaciรณn que raya en el espanto, pues su mera existencia recuerda a los demรกs que se necesitarรญa muy poco para que ellos se comportasen de la misma manera. Si abandonara su actitud, quizรก la sociedad incluso le ofrecerรญa auxilio. Pero รฉl no piensa hacerlo, y nada indica que estรฉ dispuesto a dejarse ayudar.
A muchos profesionales, el perdedor radical les sirve de objeto de estudio y medio de vida. Psicรณlogos sociales, trabajadores sociales, polรญticos responsables de asuntos sociales, criminรณlogos, psicoterapeutas y otros que no se autocalificarรญan como perdedores radicales, se ganan el pan de cada dรญa ocupรกndose de รฉl. Pero, aun poniendo la mejor voluntad, el cliente permanece opaco a sus miradas, pues su empatรญa topa con fronteras profesionales bien afianzadas. Por lo menos saben que el perdedor radical es de difรญcil acceso y, en รบltimo tรฉrmino, imprevisible. Identificar entre los centenares que acuden a sus consultas y despachos pรบblicos al individuo dispuesto a todo hasta las รบltimas consecuencias es una tarea que les desborda. Captan tal vez que no se encuentran ante un caso de asistencia social que pueda subsanarse por vรญa administrativa. En efecto, el perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme. Ese miedo es muy antiguo, pero hoy por hoy estรก mรกs justificado que nunca. Todo aquel que posee un รกpice de poder social intuye a veces la enorme energรญa destructiva que se encierra en el perdedor radical, y que no puede neutralizarse con ninguna medida, por buena que sea y por mucho que se plantee seriamente.
El perdedor radical puede estallar en cualquier momento. La รบnica soluciรณn imaginable para su problema consiste en acrecentar el mal que le hace sufrir. Cada semana salta a los periรณdicos: el padre de familia que primero mata a su esposa, luego a sus dos hijos y finalmente acaba con su propia vida. โNo se entiendeโ, โtragedia familiarโ, rezan las crรณnicas de sucesos. Otro caso conocido es el del hombre que de buenas a primeras se atrinchera en su piso despuรฉs de haber tomado como rehรฉn al arrendador que venรญa a cobrar el alquiler. Cuando por fin aparece la policรญa, empieza a pegar tiros a diestro y siniestro y mata a uno de los agentes antes de caer desplomado en el tiroteo. Se habla entonces de amok, un tรฉrmino malayo utilizado para designar esos ataques de locura homicida. El motivo que provoca el estallido suele ser del todo insignificante. Resulta que el violento es extremadamente susceptible en lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de los demรกs, mientras que los suyos son sagrados para รฉl. Basta con una queja de la esposa, la mรบsica demasiado alta del vecino, una discusiรณn en el bar o la cancelaciรณn del crรฉdito bancario; basta con que uno de sus superiores haga un comentario despectivo para que el hombre se suba a una torre y ponga en el punto de mira todo lo que se mueve frente al supermercado. Y no lo hace pese a que sino precisamente porque la matanza acelerarรก su propio fin. ยฟDรณnde habrรก conseguido la metralleta? Por fin, el perdedor radical, tal vez un padre de familia sexagenario o un quinceaรฑero acomplejado por el acnรฉ, es amo de la vida y la muerte. Despuรฉs โse ajusticia a sรญ mismoโ, como lo formula el presentador de las noticias, y los investigadores policiales se ponen manos a la obra. Se incautan de unas cuantas cintas de vรญdeo y unas anotaciones farragosas de diario. Los padres, vecinos o maestros no han notado nada. Es cierto que el chico ha tenido alguna mala calificaciรณn en su expediente escolar y que acusaba un carรกcter levemente retraรญdo; no hablaba mucho. Pero รฉsa no es razรณn para ametrallar a una docena de compaรฑeros de clase. Los peritos emiten sus dictรกmenes, los especialistas en crรญtica cultural desempolvan sus argumentos. Y tampoco puede faltar la alusiรณn al debate de los valores. Pero la investigaciรณn de las causas queda en agua de borrajas. Los polรญticos manifiestan su conmociรณn, y finalmente se decide que se trata de un caso singular.
La conclusiรณn es correcta, porque los autores de tales crรญmenes son personas aisladas que no han logrado relacionarse con ningรบn colectivo. Y al mismo tiempo es errรณnea, porque a la vista estรก que existen cada vez mรกs casos singulares de ese tipo. El hecho de que se multipliquen permite concluir que hay cada vez mรกs perdedores radicales. Esto se debe a las llamadas condiciones objetivas, muletilla que puede referirse al mercado mundial, al reglamento de evaluaciones o a la compaรฑรญa de seguros que no quiere pagar.
III
Quien desee entender al perdedor radical tal vez deberรญa profundizar mรกs en las cosas. El progreso no ha eliminado la miseria humana, pero la ha transformado enormemente. En los dos รบltimos siglos, las sociedades mรกs exitosas se han ganado a pulso nuevos derechos, nuevas expectativas y nuevas reivindicaciones; han acabado con la idea de un destino irreductible; han puesto en el orden del dรญa conceptos tales como la dignidad humana y los derechos del hombre; han democratizado la lucha por el reconocimiento y despertado expectativas de igualdad que no pueden cumplir; y al mismo tiempo se han encargado de exhibir la desigualdad ante todos los habitantes del planeta y en todos los canales de televisiรณn durante las 24 horas del dรญa. Por eso, la decepcionabilidad de los seres humanos ha aumentado con cada progreso.
โCuando los progresos culturales son realmente un รฉxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmoโ, observa el filรณsofo. โMรกs bien se dan por supuestos, y la atenciรณn se centra en los males que continรบan existiendo. Asรญ actรบa la ley de la importancia creciente de las sobras: cuanta mรกs negatividad desaparece de la realidad, mรกs irrita la negatividad que queda, justamente porque disminuye.โ1
Odo Marquard se queda corto; pues no se trata de irritaciรณn sino de rabia asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparaciรณn con los demรกs, que le resulta desfavorable en todo momento. Como el deseo de reconocimiento no conoce, en principio, lรญmites, el umbral del dolor desciende inevitablemente y las imposiciones del mundo se hacen cada vez mรกs insoportables. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada mejora que observa en los otros. La pauta nunca la proporcionan aquellos que estรกn peor que รฉl; a sus ojos, no son ellos a quienes continuamente se ofende, humilla y rebaja, sino que es siempre รฉl, el perdedor radical, quien sufre tales atropellos.
La pregunta de por quรฉ esto es asรญ contribuye a sus tormentos. Es incapaz de imaginarse que quizรก tenga que ver con รฉl. Por eso tiene que encontrar a los culpables de su mala suerte.
IV
ยฟQuiรฉnes son, pues, esos agresores anรณnimos y superpoderosos? Responder a esta punzante pregunta desborda a ese ser singularizado, reducido a sรญ mismo. Si no le sale al paso un programa ideolรณgico, su proyecciรณn no encuentra ningรบn objetivo social; lo busca y lo halla en el entorno cercano: el superior injusto, la esposa rebelde, los niรฑos vociferantes, el vecino maligno, el colega intrigante, la autoridad tozuda, el facultativo que le niega el certificado mรฉdico, el profesor que le pone malas notas.
ยฟY no habrรก tambiรฉn maquinaciones de un enemigo invisible y sin nombre? En este caso, el perdedor no tendrรญa que confiar en su propia experiencia y podrรญa echar mano de lo que ha escuchado en alguna parte. A los menos les es dado inventar una quimera aprovechable para sus fines. Por eso, el perdedor aprovecha el material que flota libremente en la sociedad. No es difรญcil localizar a los poderes conminatorios que le tienen ojeriza. Se trata generalmente de los inmigrantes, servicios secretos, comunistas, norteamericanos, multinacionales, polรญticos, infieles. Y casi siempre de los judรญos.
Semejante proyecciรณn es capaz de aliviar al perdedor por un tiempo, pero no puede calmarlo de verdad. Pues a la larga resulta difรญcil afirmarse frente a un mundo hostil y es imposible disipar total y absolutamente la sospecha de que pueda haber una explicaciรณn mรกs sencilla de su fracaso, a saber, que tenga que ver con รฉl, que el humillado es culpable de su humillaciรณn, que no merezca en absoluto el respeto que reivindica y que su vida no valga nada. Identificaciรณn con el agresor es como los psicรณlogos llaman a esa mortificaciรณn. Pero ยฟquiรฉn se aclara con esos conceptos peregrinos? Al perdedor no le dicen nada. Y si su vida ya no tiene valor, ยฟcรณmo van a preocuparle las vidas ajenas?
โTiene que ver conmigo.โ โ โLos otros tienen la culpa.โ Los dos argumentos no se excluyen. Al contrario, se retroalimentan segรบn el modelo del circulus vitiosus. Ninguna reflexiรณn puede liberar al perdedor radical de ese cรญrculo diabรณlico; de รฉl saca su inimaginable fuerza.
La รบnica salida a su dilema es la fusiรณn de destrucciรณn y autodestrucciรณn, de agresiรณn y autoagresiรณn. Por un lado, el perdedor experimenta un poderรญo excepcional en el momento del estallido; su acto le permite triunfar sobre los demรกs, aniquilรกndolos. Por otro, al acabar con su propia vida da cuenta de la cara opuesta de esa sensaciรณn de poderรญo, a saber, la sospecha de que su existencia pueda carecer de valor.
Otro punto a su favor es que el mundo exterior, que nunca quiso saber de รฉl, tomarรก nota de su persona desde el momento en que empuรฑe el arma. Los medios de comunicaciรณn se encargarรกn de depararle una publicidad inaudita, aunque sรณlo sea durante 24 horas. La televisiรณn se convertirรก en propagandista de su acto, animando de ese modo a los รฉmulos potenciales. Como se ha demostrado, particularmente en los Estados Unidos de Amรฉrica, ello representa una tentaciรณn difรญcil de resistir para los menores de edad.
V
Al sentido comรบn, la lรณgica del perdedor radical le resulta incomprensible. Aquรฉl apela al instinto de conservaciรณn, considerรกndolo un hecho natural, indiscutible e incuestionable. Sin embargo, esta nociรณn responde a una idea precaria, histรณricamente muy variable. Es cierto que ya los griegos se referรญan al instinto de conservaciรณn. Todo animal y todo ser humano estaban predispuestos, desde su nacimiento, a hacer lo posible para sobrevivir: asรญ lo enseรฑaban los estoicos. Tambiรฉn en Spinoza el concepto desempeรฑa un papel central. Habla de conatus, entendiendo por ello una fuerza que habita sin excepciรณn en todo ser viviente. Kant, en cambio, ofrece una lectura distinta: segรบn รฉl, no se trata de un instinto natural puro, sino mรกs bien de un postulado รฉtico. โLa […] primera obligaciรณn del hombre consigo mismo es, por su condiciรณn de bestia, la conservaciรณn de su naturaleza animal.โ2 De lo que Lichtenberg deduce: โQuรฉ deplorable es el hombre si todo debe hacerlo รฉl mismo; exigirle su autoconservaciรณn es exigirle un milagro.โ3 โY siempre he juzgado que un hombre cuyo instinto de conservaciรณn se ha debilitado tanto que se le puede reducir muy fรกcilmente, podrรญa asesinarse a sรญ mismo sin culpa.โ4 Hasta el siglo xix la obligaciรณn no se convirtiรณ en un hecho cientรญfico indubitable. Los menos lo veรญan de otra manera. โLos fisiรณlogos deberรญan pensรกrselo bien antes de afirmar que el instinto de conservaciรณn es el instinto cardenal de un ser orgรกnico.โ5 Pero la objeciรณn de Nietzsche siempre ha caรญdo en oรญdos sordos entre los que quieren sobrevivir.
Mรกs allรก de la historia de los conceptos, parece que la humanidad nunca ha aceptado que se haya de considerar la vida propia como el bien supremo. Todas las religiones primitivas supieron apreciar el sacrificio humano, y en รฉpocas posteriores los mรกrtires fueron muy cotizados. (Conforme a la fatรญdica mรกxima de Blaise Pascal, se debe โcreer sรณlo a aquellos testigos que se dejen matarโ.) En la mayorรญa de las culturas, los hรฉroes ganaron fama y honor por su desprecio a la muerte. Hasta las batallas de material de la Primera Guerra Mundial los estudiantes de bachillerato tenรญan que aprender el famoso verso de Horacio segรบn el cual es dulce y honroso morir por la patria. Otros afirmaban que lo necesario no era vivir sino dedicarse a la navegaciรณn, y todavรญa en la guerra frรญa hubo gente que gritaba โantes muerto que rojoโ. ยฟY quรฉ pensar, en condiciones absolutamente civiles, de los funรกmbulos, deportistas extremos, pilotos de carreras, investigadores polares y otros candidatos al suicidio?
Por lo visto, el instinto de conservaciรณn tiene poco fundamento. Asรญ lo avala ya tan sรณlo la notoria predilecciรณn transcultural y transepocal que nuestra especie ha mostrado por el suicidio. Ningรบn tabรบ y ninguna amenaza de castigo han podido disuadir a los humanos de quitarse la vida. No existe una medida cuantitativa de esa propensiรณn; todo intento de documentarla estadรญsticamente fracasa por la elevada cifra oculta.
Sigmund Freud intentรณ resolver el problema de forma teรณrica, desarrollando, sobre una incierta base empรญrica, el concepto del instinto de muerte. Su hipรณtesis se manifiesta mรกs claramente en la vieja y sabida conclusiรณn de que puede haber situaciones en las que el ser humano prefiera un final terrible a un terror โsea real o imaginarioโ sin fin. ~
Traducciรณn de Richard Gross
Este ensayo forma parte del libro Los hombres del terror. Ensayo sobre el perdedor radical, publicado por editorial Anagrama .