Una perspicaz teoría sostiene que las monarquías se acabarán extinguiendo por incomparecencia de los interesados. Lo que era un privilegio cuajado de ventajas se está poniendo muy poco apetecible: es probable que la infanta Leonor considere más atractivas la infancia y la adolescencia de su madre que las de su padre. Sometidos a un cada vez más implacable escrutinio público, con un margen de actuación muy limitado y poco poder real, la sangre azul empieza a ser una condena más que una ventaja. Entretanto, la que claramente ha decidido que merece un descanso es la generación de monarcas europeos que ha decorado las peluquerías durante los últimos treinta años, con la notoria excepción de la incombustible reina británica Isabel II.
El rey Juan Carlos ha sido la baja más reciente de ese club. De su reinado caben muchos balances, pero por resumir dejémoslo en dos datos: al año y medio de su acceso al trono el pce fue legalizado, y en el debate parlamentario sobre su abdicación se reclamaron sendas repúblicas para el País Vasco, Cataluña y Galicia, mientras se lanzaban duras críticas a su persona. Como en cualquier país normal, se dirá, olvidando que en noviembre de 1975 España no era un país normal. Eso es democracia y su llegada era inevitable, se objetará, olvidando que, aunque todos los caminos conducen a Roma, no todos llevan el mismo tiempo ni producen las mismas incomodidades. Y como propina: es una de las escasísimas figuras públicas que en este país se han disculpado por un error y se han retirado a tiempo.
El republicanismo que ha levantado la cabeza desde el anuncio de la abdicación parece adscribir al rey unos poderes muy considerables. Si así fuera, sería intolerable que el cargo no tuviera una legitimidad democrática. En realidad, en España la jefatura del Estado es principalmente una posición de representación institucional y función protocolaria: somos ciudadanos, no súbditos, y la soberanía reside en el Parlamento. No parece demasiado grave dejarla en manos del principio dinástico, y como se ha dicho hasta la saciedad estos días muchos de los países más avanzados presentan esta anomalía, sin que parezca que daneses, suecos u holandeses, por ejemplo, sientan que su democracia se resienta por ello.
Sí cabe elevar una cuestión: Juan Carlos carecía de una legitimidad de origen, pero la adquirió con el ejercicio. Desgraciadamente, el capital político de esa legitimidad adquirida ha sufrido un grave deterioro en estos últimos años. Su hijo podría optar por refrendar democráticamente su acceso a la corona y así conseguir esa legitimidad de origen, o tomar el camino más largo de demostrar con hechos que merece la magistratura. Parece en cualquier caso que tiene claro que un rey ha de ser útil y que, si deja de serlo, la institución deberá desaparecer.
La abdicación de Juan Carlos, unida a la muerte de Adolfo Suárez y las de otros protagonistas de la Transición, las secuelas de la grave y duradera crisis económica, el auge del soberanismo en Cataluña y la tentación hispana por tejer y destejer, como dice Santos Juliá, pone sobre la mesa el agrietado consenso constitucional. La fragmentación política, sobre todo de la izquierda, genera además unos incentivos perversos que fomentan la polarización. Pero un país no es una comunidad de vecinos, y no tiene sentido revisar periódicamente los acuerdos fundamentales sobre cómo nos gobernamos. Es curioso contemplar cómo se puede tener más apego por unos fueros de hace trescientos años que por una constitución de hace treinta y cinco. Sin duda hay mucho que corregir en nuestras instituciones, incluyendo la Constitución, y mucho que mejorar, pero las enmiendas a la totalidad no son la manera de avanzar por esa senda.
Circula la idea de que la Transición estuvo tutelada por el ejército y eso determinó ciertas opciones. Pero no se suele recordar que en octubre de 1982 la derecha liderada por Manuel Fraga obtuvo cinco millones y medio de votos, y olvidamos la necesidad de incluir a todos esos españoles en el nuevo sistema político. Esa fue la fuente principal de la cautela, y la razón de que se pudiera crear una democracia de todos bajo la guisa de una monarquía parlamentaria, algo que la República de los años treinta no pudo conseguir, atrapada entre los errores propios y los ataques ajenos. Si la Cultura de la Transición es algo, es la conciencia de que era necesario un esfuerzo de comprensión y un espíritu de pacto, no como señal de debilidad, sino como apuesta de futuro. El consenso no fue un punto de partida (no lo puede ser), sino un destino. El reto que se nos presenta es generar el marco y los incentivos que propicien que las reformas necesarias, muchas inaplazables, conciten el apoyo de los cuatro millones de votantes del pp y el millón largo de Podemos, por usar las cifras de las últimas elecciones europeas. Probablemente sea más útil y más inteligente para el país que el inminente Felipe VI contribuya a esa tarea que incluir su puesto de trabajo en la lista de cosas a cuestionar, no vaya a ser que tras este relevo el rey esté vestido y sea el niño quien muestre sus vergüenzas. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.