Ramón López Velarde conoció a Amado Nervo una noche de octubre de 1918, poco antes de que el autor de El bachiller partiera hacia Montevideo donde lo esperaba la muerte. Hubiera preferido no conocerlo pero no pudo evitarlo; solo una causa insuperable condujo al encuentro fortuito. “Amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura […] me resistí a hablar con él, por guardar su fantasma”. Para López Velarde la presencia física de Nervo aparecía secundaria ante la perpetuidad de su obra. Desvergonzadamente lo declaraba el poeta máximo de los nuestros. Un periodista fue a su casa en el Boulevard Jalisco de la Colonia Roma para darle noticia de la muerte de Nervo a la una de la mañana del 25 de mayo de 1819. “En aquella hora […] busqué en el cielo la Lira… No la encontré.” No sospecharía López Velarde, entonces, que solo lo sobreviviría por tres años y veintisiete días.
¿Cómo habrá sido su conversación la noche que se conocieron? Tendrían muchas cosas de qué hablar. Los dos eran clasemedieros de provincias más o menos ignotas: Nervo nació en Tepic, que hasta 1917 era cabecera de un territorio de Jalisco; López Velarde nació en Jerez, Zacatecas, cuya mayor distinción –a pesar de ser un “pueblo mágico”– reside en que López Velarde haya nacido ahí. Los dos estuvieron en el seminario. Nervo en Zamora, Michoacán, donde estudió Ciencias y Filosofía y Leyes. Luego volvió al seminario a estudiar teología con la intención de ser ordenado. López Velarde estudió Humanidades en el Seminario Conciliar de Zacatecas, y luego en el de Santa María de Guadalupe, en Aguascalientes. Posteriormente estudió Leyes en el Instituto de Ciencias Literarias de San Luis Potosí. Nervo ejerció su conocimiento del derecho en Mazatlán y López Velarde fue juez en un arrebolado pueblo potosino de nombre Venado. Se establecen en la Ciudad de México casi a la misma edad (con diez años de diferencia) y ambos publican su primer libro de poemas a los veintiocho años. Tal vez Nervo, al escuchar la postura extrañamente fascista e intimista de López Velarde, habrá pensado: “¡Pobre Patria que tiene hijos así!… ¿Qué va a hacer con tanto superhombre y con tan pocos hombres conscientes de sus derechos y de sus deberes?”
Habrán hablado todo esto antes de la cena. Con el estupor del digestivo y el habano, tal vez finalmente se hayan confesado su dolor mayor, su motivo poético de rompe y rasga. Ana Cecilia Luisa Daillez, el hogar del amor peregrino de Nervo, había muerto en 1912 y el poeta, para entonces, seguía batallando con los versos de La amada inmóvil, publicado póstumamente en 1922:
Con tu desaparición
es tal mi estupefacción,
mi pasmo, que a veces creo
que ha sido un escamoteo,
una burla, una ilusión;
que tal vez sueño despierto
que muy pronto te veré,
y que me dirás: “¡No es cierto,
vida mía, no me he muerto;
ya no llores…, bésame!”
López Velarde apenas comenzaba el luto por Josefa de los Ríos, su queridísima “Fuensanta”, a quien había pedido todas las lágrimas del mar. De ese luto surge la ironía negadora deZozobra (1919) y la mujer sublimada en patria del póstumo Son del corazón (1932):
Vive conmigo no sé qué mujer
invisible y perfecta, que me encumbra
en cada anochecer y amanecer.
[…]
Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.
Pero parece que no hablaron demasiado. Según López Velarde, la velada estuvo dominada por “una magnética señora, hecha de blanco, de negro y de verde”, que, “juntaba las miradas masculinas en su tricromía. Él [Nervo], monoplolizándola, nos privó de ella”. Ni que hacerle, jala más un rebozo, que un caballo brioso…
Este efímero encuentro entre el poeta más popular de la historia de nuestras letras y el dictador perfecto de la seductora y Suave Patria, se repite todos los días al centro de la Ciudad de México. Sus calles son paralelas en la Colonia Agricultura. Las unen Sabino y Naranjo. Nervo se queda en la esquina con Sabino:
–Sabino peregrino
que contempla en las vivas
transparencias del agua vocinglera
todas las fugitivas
metamorfosis de su cabellera,
peregrino sabino!
López Velarde se queda en su casa desierta, esquina con Naranjo:
El naranjo medita. En el momento
en que estoy en tu alcoba, la almohada
me dice que en la noche prolongada
tu rostro tibio la dará contento.
Honda es la paz… Pero la angustia crece
al mirar que no vuelves. Hace ruido
el viento entre las hojas, y parece
que en el patio se quejan los difuntos…
¡Es el naranjo, que al temer tu olvido
me está invitando a que lloremos juntos!
Raíces entrelazadas debajo de la tierra, tan extrañas por fuera como ajenas a nosotros.
Antropólogo. Doctorando en Letras Modernas. Autor de dos libros de poesía. Bongocero. Nace en 1976. Pudo ser un gran torero pero...