No puedo negar el placer malsano que me proporcionó la noticia de que el difunto periodista Ryszard Kapuscinski trabajó para los servicios secretos polacos, según acusaciones del revanchista gobierno conservador que actualmente gobierna el país europeo.
Soy periodista y he debido escuchar unas 150 millones de veces de maestros, colegas y hasta subalternos sin ortografía que “el maestro Kapuscinski” era poco menos que el Dios de la ética, el baluarte inquebrantable del bien, la vara moral con la que serán medidos todos los reporteros del planeta el Día del Juicio. Ver cuestionada esa idolatría, así sea por politicastros de derecha como los que hoy día gobiernan Polonia, me reconforta: el periodismo debería poner en tela de juicio lo que fuera.
Sería necio restarle méritos a los excelentes libros de crónicas de Kapuscinski; sería también lerdo iniciar un debate malintencionado para tratar de que su imagen termine deviniendo la de un malvado del serial de James Bond, un tovarich desalmado que desde luego nunca fue. Pero me parece sano que se discutan las implicaciones de la colaboración, obligada y todo, del “maestro” con la tiranía comunista de Varsovia que le tocó vivir.
A mí, personalmente, me gusta más como personaje el Kapuscinski reprimido por el sistema, el hombre asustado que debe reescribir notas para que pasen la censura y que se resigna a espiar ineficazmente los países que visita —el informe que se hizo público consigna que fue un colaborador “cooperativo pero que dio pocos informes útiles”—, escabulléndose de sus patrones y pergeñando su obra en la oscuridad, que el santurrón ente del bien que nos proponen sus fans, que parecen ambicionar una monstruosa réplica de izquierda del también difunto papa Juan Pablo II…
Es una vileza, sí, juzgar con ligereza la moral de alguien que actuó bajo coacción. Pero la pretensión de cerrar el debate con frases como “al maestro no se le toca ni con el pétalo de una sospecha” es hacerse tonto solo.
A Kapuscinski hay que leerlo, discutirlo y repensarlo. Nunca deificarlo, institucionalizarlo y “perdonarlo” del pecado de no ser el soporífero titán de la moral que nos vendían. Mejor espía inofensivo que gurú odioso.
– Antonio Ortuño