El tercer hombre

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Hace unos meses en el Instituto Cervantes de Nueva York, Harold Bloom leyó una ponencia sobre Cervantes y Shakespeare. Para Bloom estos dos autores comparten la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el Renacimiento hasta nuestros días. La diferencia radical entre ellos es que Shakespeare nos enseña a hablar con nosotros mismos y, en cambio, Cervantes nos enseña a hablar entre unos y otros. Aunque ambos construyen realidades capaces de darnos cabida a todos, Hamlet es, en definitiva, un individuo indiferente hacia sí mismo y hacia los demás, mientras que el hidalgo español es un hombre que se preocupa por sí mismo, por Sancho y por quienes requieren ayuda.
     “En sus obras Shakespeare no aparece, ni siquiera en sus sonetos. Es esa casi invisibilidad la que anima a esos fanáticos que creen que cualquiera menos Shakespeare escribió las obras de Shakespeare. Cada cierto tiempo se descubre un nuevo autor de Troilo y Crescida, Medida por medida, Othelo, La tempestad. Que yo sepa, el mundo hispánico no da refugios a ningún aquelarre que se esfuerce por demostrar que Lope de Vega o Calderón de la Barca escribieron Don Quijote. Cervantes habita su gran libro de manera tan omnipresente que necesitamos darnos cuenta de que contiene tres personalidades excepcionales: el caballero andante, Sancho y el propio Cervantes”. Hasta allí Bloom.
     ¡El propio Cervantes, sí, el tercer hombre! Un Cervantes de quien no sabemos casi nada, de quien hay sólo dos retratos, uno en la Real Academia Española de la Lengua y otro en una colección privada, pero se sospecha que no sean auténticos. No hay cartas, ni papeles íntimos, ni libros que estuvieran en su biblioteca. Pero su presencia es inmensa.
     Comencé a leer el Quijote en la adolescencia y voy ya en la quinta lectura, y conozco las Novelas Ejemplares y los Entremeses, nada más, pero con frecuencia los leo. De su vida sólo sabía que había nacido en Alcalá de Henares, que fue herido en una mano en la batalla de Lepanto, que pasó algunos años cautivo en Argel, que al regresar, ya libre en España, se dedicó a las letras y que el Quijote lo volvió famoso.
     Las biografías de Cervantes por lo general, tanto en España como en otras partes, suelen presentarlo como un santo, un héroe, un mártir, o todo a la vez. Una de las más interesantes es la del francés Jean Canavaggio, excelente hispanista especialista en Cervantes, en quien ampliamente me apoyo; tiene la cualidad de destacar las interrogantes más que las afirmaciones. De su padre, un cirujano mediocre y derrotado, se puede conocer el itinerario de su vida. Va de ciudad a ciudad para ejercer su oficio. Algunas veces cayó en prisión por deudas. Por las actas judiciales y notariales se podrían seguir todas sus rutas. Es imposible saber si sus hijos vivían con él o con algunos familiares. En cambio la primera señal de su hijo Miguel fue de 1568; a sus veintiún años aparecieron cuatro poemas con su nombre en una relación oficial de las exequias de Isabel de Valois, esposa de Felipe II. Al año siguiente, una provisión real ordenaba a los alguaciles aprisionar a un joven llamado Miguel de Cervantes, condenado a cortársele públicamente la mano derecha y a ser desterrado por diez años del reino. Fue por un duelo. Poco después aparece en Roma al servicio de Giulio Acquaviva, un jovencísimo cardenal, según Juan Goytisolo de mala fama, quien lo protegió y lo hizo ayuda de cámara. Un año después abrazó la carrera de las armas. Es magullado en Lepanto, donde sufrió la herida de una mano y otras heridas del pecho. Inmediatamente se le nombró soldado aventajado para que pudiera cobrar rápidamente un sueldo más alto. Residió en Italia durante cinco años. Vivió el final del Renacimiento y el inicio de la Contrarreforma. En España, Italia y Austria se clausuraba paulatinamente la experimentación filosófica y científica, agostando todas las libertades. En el prefacio de La Galatea, su primera novela, después de una década, recuerda las conversaciones iluminadas en el Palacio de Acquaviva. La novela fue dedicada al príncipe Colonna, un íntimo amigo del cardenal. En cada sesión la conversación recaía en torno de la dignidad del hombre y las ideas sobre la armonía del hombre y la naturaleza propugnadas por los humanistas italianos. Según Manuel Durán hablarían de Campanella, Bruno, Paracelso, quienes elaboraron sus propias teorías científico-filosóficas sobre las artes mágicas. Recordarían que Pico de la Mirándola estaba convencido de que la magia, la cábala y la religión estaban unidas por lazos indisolubles. Veinte años después, la Contrarreforma habría arrasado aquel clima de libertad cultural. Algunos humanistas se exiliaron en los países protestantes, otros se volvieron invisibles, otros más fueron quemados en las plazas públicas o se pudrieron en las salas de tortura de la Inquisición.
     Cervantes fue un lector insaciable. En Italia leyó, sobre todo, a Ariosto, Tasso, Bocaccio, Petrarca y Bandello. Cinco años después de llegar a Roma trató de volver a su país, con una cultura amplia y refinada y con una experiencia vital más intensa. Probablemente la persecución por el duelo estaría anulada. De camino a España es hecho prisionero por los berberiscos frente a la costa de Cataluña. Cinco años estuvo cautivo en Argel. Al llegar a tierra, los pasajeros y marineros de la fragata en que viajaba fueron repartidos en los mercados de esclavos. Cervantes no sufrió esa humillación; el capitán de la nave, Dalí Mamí, un griego converso, amigo del gobernador de Argel, lo eligió como esclavo personal. Al revisar el equipaje del cautivo el capitán encontró algunos documentos con varios sellos oficiales, los hizo traducir y para su sorpresa encontró dos cartas de recomendación firmadas una por don Juan de Austria, el hermano bastardo de Felipe II, el héroe de Lepanto, y otra del Duque de Sessa, dos grandes de España. Esas firmas prestigiosas lo salvaron de hacer cualquier trabajo. Dalí Mamí, persuadido de que tenía en las manos a un personaje excepcional de la nobleza española, le puso como precio de su rescate la exorbitante suma de quinientos escudos de oro. La historia que cuenta el cautivo en el Quijote está compuesta por pasajes autobiográficos: “Yo estaba encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran a los cautivos cristianos, así los que son del rey como los de algunos particulares. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma”.
     Uno de los testigos que declararían en su favor, al ser liberado cinco años después, insistió en sus excelentes relaciones con la elite de sus compañeros, “toda la flor de los cristianos cautivos de Argel”, sacerdotes, magistrados, religiosos de varias órdenes, gentilhombres, oficiales y demás servidores de Su Majestad. Todos ellos lo respetaban, salvo unos cuantos que lo detestaban virulentamente por saber que tenía relaciones con renegados y moros ricos, como su amo y su familia y altísimos funcionarios.
     En esa abierta sociedad argelina adonde llegó Cervantes aparecen una serie de minorías nacionales diferenciadas hasta el extremo: corsarios renegados originarios de toda la cuenca del Mediterráneo y representantes de “todas las naciones cristianas”, en medio de un mundo abigarrado de artesanos moriscos, de tenderos renegados, y una colonia judía. Esas minorías mantenían relaciones extremadamente complejas, como aparecen en las ficciones cervantinas; nos proponen una visión poco maniqueísta y permiten vislumbrar lo que la España inquisitorial ignoraba: la cohabitación pacífica de diversas comunidades.
     En los años que estuvo cautivo en Argel Cervantes trató cuatro veces de escapar con otros colegas, pero nunca lo logró. Casi todos los evadidos fueron castigados terriblemente, empalados, mutilados, otros, los menos, fueron sometidos en los baños a golpes, hambre y cadenas para siempre. Un cronista de la época, fray Diego de Haëdo, escribe sobre el último intento de fuga de Cervantes; la meta era llegar a Orán, entonces territorio español, con un moro como adelantado. “El dicho moro, llevando las cartas a Orán, fue tomado de otros moros y sospechando del mal por las cartas que le hallaron, le prendieron y le trajeron a Argel a Hasán-Bajá, el rey, quien, vistas las cartas y la firma y nombre del dicho Miguel de Cervantes, al moro mandó empalar, el cual murió con mucha constancia, sin manifestar cosa alguna; y al dicho Miguel de Cervantes mandó dar dos mil palos”, y otra crónica dijo: “Hasán-Bajá jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra; y por la menor cosa de muchas que hizo temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez”. Lo extraño fue que Hasán-Bajá no sólo le salvó la vida, sino que lo encarceló en su mismo palacio, y cuando su dueño, Dalí Mamí, regresó de un viaje, Hasán le compró su esclavo por el precio inicial de quinientos escudos de oro.
     Durante el cautiverio de Argel fue uno de los escasos españoles que tenían tratos con renegados, unos fabulosamente ricos, otros poderosos como el mismo rey Hasán-Bajá. Los renegados con quienes conversaba eran por lo general de su misma edad o aún más jóvenes; su vida era suntuosa y gozaban los muchos placeres que ofrecía Argel. Procedían de Europa del Sur, españoles, venecianos, griegos, albaneses, sicilianos y chipriotas; como Cervantes, habían sido cazados en el mar. Al poco tiempo de llegar se hicieron mahometanos, casi siempre por insistencia de sus dueños y se convirtieron en hombres libres, y luego opulentos y poderosos. Podría uno imaginar sin mayor dificultad que el joven Cervantes, protagonista ya de tantas aventuras desde su fuga de Madrid, sumara una más, e imitando a los jóvenes renegados en Argel se volviera un descreído, verdadero o falso. Bastaría decir “creo en Alá, en Mahoma y el Corán”, sin ser cierto, hacer abluciones y arrodillarse cuando cantaba el muecín desde lo alto de un minarete y peregrinar una vez en su vida a La Meca. Tal vez, cuando se le acercaran esas visiones recordaría Lepanto, la más grandiosa batalla donde por primera vez los cristianos derrotaron a los turcos, que le costó la inmovilidad de una mano, o temería sustituir poco a poco el castellano con que escribía sus poemas por esa lingua franca compuesta de la suya y el árabe, el italiano u otros idiomas, que seguramente no sería apta para la lírica, o, tan sólo, sentiría vergüenza hacia sus padres o nostalgia de su patria y sus amigos. Y entonces se aterrorizaría y “durante días y días componía versos en alabanza de Nuestro Señor y de su bendita Madre y del Santísimo Sacramento y otras cosas santas y devotas, algunas de las cuales comunicó particularmente conmigo y me las envió que las viese”, como dijo el doctor Sosa, uno de los testigos que declararían en su favor, al ser al fin liberado. Esos poemas místicos, fueran perfectos o torpes, y las largas horas de rezos serían un contrafuerte a cualquier tentación y cuando ya eso no era suficiente tramaría planes de fuga y los pondría en acción con un afán desesperado de libertad, para terminar siempre en una derrota total.
     En agosto de 1580 dos monjes trinitarios llegaron a Argel para rescatar a un centenar de cautivos, puestos en venta por Hasán-Bajá. El término de su gobierno había concluido y preparaba su retorno a Constantinopla. Las negociaciones habían llevado seis meses. La familia de Cervantes sólo pudo conseguir doscientos ochenta escudos, las dotes de sus hermanas, por cierto; los otros doscientos veinte los consiguieron los trinitarios del fondo general de su orden y de los mercaderes cristianosinstalados en Argel. El 24 de octubre se embarca con otros cautivos. Su cautiverio duró cinco años y unos días más. Llegó a los veintisiete años y salió a los treinta y dos. Las últimas semanas en Argel fueron infernales. Un dominico, Juan Blanco de Paz, enemigo acérrimo de Cervantes, al enterarse de que podría ser rescatado y volver a España, inició una violenta campaña de difamación en su contra. Era una acusación sobre “cosas viciosas y feas, y demasiada cercanía a los musulmanes”. La amenaza era grave, porque se suponía que Blanco de Paz era comisario de la Inquisición y la inculpación de “cosas viciosas” podía implicar la sodomía, costumbre natural en Argel. Los frailes trinitarios requirieron una rápida información sobre la vida en cautiverio del acusado, sus ideas, prácticas cristianas, conducta moral, costumbres, intimidad, etcétera. Se hizo un juicio. Doce testigos de alta reputación elogiaron su ortodoxia cristiana, su fervor, su respeto a los compañeros, y lo consideraron como un individuo “casto y recogido”.
     En la parte final de Persiles y Segismunda, ya casi antes de morir, Cervantes crea un par de estudiantes vagabundos, dos falsos cautivos que abusan a los campesinos de un pueblo castellano con el relato de sus desgracias entre los moros. El alcalde, un auténtico liberado de Argel, oye sus mentiras y les proporciona algunos detalles verídicos para permitirles engañar mejor a la gente en el futuro. “Esta ironía final, escribe Jean Canavaggio, nos muestra hasta qué punto Cervantes, en el crepúsculo de sus días, ha despertado de sus sueños de antaño. Pero de lo que no renegará nunca es de la lección que sacó de su experiencia argelina. No sólo le abrió horizontes nuevos; le ayudó con el contacto de la adversidad a revelarse a los demás, tanto como a sí mismo. Por ese motivo fue el crisol en que, después de Lepanto, se forjó su destino personal”.
     Por eso mismo, el autor del Quijote le recuerda al lector treinta veces en ese libro que la historia que lee es una obra escrita por un árabe, el enigmático Cide Hamete Benengeli.
      
     II
     No sabemos nada de la niñez y adolescencia de Cervantes, sólo que su padre era un cirujano que roza casi siempre la miseria. No cursó ninguna Universidad. La primera vez que su nombre aparece en letra de imprenta está al lado de unos poemas mediocres.

Tenía ya veintiún años. A esa edad un joven ya tendría un oficio, pero el de él no lo conocemos. Al año siguiente, después de un duelo es perseguido. De pronto aparece en Roma protegido por un joven cardenal, que había viajado a España para estar presente en los funerales de la reina. Tal vez allí se conocieron y el joven español fue disfrazado a Roma. El cardenal tenía casi la misma edad y le presentó a sus amigos, uno de ellos, el príncipe Ascanio Colonna, a quien años después él dedicó su primer libro, La Galatea. En 1571 se hace soldado, y su primera batalla, la de Lepanto, deja su mano para siempre inamovible. Pasa en Messina una larga convalecencia. Sigue siendo soldado baldado en Nápoles y Sicilia. En 1575, trató de volver a España, pero su nave fue atacada por los árabes. Durante cinco años es cautivo de ellos. Lleva en su equipaje cartas de recomendación de don Juan de Austria, el hermano bastardo de Felipe II, y del duque de Sessa. El capitán supone que era un personaje importante en la corte y que sus familiares pagarían un alto precio por su rescate. En Argel se movía con facilidad entre todos los cautivos cristianos esperando rescate, caballeros de grandes familias y oficiales de alto grado, pero también con renegados opulentos y poderosos.
     Que un joven pobre, como Miguel, sin haber logrado llegar a la universidad, ni ser un militar de carrera, se moviera entre aristócratas, cardenales y magnates me resulta casi inconcebible. ¿Qué atractivo tenía para ellos, aún hasta para salvarlo de la prisión? Su vida está colmada de incógnitas. Hay largas temporadas que nadie tiene noticias de él. Cada acto suyo es una figura elíptica, cada respuesta es sólo conjetural. Cuando uno cree que llegó a tierra firme surge una neblina que diluye las aristas. Todo lo que poseemos es relativo, con él las cosas por lo general tienen un revés. La única certeza, y esa va a llegar mucho después, es que será un escritor genial.
     La ilusión de una nueva vida que le esperaba en España se evaporó poco a poco. Se dirigió de inmediato a Portugal, donde Felipe II había sido coronado. La corte estaba en Lisboa. Encontró allí amigos conocidos en Italia, y ninguno de ellos lo ayudó para procurarle un puesto, salvo una visita corta a Orán, propiedad española, gracias a su conocimiento del mundo berberisco. Al regresar a España escribió unas cuantas obras teatrales. Se casó con Catalina de Salazar, él de treinta y siete años y ella de dieciocho. Escribió entonces una parte de su novela pastoril, La Galatea, que anunciaba de seis partes; las cinco posteriores no existieron. Y hasta 1602 no volvió a escribir. En esos años ejerció horrendos oficios de comisario de abastos, o cobrador de alcabalas y otros impuestos en Andalucía. Cuando envió una brillante hoja de servicios a Felipe II con un memorial donde solicita un empleo en las Indias, la negativa fue cortante: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Juan Goytisolo, en un artículo reciente en Babelia, escribe que el rechazo tan tajante a esa petición y a cualquier otro destino respetable en el reino es fruto de la acusación de Blanco de Paz archivada en los registros de la Inquisición, las dos graves culpas, el nefando vicio y la sangre judía en las venas, acusaciones fortalecidas por Quevedo. Cervantes no era un hombre capacitado para el manejo de dineros y fue encarcelado en Castro del Río por unos cuantos días (1592), y por tres meses en la cárcel de Sevilla en 1602. Allí concibió el Quijote, que publicó en 1605; parecería ser la primera señal de un feliz nuevo tiempo; pero no fue así, días más tarde de salir el libro, un caballero fue asesinado ante la puerta del escritor. Un juez ordena la detención de todos los vecinos, entre ellos Cervantes, su mujer, sus hermanas Andrea y Magdalena, Constanza, hija natural de Andrea, e Isabel, hija natural del escritor (o de su hermana Magdalena). El encarcelamiento duró sólo un día; pero en las declaraciones del proceso se revela la moralidad del hogar del escritor, en donde entraban caballeros a todas horas de noche y de día. Fue un escándalo.
     A los cincuenta años Alonso Quijada, o Quijano, un hidalgo de mediana posición, decide cambiar de vida y transformarse en caballero andante. “De mí sé decir que soy un caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos.” En cambio, su creador, Miguel de Cervantes, decidió cambiar, pero para volver a su primera profesión, la literatura. En la prisión de Sevilla, entre la más inmunda escoria de la sociedad, comenzó a esbozar algunas partes de una novela, don Quijote, y siguió trabajando ya en libertad con tal pasión y esfuerzo como su protagonista. Logró escribir una obra de excepcional grandeza. Hasta el último día de su vida, a los sesenta y nueve años, no dejó ya de crear obras maestras. Es extraordinario que algún autor en aquella época recomenzara el oficio de escritor abandonado treinta años atrás. Shakespeare a los cuarenta y nueve volvió a Strattford, su pueblo natal, sin escribir ya más.
     El Quijote es una obra maestra, aunque los españoles cultos no lo lograran entender durante mucho tiempo. La forma, la estructura, los personajes, el tema de la locura son novedosos, eso ya la haría interesante, pero el Quijote es otra cosa, es la obra de un escritor genial, un escritor que ha tejido todas las fases de su vida, la Italia renacentista, los cuarteles, los hospitales, el frente de batalla, los baños de Argel, la muchedumbre de personas de diversas naciones y sus idiomas, las miles de leguas en mula recorridas en treinta años de trabajos humillantes, las lecturas, las exaltaciones, todo eso y muchísimo más que se mueve en el interior de su ser. Invisible, se convierte en el tercer personaje al que aludía Harold Bloom junto al Quijote y Sancho Panza.
     A finales de la Edad Media surgieron las novelas de caballería, las pastoriles y las picarescas. En el Renacimiento aparecieron obras maestras en cada una de esas corrientes novelísticas. Cervantes aprovechó y mezcló los procedimientos característicos de esos géneros narrativos, pero incorporados en su escritura se transformaban, como en Rinconete y Cortadillo o El coloquio de los perros, en parodia y crítica del mundo. El Quijote es eso, pero alimentado de miles de recursos literarios y filosóficos.
     El eje de la novela parece consistir en una tensión entre locura y cordura. Los protagonistas dialogan durante todo el libro. Don Quijote y Sancho pocas veces se separan; riñen y se concilian; hay una historia de fidelidades e infidelidades de Sancho, que constituye uno de los aspectos más reveladores del libro. Llega un momento, como todos sabemos, en que Sancho habla como don Quijote, y en que don Quijote no puede existir ya sin Sancho.
     Por lo general sus andanzas terminan en desastres, los caminos se extravían a cada momento, en cada aventura el cuerpo de don Quijote yace descalabrado, apaleado, pateado, con huesos y dientes rotos, en charcos de sangre. Esos acontecimientos hacían reír a sus contemporáneos, que lo leían para divertirse. Lo cómico allí es lo aparente, el fruto de la demencia. En el subsuelo del lenguaje se esconde el espejo de una época inclemente, un anhelo de libertad, de justicia, de saber, de armonía. Cervantes fue desde joven un admirador de Erasmo y por eso intuye que la superioridad de la vida interior vencerá al fin a la vacuidad de un culto exterior.
     Los románticos del XVIII concibieron esa visión. Don Quijote se transforma de loco o payaso en un protagonista universal de la justicia, el honor, la libertad, casi la santidad. Friedrich Schelling escribe: “La idea absoluta de don Quijote es la lucha del ideal contra la realidad, que domina la obra entera a través de las más diversas variaciones. A primera vista, el hidalgo y el ideal parecen derrotados, pero ello es sólo aparente, pues el triunfo absoluto del ideal es el que se desprende del conjunto de la obra”.
     Así, la locura se convierte en una variante de la libertad. La libertad que define en el Quijote:
     “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre, por la libertad así como por la honra se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
     No sólo glorifica la libertad sino que la propaga:

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se declaraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley delencaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y se les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra”.

Salvo las seis o siete disparatadas últimas líneas que descienden a celebrar la orden de los caballeros andantes, el discurso de don Quijote sería casi un fragmento de La ciudad del sol, la utopía de Campanella, a quien recluyeron varios años atormentándolo hasta ejecutarlo en las cárceles de la Inquisición.
     Y está el capítulo donde Sancho Panza encuentra a Ricote el morisco y éste le relata todos los sufrimientos de él y su familia en el extranjero debido al edicto del rey de desterrar a cientos de miles de su raza; Thomas Mann se asombró del valor de Cervantes para tocar ese asunto, que entonces era muy reciente, y de que en la novela llegase a permitir hablar de la “libertad de conciencia”.
     Quizás estos atrevimientos la Inquisición y la censura oficial los dejaron pasar en el libro por ser cosas de orates.
     La libertad la ejerce también Cervantes en la estructura de el Quijote. Las novelas de la época: la picaresca, la pastoril y la de caballería eran lineales y seguían cánones cerrados. La novela de Cervantes tiene la virtud de integrar de otro modo los procedimientos de aquéllos y fundir las realidades complejas de la vida íntima, biográfica y social en un único orbe novelesco. La demencia le ofrece un marco propicio y la imaginación lo potencia. Hay espléndidas novelas cortas esparcidas en el viaje de don Quijote y Sancho, alguna sin relación con la trama, por ejemplo, una oscura y hermosa historia de amor y muerte, “El curioso impertinente”, sucede en la lejana Florencia; un sacerdote la encuentra en una venta y es leída a los viajeros y los mozos de servicio. Otras veces surgen de pronto monólogos filosóficos, discusiones sobre literatura y teatro en términos académicos. Don Quijote y Sancho se sorprenden porque de pronto existe ya un libro que relata sus aventuras, y ellos comentan si el autor es realidad o ficción. Es dificilísimo para un autor armonizar una trama donde la tragedia o la crueldad estén integradas también al carnaval, la parodia y la caricatura. Y aún más arduo, que esas infinitas imbricaciones logren un resultado de esplendor, de grandeza y de verdad.
     El Quijote es una obra que se adelantó a su época. No hay una corriente literaria importante que no le deba algo: las varias ramas del realismo, el romanticismo, el simbolismo, el expresionismo, el surrealismo, la literatura del absurdo, la nueva novela francesa, y muchas más, tienen las raíces en la novela de Cervantes. Víktor Sklovski, en 1922, escribió que la novela no sólo era la más nueva en la época de Cervantes, sino que en el siglo XX, en la época de las vanguardias, seguía siendo la más moderna. –

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