En Chile lo llaman el terremoto hipócrita. Y ciertamente un visitante distraído puede pasear por el centro de Santiago y sus zonas residenciales de clase media y alta sin notar apenas que aquí tembló la tierra como pocas veces lo ha hecho en la historia de los registros sismográficos. Años de entrenamientos, varios terremotos importantes anteriores y un desarrollo innegable nos hicieron creer a los chilenos que este sería una catástrofe casi sin victimas, un desastre natural que se saltaría del todo el factor humano. Como muchas, como demasiadas cosas en Chile, el desastre es sutil y muchas veces invisible pero esta ahí, agazapado en nuestra ansia de ser y parecer normales, es decir de primer mundo.
Es justamente su invisibilidad el mayor peligro que encierra este desastre a la chilena. Así, muchos de los edificios que conservan sus fachadas intactas abrigan dentro grandes grietas que los hacen inutilizables. Lo mismo se puede decir del país en general: la fachada ha quedado más o menos intacta, la estructura no se ha desmoronado, pero muchas de las grietas ocultas del país se han hecho más profundas e inevitables ahora.
Vivir, como me tocó hacerlo, las secuelas de los dos más importantes terremotos de lo que va del siglo es recorrer la amplitud de un arco. Si en Haití todo es imagen, evidencia, horror, asombro, en Chile todo es sutileza, rumores, cifras y paradojas. Si en Haití, donde me toco ver familias enteras espantando las moscas lejos de los muñones de sus familiares, el horror hizo lo posible para mostrarse en toda su magnitud desde el primer día, en Chile todo ha sido extrañamente lento, oculto, tanto que cuesta a veces recordar la magnitud del desastre. Si en Haití todo lo antiguo cayó para siempre en el primer segundo del terremoto, en Chile es justamente lo nuevo, los edificios para la clase media ascendente, el aeropuerto y su orgullosa decoración que quería ser moderna e internacional, las carreteras recién inauguradas, lo primero en caer.
Los contrastes se multiplican en todos los aspectos de ambos terremotos. Si en Haití fue la capital la que quedó devastada, en Chile es justamente la provincia, la olvidada provincia donde el desarrollo apenas ha permeado la población, la que sufre sin ser capaz aún de contar sus muertos. Si los supermercados de Puerto Príncipe fueron verdaderas trampas mortales, los de Concepción son hoy el objeto de extraños saqueos donde los ladrones se llevan televisores y comida mostrando a la cámara que los enfoca que tienen el dinero en sus manos para pagar lo que se llevan pero no encuentran quién se los venda.
Chile no es Haití, pero tampoco es Suecia o Suiza como quisiera creer. Esta entre medio, en un purgatorio particular donde las estructuras resisten pero los adornos caen peligrosamente, en el que las fachadas quedan en pie pero los muros interiores dejan aparecer grietas profundas. En Chile hay regiones enteras olvidadas a las que nunca se les dio ni hospital ni carretera pero también edificios nuevos que prometen el mismo estilo de vida de la clase alta con materiales de segunda categoría. Como sucede con los ingresos y los impuestos, el miedo, la paranoia y el hambre no son moneda corriente a la hora del desastre, pero están innegablemente mal repartidos. Mientras gran parte de Santiago recupera ya la luz, el agua y sus casas medianamente intactas, muchos de los que intentaron replicar ese estilo de vida ven encarnada en sus casas la profunda desprotección en que viven. Desabrigados en edificios que tienen la apariencia del lujo, viviendo demasiado lejos de donde se toman las decisiones, el terremoto les ha recordado no sólo la fragilidad de nuestra vida, sino la particular fragilidad del llamado “milagro chileno”.
– Rafael Gumucio
(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.