En este pasado mes de mayo se produjo un incendio de gran importancia para el arte actual, un incendio “devastador”, como dirían Bouvard y Pécuchet. Ardió buena parte de la colección particular de Charles Saatchi almacenada en los hangares de la compañía Momart, en Londres. Allí guardaban también sus colecciones otros inversores que especulan con el Brit Art (Arte Británico), apodado High Art Lite (“Gran Arte Ligero”) por su más notorio analista, Julian Stallabrass.
En el incendio han sucumbido cientos de obras, alguna de las cuales pertenecía ya a la categoría de “pieza histórica”. Así, por ejemplo, ha sucumbido la célebre Every One I Have Ever Slept With. 1963-1995, de Tracy Emin. Se trataba de una tienda de campaña en cuyo interior la artista había bordado amorosamente docenas de nombres de gente con la que, en efecto, “se había acostado” entre 1963 y 1995. Muchos críticos de la época lo tomaron por un insolente desplante feminista, una exhibición de machismo hembra. En realidad, entre los nombres bordados figuraban su hermano, varios familiares, muchos amigos gay, e incluso dos abortos. La destrucción de la obra ha desolado a la artista, la cual dice ser incapaz de repetirla.
La pérdida de obras de arte famosas no ha preocupado a los críticos británicos, los cuales odian a Saatchi y desprecian a los artistas de su cuadra. Sin embargo, no ha habido periódico que no haya comentado la elevada indemnización del seguro (se dice que unos quince mil millones de pesetas) y han insinuado la posibilidad de que Saatchi precisara dinero fresco. Una de las paradojas del arte actual es que, dado su alto precio, una venta súbita y masiva debilita la confianza en el grupo artístico y lo deprecia porque parece anunciar un cambio de tendencia. Ya le sucedió a Saatchi en una ocasión, al comienzo de su carrera de especulador artístico (lo cuentan Hatton & Walker en su malévola biografía Supercollector), y sin duda no volverá a ocurrirle. ¿Cómo puedes cobrar de inmediato pero sin vender una pieza de tu colección? La insinuación periodística añade otro capítulo a la atractiva vida de este sigiloso judío iraquí, nacido en Bagdad en 1943. Por cierto que en Iraq el nombre Sa’atchi significa “traficante”.
Desde sus comienzos, las operaciones de Saatchi han ligado publicidad y arte (su empresa de publicidad es una de las más poderosas del mundo) de un modo indisoluble. El tratamiento descaradamente mercantil de obras y artistas puede compararse con la similar transformación de algunos deportes. Nada tiene que ver el actual espectáculo del futbol y su movimiento masivo de capitales con aquel bello juego que desapareció hacia los años ochenta. Lo mismo ha sucedido con el arte. Saatchi comprendió que el valor artístico y el comercial son parámetros heterogéneos. La calidad artística y el precio de mercado sólo por pura casualidad pueden coincidir, pero la experiencia de los últimos doscientos años (los mejor documentados) indica que esto es excepcional. Los mejores productos son escasamente valorados en su momento.
Persuadido de que la llamada “posmodernidad” no era sino la aceptación universal del fin de los valores aurales, Saatchi comprendió que el arte, un ámbito lastrado por el respeto religioso y el autoritarismo sacerdotal, podía ya recibir un tratamiento, el de mercancía de lujo junto con los Rolex y los Vuitton, que aliviara su arcaica responsabilidad. Y acertó. Sus artistas forman la última “escuela nacional” conocida en el mundo entero y los precios de sus obras son descomunales.
Poco antes del incendio, en el mes de abril, un colegio de la zona pobre de Londres también sufrió un cataclismo. Los profesores quisieron vender un tapiz de Tracy Emin para equipar el desasistido colegio. No lo consiguieron. Los abogados de Emin amenazaron de inmediato con una querella. ¿Cómo podían aquellos humildes maestros poseer un tapiz valorado en muchos millones de pesetas?
En múltiples ocasiones Tracy Emin se ha visto obligada a mantener su imagen de mujer indomable y libérrima (que es su imagen de marca, su logo), de modo que suele presentarse borracha a las entrevistas de TV, difunde fotografías de sus genitales, o arma grandes broncas en restaurantes y discotecas. En una de tales ocasiones fue detenida por la policía y acusada de conducta escandalosa. La condena, además de una multa, la obligaba a dedicar varias horas a “trabajos sociales”. Emin propuso dar un curso de arte (manualidades, diríamos nosotros) en una escuela de barrio. Allí, ayudada por los niños, tejió uno de esos tapices con textos bordados que los ingleses llaman appliqué blanket. En sus tapices “normales” Emin suele tejer frases como “You don’t fuck me over” (Garden of horror, 1998), o bien “Every time I see my shit” (Psycho Slut, 1999), pero con los niños se mostró tan políticamente correcta como Llamazares: los textos predicaban el amor, la paz y otras puerilidades.
A pesar de ello, los profesores no pueden vender el tapiz y están condenados a vivir con él. Al igual que Saatchi, poseen algo que sólo podrán cobrar cuando sea destruido. No es una mala metáfora del arte actual. Toda producción mercantil es perecedera, tiene fecha de caducidad. Como en el arte la caducidad no puede preverse porque es azarosa, habrá que proceder a destrucciones masivas a medida que la mercancía envejezca. ¡Qué bello espectáculo! ¡Qué artístico! –
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